A las piedras esquinadas y aisladas, las veneraban, porque decían que al estallar la guerra y durante los combates, se tornaban en guerreros y después de haber luchado por la tribu hasta vencer a los enemigos, se volvían a sus inmutables asientos.
Sienten aún gran predilección por los peñascos o ciertas piedras que tienen la figura de gente o animal. Cerca a la ciudad de Oruro, existía un pedrejón en forma de sapo, el que era considerado por el pueblo como una huaca milagrosa y, en consecuencia, se la reverenciaba cubriéndola constantemente de flores, mixtura y derramando encima de ella chicha, vino y aguardiente. La piedra contenía en su base un hueco, por donde pasaban arrastrándose las personas que deseaban saber sobre el término de su vida. La que se atracaba y no podía franquear el paso suponía que iba a morir pronto, o por lo menos, no ser larga la existencia que le quedaba; la que salvaba sin dificultad alguna, creía que viviría mucho, y que su muerte estaba muy distante. Un militar despreocupado y torpe, redujo a pedazos la piedra sagrada con un tiro de dinamita, causando el hecho, general y profundo sentimiento en el pueblo, que se vió privado de su preciada huaca.
En los suburbios de la ciudad de La Paz, había antiguamente una gran piedra, cuya forma se ignora, a la que los indios rendían culto, y les imitaban los primeros pobladores de la ciudad. Alarmados los frailes y misioneros, dieron en predicar contra la piedra y derramar basura encima, hasta convertir el paraje en muladar. Los indios y vecinos al ver tanto desacato que no era castigado por ella, la apellidaron la piedra de la paciencia. Destruída por fin, quedó el lugar con el nombre hasta ha poco, de cenizal de la paciencia.
De tal modo confiaban todos en las piedras, que solían poner y adorar una en cada tupu o campo, y otro en cada acequia. Aun a las que servían de lindes, bien para las heredades o bien para los pueblos, consagraban fiestas y holocaustos. No estimaban menos los meteoritos y las piedras que hubiera partido el rayo.
Las piedras preciosas eran a los ojos de los indios, y siguen siendo, otros tantos fetiches. Cuando alguien se encuentra una, la conserva con gran afecto y la reverencia teniéndola, desde entonces, como penate de la familia.
«Del especial culto a las piedras hablan todos los autores, incluso Cieza», dice Pi y Margall. Según Cieza alcanzó a los mismos Incas. «Afirmaban, dice, que había Hacedor de todas las cosas y al Sol tenían por dios soberano, al cual hicieron grandes templos; y, engañados del demonio adoraban en árboles y piedras como los gentiles». Describe el mismo autor en otro lugar a los antiguos pobladores de Huamachuco, y escribe que adoraban piedras grandes como huevos y en otras mayores de diversas tintas que habían puesto en los templos o huacas de los altos y sierras de nieve.
«Ese culto debió ser antiquísimo. Lo infiero de que en Tiahuanacu hay largas filas de piedras muy parecidas a los menhirs de los celtas. Lo deduce Girard de Rialle de la leyenda peruana de los tres o cuatro hermanos que salieron de Pacarec Tampu, y es posible que acierte. Algo significa que el mayor de los hermanos derribase los cerros con las piedras que disparaba su honda, y en piedras quedaren al fin convertidos por lo menos dos de tan misteriosos personajes».[13]
[13] Historia de la América Antecolombiana por don Francisco Pi y Margall.—Tomo I.—Pag. 1,392.
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