En una célebre obra del gran fabulista clásico Apuleyo se narra la atractiva
historia de un rey que tenía tres hijas. Las dos mayores estaban casadas y
gozaban de la estima y el respeto de sus maridos respectivos pero, la menor —
de nombre Psique—, permanecía aún bajo el mismo techo que sus progenitores.
La hermosura de la joven benjamina era superior a la de sus hermanas y al resto
de las muchachas del reino. Tenía muchos pretendientes que la admiraban y la
miraban con vehemencia, mas pasaba el tiempo, y nadie se atrevía a solicitarle
relaciones formales. El exceso de hermosura —si es que tal expresión se me
permite—, que detentaba la figura de la joven Psique, lejos de decidir a sus solícitos enamorados, los espantaba; y ninguno se atrevía a pedirla en
matrimonio, pues todos temían el rechazo de la bellísima muchacha. La
preocupación de los padres de Psique iba en aumento, y el anhelo por casar a su
hija menor crecía de día en día. Por fin, decidieron acudir al oráculo en busca de
consejo y ayuda. La respuesta que recibieron de la sibila encargada de transmitir
el mensaje del oráculo los dejó, al mismo tiempo, perplejos y asustados.
Y es que Psique, vestida con sus mejores galas, tenía que ser conducida
hasta la cumbre casi inaccesible de un lejano monte, y abandonada a su suerte.
Con harto dolor de su corazón, los padres de la hermosa muchacha
cumplimentaron, hasta en los más mínimos detalles, la orden del oráculo.
Bañaron el esbelto cuerpo de la joven, lo ungieron con humectantes aceites y
olorosos perfumes, la vistieron como a una novia y, una vez conducida hasta el
lugar indicado por el oráculo, la abandonaron.El viento bonancible que provenía del Oeste era siempre bien recibido por
los antiguos pues, en su buenandanza, siempre arrastraba tras de sí buenos
augurios, y mejores nuevas, que iba depositando en todo tiempo y lugar. Se le
conocía con el nombre de Céfiro y estaba considerado, además, como uno de los
más fieles mensajeros de los dioses.
Según el relato de los hechos, Psique se hallaba ahíta de soledad, temor y
temblor —pues el oráculo también había predicho que un monstruo vendría a
buscarla—, en la nebulosa cumbre de aquella desconocida montaña a la que la
habían traído sus progenitores, cuando llegó el viento Céfiro —que cumplía una
orden de Eros/Cupido, dios del amor— y, con suavidad, la envolvió entre su
bruma para transportarla hacia otro lugar mucho más hermoso y luminoso; la
muchacha tuvo miedo a lo desconocido, no pudo resistir la impresión, y se
desmayó. Mas, después de un tiempo prudencial, Psique despertó y no acertaba
a salir de su asombro, pues se hallaba en una gran sala de paredes relucientes,
adornadas con fino marfil y pulido mármol. Echada sobre un lecho de plumas,
Psique aparecía con el semblante apacible y sereno; su cuerpo era todavía más
hermoso que en todos los instantes anteriores de su vida. La tranquilidad de
aquel idílico lugar sólo era interrumpida por misteriosas voces que avisaban a
Psique de que eran sus sirvientes y se ponían a su disposición. Cuando la
muchacha quiso saber dónde se hallaba, le respondieron que en el más hermoso
de los palacios del más grande de los amadores que hasta entonces hubiera
conocido. Observó, también, una vez hubo salido de su asombro, que ninguna de
las puertas tenía cerradura, y que todas se abrían a su paso; por tanto, considero
Psique que no se hallaba prisionera, lo cual la reconfortó considerablemente.
Muy poco duraba el día en aquel suntuoso palacio y, cuando llegó la noche,
y ya la hermosa joven se había recogido en sus aposentos, sintió junto a ella la
presencia sutil de un enamorado que la llenó de caricias y la colmó de ternura:
era Cupido. Este, a preguntas de Psique sobre su personalidad, rogó a la hermosa
muchacha que se conformara con gozar de su presencia y con estar a su lado,
pero que no tratara de desvelar el misterio de su vida. No obstante, la
recomendación más encarecida de Cupido a su amante Psique fue la de que no
tratara de ver nunca su rostro pues, de lo contrario, se romperla todo lazo entre
ambos y una gran desdicha los alcanzaría.
Cupido siempre abandonaba aquel nido de amor cuando llegaba el alba y,
aunque a Psique le hubiera gustado tenerle a su lado también durante el día, sin
embargo, respetaba las razones de su misterioso consorte y no se le pasaba ni
por la imaginación desatender las recomendaciones de aquél.
Había transcurrido tanto tiempo desde que la joven Psique saliera de la casa
de sus padres que, un buen día, le entraron ganas de visitarlos. En cuanto tuvo
ocasión, se lo consultó a Cupido y, éste, desaprobó la pretensión de su
compañera. Pero, como Psique no escuchaba de labios de Cupido razón alguna
que la convenciera de lo contrario, volvió a insistir sobre la conveniencia de
viajar hasta la casa de sus progenitores. Cedió por fin Cupido y, su joven y
hermosa mujer, fue a visitar a su familia.
No bien hubo llegado Psique a la casa de sus padres, cuando ya toda su
familia estaba esperando a la hermosa muchacha, para agasajarla y para oír
directamente de sus labios todo aquello que hasta entonces consideraron
rumores infundados.
Sus progenitores repararon que el aspecto de la joven era aún más radiante
que antaño, cuando les cupo la obligación cruel —derivada de su consulta al
oráculo— de abandonarla en un lejano e inaccesible monte. Sus padres y sus
hermanas se alegraron de ver tan sana y tan llena de vida a la bella Psique, y se
maravillaron de todo cuanto le había acontecido; escuchaban con gran atención
los diversos relatos que la joven iba hilvanando de forma espontánea y, sus
hermanas — acaso por efectos de la envidia que iba prendiendo en ellas, a
medida que Psique daba más detalles de lo que le había acontecido—, instaron a
la muchacha a que viera el rostro de su esposo, y le argumentaban que acaso no
se dejaba ver porque tenía una cara monstruosa y horrorosa, tal como ya había
adelantado el oráculo en su mensaje. Picada por los torcidos juicios de sus
hermanas, Psique aceptó la lámpara que ellas le dieron y prometió encenderla en
el momento oportuno para, así, desvelar de una vez por todas aquella espe cie de
secreto que su querido marido guardaba tan celosamente. Además, ya Psique
estaba harta de pasar el día a solas, sin la dulce compañía de su esposo, y
pensaba que conociendo su fisonomía le obligaría a permanecer todo el día en el
suntuoso palacio que les servía de morada. Y es que el amor que Psique/Alma
profesaba a Eros/Cupido, avivaba en ella el deseo de verle a la luz del día, de
fijar sus ojos en su figura, la cual se le antojaba a Psique muy hermosa.
Llegó el día de su partida y, la hermosa muchacha, se despidió de los suyos
entre bromas y veras y les aseguró que siempre los llevaría en su recuerdo. No
sin cierta zozobra, emprendió el largo camino hasta el palacio de su misterioso
esposo. Aún era de día cuando llegó, por lo que sólo los sirvientes salieron al
encuentro de Psique. Esta se encerró en su aposento a la espera de la llegada de
la noche, que le traería el más valioso de los regalos, es decir, la presencia de su
querido esposo Cupido, al que ya la joven Psique echaba mucho de menos.
Efectivamente, con inusitada precisión, en cuanto Helios/Sol llegó a su
ocaso y las sombras de la noche se extendieron por doquier, la hermosa
muchacha sintió a su lado la presencia cálida de su querido esposo que, pleno de
ternura, le mostraba una vez más las mieles del amor. Pasaron los primeros
momentos de fogosidad y la calma vino a adueñarse de ambos protagonistas;
mas, mientras uno dormía felizmente satisfecho, el otro fingía descansar. Pasó
un tiempo prudencial y Psique, decidida a llegar hasta el final con su plan,
encendió la lámpara que sus hermanas le regalaban para semejante menester.
Dirigió la mortecina luz hacía el lado en el que yacía confiado su esposo y, al
momento, vio junto a sí el cuerpo y el rostro hermoso, de uno de los más jóvenes
y bellos efebos que imaginarse pueda. Nerviosa y aturdida, ante la inesperada
visión, Psique no pudo evitar que de su lámpara cayera una gota de aceite
hirviendo que fue a estrellarse en la misma cara de Cupido. Este despertó al
instante y desapareció como por ensalmo.
Desde el instante mismo en que Psique vio la cara de Cupido, ya no volvió
a conocer momentos de dicha ni de felicidad. Ya no moró en el antiguo palacio,
ni le sirvieron doncellas y, lo que fue peor aún, perdió a su amor, que no era otro
que el Amor con mayúscula, es decir, un monstruo, como el propio oráculo había predicho, pues abandonaba a vivir solitarios a quienes previamente había
enseñado la dulzura de vivir en compañía.
Narran las crónicas que, a raíz de los desgraciados sucesos reseñados, la
joven Psique se vio sola y vagando por el mundo sin que nadie la ayudara en su
infortunio. La propia Venus —diosa del Amor—, que siempre había sentido
celos de la hermosa muchacha, aprovechó esta ocasión que le brindaba el
destino y obligó a Psique a realizar tareas y trabajos desagradables, duros y
difíciles para que su hermosura se ajara y se agostara. Y, así Psique se vio
sometida a vejaciones tales como perseguir carneros salvajes para esquilarlos y
cardar e hilar su lana; hacer montones con semillas de diferentes plantas para, a
continuación, separarlas por clases y especies; llenar de agua pesados cántaros, o
voluminosas cántaros, en fuentes guardadas por gigantescos dragones que
espantaban con sus bocanadas de fuego a toda criatura que osara acercarse, etc.
Pero, con todo, la más desagradable tarea que Venus impuso a Psique
consistió en obligar a la muchacha a bajar al Tártaro, a los dominios abisales de
Hades/Plutón, para recoger de manos de Perséfone —mujer, a la fuerza, del dios
de los Infiernos, pues la había raptado cuando la joven, acompañada por la ninfa
Liana, recogía flores en las selvas sagradas de Sicilia— un frasco de la Juventud
que, en ningún caso, debería abrir la joven recadera, ni tampoco aspirar sus
esencias.
Cuando ya se hallaba en el camino de vuelta, la muchacha no pudo resistir
la tentación y abrió el frasco de las esencias; al instante se esparció por el aire un
extraño perfume que tenía la propiedad de adormecer a toda criatura viviente. La
propia Psique sufrió aquellos nefastos efectos y, en unos momentos, quedó
sumida en un profundo sueño del que nunca despertaría por sí misma. Fue
entonces cuando Cupido, que todavía seguía enamorado de la bella Psique,
acudió en su ayuda y, al verla dormida, la pinchó con sus flechas para
despertarla al Olimpo para rogar al poderoso Zeus que le permitiera hacerla su
esposa. Aunque Psique pertenecía a la raza de los mortales, el rey del Olimpo
concedió a Cupido los favores que pretenda y, éste, se casó con la hermosa
Psique que, desde entonces, gozó del Amor de Cupido y alcanzó la inmortalidad.
También, y por mediación del propio Zeus, la bella diosa Venus se reconcilió
con Psique.
Artistas clásicos, y de todos los tiempos, han plasmado en sus obras el mito
de Cupido y Psique. Esta aparece, con relativa frecuencia, dibujada con cara de
niña y tocada con unas alas de mariposa; en torno a ella, cual imágenes vivas del propio Cupido revolotean pequeños amorcillos que impregnan al conjunto de un
encanto lúdico.
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