jueves, 28 de febrero de 2019

El Ekeko y su historia

El Ekako, popularizado con el nombre alterado de Ekeko, era el dios de la prosperidad de los antiguos kollas. Algún cronista lo ha confundido con Huirakhocha: Bertonio lo llamaba también Thunnupa, en la creencia de corresponder ambas denominaciones a una sola persona, cuando fueron distintas, con leyendas diferentes, como se verá en su lugar.
Al Ekako se rendía culto constantemente; se le invocaba a menudo y cuando alguna desgracia turbaba la alegría del hogar. Su imagen fabricada de oro, plata, estaño y aun de barro, se encontraba en todas las casas, en lugar preferente o colgado del cuello. Se le daba la forma de un hombrecito panzudo, con un casquete en la cabeza unas veces y otras con un adorno de plumas terminadas en forma de abanicos, o bien cubierta por un chucu punteagudo; con los brazos abiertos y doblados hacia arriba, las palmas extendidas y el cuerpo desnudo y bien conformado. Los rasgos de su fisonomía denotaban serena bondad y completa dicha. Este idolillo, encargado de traer al hogar la fortuna y alegría y de ahuyentar las desgracias, era el mimado de las familias: el inseparable compañero de la casa. No había choza de indio, donde no se le viera cargado con los frutos menudos de la cosecha o retazos de telas y lanas de colores, siempre risueño, siempre con los brazos abiertos. Lo hacían de distintos tamaños, pero el más grande no pasaba de una tercia de largo. Los pequeñitos eran ensartados en collares y los llevan las jóvenes al cuello, para que les sirviese de amuletos contra las desdichas.
El P. Bertonio en su notable Vocabulario aymara, dice: «Ecaco I Thunnupa nombre de quien los indios cuentan muchas fábulas; y muchos en estos tiempos las tienen por verdaderas: y así sería bien procurar deshacer esta persuación que tienen, por embuste del demonio». En otra parte llaman Ecaco al «hombre ingenioso que tiene muchas trazas».
Esas fábulas, a las que se refiere Bertonio, son los milagros y recompensas que los indios contaban haberlos recibido del Ekako, y la ciega confianza que tenían en él, la cual no pudieron desvanecer los misioneros con sus prédicas ni persuaciones.

La fiesta consagrada al Ekako, se celebraba durante varios días, en el solsticio de verano. Le ofrecían los agricultores algunos frutos extraños de sus cosechas, los industriales objetos de arte, tales como utensilios de cerámica, tejidos primorosos, y pequeñas figuras de barro, estaño o plomo. El que nada podía dar de lo suyo adquiría esos objetos con piedrecitas, que recogía del campo y que se distinguían por alguna extraña particularidad. Nadie podía negarse a recibirlas en cambio de sus objetos, sino quería incurrir en el enojo del dios, a quien se conmemoraba; por cuyo motivo se hizo de uso corriente tal sistema de compra-ventas.
Durante el período colonial, continuaron los Ekakos imperando en las creencias populares y siendo objetos de veneración, sin embargo de los esfuerzos que hacían los misioneros para ridiculizarlos y arrancarlos de las costumbres. El Ekako salió victorioso de la dura prueba; se impuso a pesar de todo, y su fiesta siguió celebrándose.
Don Sebastián Segurola, Gobernador Intendente de La Paz, que había salvado a la ciudad del terrible asedio de indios de 1781, después de debelada la sublevación y firmado su triunfo, en acción de gracias a la Virgen de La Paz, cuyo devoto era y a quien atribuía la victoria, estableció la fiesta del 24 de enero, en su honor, ordenando que el mercado de miniaturas y dijes que se hacía en distintas ocasiones del año, se realizase únicamente esos días.
La fiesta se inauguró el 24 de enero de 1783, y para que ella tuviese toda la solemnidad posible, se mandó a los indios de los contornos de la población, trajesen los objetos pequeños, que en otras circunstancias acostumbraban ofrecerlos por monedas de piedras. Los indios más listos que el Gobernador, se aprovecharon de la licencia para tornar la fiesta de la Virgen en homenaje de su legendario Ekako, cuya imagen comenzaron a distribuir recibiendo en cambio piedras.
La fiesta comenzó a celebrarse con delirante entusiasmo de todas las clases sociales. En la noche, cuando las familias se encontraban en la plaza principal, espectando las luminarias y escuchando la música de bailarines, entraron por los cuatro ángulos, que eran, de chaulla-khatu, el colegio, el cabildo y la casa del judío, comparsas de jóvenes decentes disfrazados, golpeando cajas, piedras, tocando instrumentos músicos, llevando cada cual alguna chuchería, que la ofrecían en venta, con las palabras aymaras: alacita, alacita, es decir, cómprame, cómprame.
El estruendo y alboroto que estos disfrazados hicieron, era tal, que muchas jóvenes fueron arrancadas en medio de la confusión, de la compañía de sus familias y sólo regresaron al siguiente día...

Las indias y cholas sentadas al margen de las aceras de la plaza y calles contiguas, acostumbraron, desde entonces, a encender en fila sus mecheros y velas en homenaje a la Virgen, cuando en su interior, tal vez le consagraban a su predilecto Ekako, cuya imagen modelada de yeso y pintada de colores vivos, ofrecían en profusión los escultores indígenas en venta o permuta a los asistentes a la fiesta.
Algunos idolillos los hicieron sentados, con gorro triangular o cónico sobre la cabeza y vestido de una túnica hasta las rodillas, otros parados en la misma forma que los de Tiahuanacu, la cual persiste hasta hoy. Ambos tienen el aspecto risueño, de hombres satisfechos de la vida, gordos y bien comidos.
En los años sucesivos fueron modificándose las costumbres de adquirir objetos con piedras, a las que se daba valor sólo en esa fiesta, con botones amarillos de bronce, lucios y brillantes, y, por último, los botones fueron substituídos con moneda corriente, desde algunos años atrás.
La práctica consentida y generalmente celebrada, de permitir a los muchachos arrebatar a sus dueños las especies sobrantes de la venta del día, apenas tocaba la oración y comenzaban las sombras de la noche a cubrir la plaza, también ha desaparecido. Si antes en honor del Ekako, nadie debía regresar a su casa, lo que había destinado para vender o permutar ese día, los policías impiden al presente que tal merodeo se repita.
Lo que al principio tuvo un aspecto netamente religioso y pagano, se ha convertido poco a poco en feria industrial de miniaturas, y lo que es más singular, en una oportunidad para adquirir al legendario Ekako, que se encargue del cuidado de la casa del adquirente. El idolillo, que en tiempos pasados era objeto de veneración únicamente de los indios, hoy es acatado por todas las clases sociales. Rara será la familia que no tenga acomodado en sitio visible de sus habitaciones, un Ekako, cubierto de dijes y pequeños instrumentos y objetos de arte diminutos, y en quien confían los moradores de la casa que atraerá la buena suerte al hogar, y evitará que les sobrevengan infortunios. El diosecillo de la fortuna, es la única divinidad que ha triunfado de las persecuciones de los misioneros y del fanatismo católico.
A este ídolo que siempre se le representó solo, se le ha dado una compañera por los mestizos, que, como toda creación artificial, no tiene importancia ni el prestigio de aquél. A la mujer del ídolo, se la mira con desprecio y nadie se esfuerza por adquirirla, ni se la presta acatamiento. Falta para ella la fe de la multitud y cuando media este antecedente, una creación religiosa no tiene razón de ser.

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