Un día, la Mentira y la Verdad emprendieron juntas un viaje.
La mentira dijo cortésmente a la verdad:
—Dónde quiera que nos presentemos, tú llevarás la palabra, porque, si me reconocen nadie querrá recibirnos.
En la primera casa en que entraron, los recibió la mujer del amo; el amo llegó al caer la noche, y pidió enseguida de comer.
—Aún no he preparado nada —dijo su mujer.
Ahora bien; a mediodía, había preparado comida para dos y escondido la mitad. El marido, a pesar de que no sabía nada, se encolerizó porque llegaba hambriento del campo. Volviéndose a los forasteros, les preguntó:
—¿Les parece que esto es propio de una buena ama de casa?
La Mentira guardó silencio prudentemente; pero la Verdad, obligado a responder, dijo con sinceridad que una buena ama de casa debería tenerlo todo preparado para el regreso de su marido.
Entonces la mujer del amo, irritada violentamente contra unos forasteros que se atrevían a mezclarse en las cosas del hogar, los arrojó de la casa.
En la segunda aldea a que llegaron, la Mentira y la Verdad encontraron a los chicos ocupados en descuartizar una vaca estéril, muy gorda, recién sacrificada.
Cuando los viajeros entraron en casa del jefe de la aldea, hallaron a los chicos que acababan de entregar al jefe la cabeza y los miembros de la vaca, diciéndole:
—Esta es tu parte.
Todos saben que el jefe hace siempre las raciones en un reparto de esa naturaleza.
El jefe, dirigiéndose a los forasteros, que acababan de presenciar estos detalles, les preguntó:
—¿Quién les parece que manda aquí?
—Al parecer —dijo la Verdad—, mandan los niños.
A estas palabras, el jefe se encolerizó e hizo expulsar inmediatamente a los forasteros, tan impertinentes.
La Mentira dijo entonces a la Verdad.
—No puedo, verdaderamente, dejarte gobernar más tiempo nuestros asuntos; nos matarías de hambre. Desde ahora, yo me ocuparé de todo.
En la aldea a la que llegaron poco después, se instalaron debajo de un árbol, cerca de un pozo. De la aldea salían grandes gritos, y no tardaron en saber que había muerto la favorita del rey.
Una sirviente, muy llorosa, vino en busca de agua. La Men tira, acercándose, dijo:
—¿Qué desgracia ha ocurrido para que llores así y toda la aldea se lamente?
—Es que nuestra buena ama, la mujer preferida del rey, ha muerto.
—¡Cómo! ¿Tanto ruido por tan poca cosa? —dijo la Mentira—. Anda a decir al rey que no se aflija más, porque yo puedo devolver la vida incluso a personas muertas ya desde hace años.
El rey envió un hermoso carnero a los viajeros, en señal de bienvenida, y mandó a decir a la Mentira que tuviese paciencia, que utilizaría su habilidad cuando estimase oportuno.
Al siguiente día, y al otro, el rey envió también un hermoso carnero y mandó a decir a la Mentira las mismas palabras. Esta fingió perder la paciencia e hizo advertir al rey que estaba resuelta a marcharse si, al día siguiente, no le mandaba ir. El rey convocó a la Mentira para el día siguiente.
A la hora señalada, la Mentira se presentó en casa del rey.
Este comenzó por enterarse del precio de sus servicios y ofreció, en fin, un ciento de cada una de las cosas que poseía. La Mentira rehusó diciendo:
—Quiero la mitad de lo que posees.
El rey aceptó delante de testigos.
Entonces la Mentira mandó construir una cabaña, exactamente encima del sitio en que habían inhumado a la favorita.
Construida la cabaña y cubierta, la Mentira entró en ella, sola, con herramientas de cavador, y se cercioró de que todas las salidas estaban cerradas.
Al cabo de mucho tiempo de trabajo, que se adivinaba encarnizado, se oyó a la Mentira hablar en alta voz, como si disputase con varias personas; después salió, y dijo al rey:
—El asunto se complica, porque en cuanto he resucitado a tu mujer, tu padre la ha agarrado por los pies y me ha dicho:
«Deja aquí a esta mujer. ¿Qué falta hace en la tierra? ¿Qué puede hacer por ti? En cambio, si me devuelves la luz, te daré, no la mitad, sino los tres cuartos de los bienes de mi hijo, porque yo era más rico que él». Apenas lo había dicho, se presentó su padre, lo rechazó y me ofreció por su cuenta todo lo que posees; a su vez fue rechazado por su padre, que ofreció todavía más. De modo y manera que todos tus abuelos están ahí, y ya no sé a cuál atender.
Pero, a fin de no complicar tus dudas, dime solamente si he de resucitar a tu padre o a tu mujer.
El rey no vaciló un instante:
—A mi mujer —dijo.
Porque la sola idea de que reapareciese el terrible viejo que lo había tenido en tutela tanto tiempo lo hacía temblar.
—¡Bueno! —dijo la Mentira—, pero tu padre me ofrece mucho más que tú, y no puedo perder tan bonita ocasión de enriquecerme…, a no ser que —dijo la Mentira, viendo al rey aterrorizado—, a menos que tú me des por hacerlo desaparecer lo que te habías comprometido a entregarme por resucitar a tu mujer.
—Seguramente eso es lo mejor —dijeron a coro los morabitos, que habían contribuido al asesinato del difunto rey.
—Pues bien —dijo el rey exhalando un gran suspiro—, que mi padre y mi mujer se queden donde están.
Así se hizo, y la Mentira recibió, por no haber resucitado a nadie, la mitad de las riquezas del rey, que volvió a casarse para olvidar a la difunta.
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