Había una vez dos hombres: la Mentira y la Verdad. La Verdad invitó a la Mentira a ir juntas en busca de sustento.
Caminando iban, una tras otra, cuando encontraron unas gentes que cavaban, y, al borde del camino, una chicuela que recogía arenilla para frotarse el pecho. La Verdad se acercó a la niña, le dio un golpe, y al punto el padre ordenó que ofreciesen agua a la Verdad. Pero la madre declaró que quien diese agua a la Verdad perecería con ella de la misma muerte.
—Yo no he dicho —intercaló la Mentira— que la Verdad necesite alimento alguno.
Y dejaron pasar a la Mentira.
Llegó a una cabaña, donde supo que el jefe de la aldea había muerto. La Mentira afirmó que podía devolver la vida al naba, que para ello bastaba encerrar en una caja una paloma torcaz y una mosca albañila; después invitó al hijo del jefe fallecido a que se procurase un asno y treinta mil cauris para dárselos. Al anochecer, la Mentira mandó abrir el sepulcro y, penetrando en él, dio libertad a la paloma y a la mosca. Enseguida el pájaro se puso a arrullar y el insecto a zumbar.
—¡Atención! —dijo la Mentira—. Tu padre y tu abuelo van a salir; detenlos. Reconocerás a tu padre por su flaca voz, y a tu abuelo por su voz gruesa. Escucha bien.
Y dejaron pasar a la Mentira, que se fue con el asno y los treinta mil cauris.
Otra vez en camino, la Mentira se encontró con la Muerte, que acababa de morirse. La Mentira solicitó comprarla, pero le respondieron que no querían venderla. Sin embargo, algunos dijeron que harían el trato si les declaraba con qué propósito quería hacer la compra. La venta se hizo, y la Mentira les entregó treinta mil cauris bien contados; después, con la Muerte a rastras, le hizo dar una vuelta a la aldea, golpeándola. Las gentes de la aldea, entonces reclamaron la Muerte para enterrarla; pero la mentira declaró que la había comprado y que exigía cien mil cauris para cedérsela, y que la enterrasen. Cobró los cien mil cauris y se dirigió a casa de un hombre rico.
Dijo a la mujer del hombre rico:
—Voy a llamarte, y me contestarás tonterías.
Y habiéndola derribado, le pegó; después le aplicó en torno del cuello una tripa de buey llena de sangre. Cortó entonces la tripa y anunció que la mujer había muerto.
El jefe salió de la cabaña:
—¿Qué has hecho? —dijo a la Mentira—. Lo que acabas de hacer está muy mal.
Pero la Mentira replicó que eso era cosa suya y que la dejasen operar. Sumergió en una calabaza llena de agua una cola de buey, que le sirvió para dar aire a la cabeza de la mujer y viento al trasero. Y la mujer se levantó. Al punto, el jefe de la cabaña regaló bueyes a la Mentira para adquirir su talismán. Después se metió en casa, tomó nueces de bearité y dijo a su mujer que les sacase el aceite para dárselo a la gente que trabajaba en el campo.
La mujer molió las nueces, hizo el aceite y preparó la comida.
Volvió al anochecer.
—¡Cómo —le dice el marido—, te encargo que prepares la comida para los que me trabajan en el lugan, y te presentas aquí de noche!
Arroja a su mujer al suelo, le da de golpes y, al fin, la estrangula. Enseguida toma la cola y la calabaza llena de agua y se pone a darle aire a su mujer. Pero la mujer no se levantó. Entonces los hijos se apoderaron del padre, lo golpearon y lo mataron. En tanto, la Mentira se ponía a salvo, llevándose toda su fortuna para devorarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario