Existía un pueblo cuyos habitantes eran todos locos.
Un día un pastor y su rebaño se perdieron en las proximidades de aquel pueblo, y, al caer la tarde, como le faltase una cabra, el pastor se puso a buscarla por las inmediaciones.
Encontró a un labrador, que trabajaba en su campo, y le preguntó:
—¿No has visto en tu campo una cabra perdida?
—Mi campo empieza delante de mí y concluye detrás de mí —dijo el hombre—. Busca y hallarás.
Viendo que no sacaba nada, el pastor se alejó. Cuando hubo encontrado la cabra, reunió el rebaño que balaba, para pasar la noche al raso, porque ignoraba que hubiese un pueblo en las cercanías. De pronto, vio pasar al labrador con quien ya había hablado, se acercó a él, y para predisponerlo a su favor, le dijo:
—He encontrado la cabra que se me había perdido, mírala; te la doy de buena gana, si me brindas hospitalidad.
—¿Cómo se entiende? —exclamó el labrador—. ¿Qué enredo es este? ¿Me acusas de haberte robado la cabra? Vamos a ventilar el asunto con el jefe del pueblo.
En cuanto llegaron a su presencia, el jefe del pueblo exclamó al querer hablar al pastor:
—¡Vamos! ¿Otro lío de mujeres? Verdaderamente, esto no puede continuar; me voy del pueblo. —Y dirigiéndose a su mujer, le dice—: ¡Ven, vámonos!
La mujer confió a una criada que tenía al lado:
—Lo que es yo, no puedo continuar viviendo con un hombre que no hace más que hablar de divorciarse.
La criada se ocupaba en descortezar cacahuetes, y en el momento de hablarle su ama, se presentó un mendigo pidiendo limosna. La criada dice al mendigo:
—¿Puedes creer, pobre hombre, que desde esta mañana estoy ocupada en esta tarea y que aún no he comido?
Y sin más, pone los cacahuetes en el capacho que tendía el mendigo, el cual se fue diciendo:
—Bueno, muchas gracias, alabado sea Dios.
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