En presencia del hambre, de las enfermedades, de las guerras y desgracias imprevistas, ha debido reflexionar el hombre primitivo del altiplano y pensar sobre la existencia de un ente malo, que, contrariando los designios de los dioses buenos, desencadena todas esas calamidades, apenas se descuida en evitarlas, por satisfacer sus instintos de destrucción y causar daños. A ese genio maléfico le llamaron, antiguamente Hahuari, que equivale a fantasma malo, y después, Supaya, que es el nombre con el que actualmente se le conoce.
Mas, el indio llegó a perturbarse en sus dogmas, cuando los misioneros cristianos señalaban como a Supaya a sus mismos ídolos, y como a sus intermediarios, a sus propios sacerdotes o huillcas; su confusión aumentó cuando de los nuevos dioses y de sus adoradores no recibían sino sufrimientos. Poco a poco, y a medida que era víctima de las crueldades de los españoles y mestizos, con las prédicas insistentes de los misioneros y sacerdotes, de ser culto diabólico su antiguo culto, el Supaya fué haciéndose simpático en su sencillo espíritu y comenzó a fiarse más en él. En vano se amenazaba a los indios con las penas del Infierno; en vano se pintaba cuadros espeluznantes que se les ponían de manifiesto; continuó la duda turbando su mente. El Supaya fué creciendo en su imaginación y ocupando el lugar de sus antiguas divinidades. De ahí que el indio le tema, pero que no le repulse, y cuantas veces puede invocar sus favores lo hace sin escrúpulos. Busca a los Cchamacanis, porque supone que están en relación con él y les paga cualquiera cosa para que al Supaya le hagan propicio a sus deseos.
El aymara conceptúa al Supaya menos malo de lo que dicen, y para explicar el origen de sus desventuras y señalar a sus causantes, ha inventado otros espíritus malignos, como el Anchanchu, la Mekala y los Jappiñuñus. Sin embargo, cree que aquél, entregado a sus propios instintos, hace siempre daño; cuando se le implora, cede y se torna bueno, en tanto que a los últimos los tiene como orgánicamente malos. Con estos no valen ruegos ni ofrendas; sólo la intervención del Ekako, de la Pacha-Mama, del Huasa Mallcu y de otras deidades benéficas, puede evitarse que hagan daño.
El aymara tiene muy poca fe en las divinidades del cristianismo, más confía en sus ídolos; aún no se han dado cuenta de lo que llaman Gloria los católicos; la idea de los goces eternos junto a Dios, no los ambiciona, porque no los comprende. Lo que le agrada en el culto católico son las fiestas, porque le presentan ocasiones de embriagarse, divertirse y entregarse a los placeres sin freno ni medida.
Por manía, y a causa de que se describe al Supaya con dimensiones extraordinarias que impresionan su imaginación, ha dado en calificar con esta denominación a todo hombre perverso, a toda mujer mala; pero no lo hace porque siente realmente horror por este personaje, puesto que, en determinadas circunstancias, le busca y demanda sus favores. Al aymara no le asusta el Supaya, desearía verlo personalmente, para pedirle que lo vengara de sus enemigos, y después de ver satisfechos sus odios, entregarle, si posible es, su alma; ya que le predican sus opresores que eso exige el demonio. Sufre tanto, la existencia se le ha hecho tan amarga, que al indio no le importa lo que le puede suceder en el otro mundo, con tal de ser aliviado en éste del peso de los sufrimientos que gravitan sobre él.
Esa es en síntesis, la idea que en su mente encierra respecto al famoso Supaya o Diablo indígena.
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