jueves, 28 de febrero de 2019

El Retozón de la llanura

I

  Un hombre y una mujer tuvieron primero un hijo, después una hija. Cuando la hija fue comprada en casamiento, mediante una dote, los padres dijeron al hijo:

  —Ahora tenemos un rebaño a tu disposición; es el momento de que tomes mujer. Vamos a buscarte una esposa bonita, hija de gentes honradas.

  Pero él se negó en redondo:

  —No —dijo—, no se tomen ese trabajo. No me gustan las muchachas de por aquí. Si he de casarme, iré yo mismo a buscar la que quiero.

  —Haz como gustes —le dijeron los padres—; pero, si el día de mañana te ocurre una desgracia, no nos eches la culpa.

  Partió, dejó su país, fue lejos, muy lejos a tierra desconocida.

  Llegando a una aldea, vio a unas jóvenes que machacaban maíz y otras que lo cocían. Eligió una, para sus adentros, y se dijo: «Aquella me conviene». Después se dirigió a los hombres de la aldea:

  —Buenos días, padres míos.

  —Buenos días, joven. ¿Qué deseas?

  —He venido a ver vuestras jóvenes, porque quiero tomar mujer.

  —Bien, bien; te las enseñaremos y elegirás.

  Conducidas todas a su presencia, designó la que quería.

  Consintieron todos; ella también.

  —Tus padres vendrán a vernos, ¿no es eso?, y traerán la dote —dijeron los padres de la muchacha.

  —De ningún modo —respondió—. Yo mismo traigo la dote. Aquí la tienen, tómenla.

  —Entonces —añadieron—, vendrán más tarde a buscar a tu esposa y llevársela a su casa.

  —No, no; temo que exhorten con dureza a mi esposa y los agravien. Permítanme que me la lleve enseguida.

  Los padres de la recién casada consintieron; pero, llevándola aparte en una cabaña, le hicieron las advertencias usuales: sé buena con tus suegros, cuida a tu marido. Le ofrecieron una chicuela para que la ayudase en los quehaceres domésticos.

  Pero rehusó. Le ofrecieron dos, diez, veinte, para que escogiese; pasaron revista a todas las jóvenes, para proponerle una.

  —¡No! —dijo—, han de darme el búfalo del país, nuestro búfalo, el Retozón de la llanura. Él me servirá.

  —¡Cómo! Tú sabes que nuestra vida depende de la suya.

  Aquí está bien alimentado, bien cuidado. ¿Qué va a ser de él en otro país? Pasará hambre, se morirá y moriremos con él.

  —¡Que no! —respondió ella—. Lo cuidaré bien.

  Antes de separarse de sus padres, tomó consigo una marmita pequeña con un paquete de raíces medicinales y, además, un cuerno para poner ventosas, un cuchillito para incisiones y una calabaza llena de grasa.

  Se fue con su marido. El búfalo la seguía, pero sólo era visible para ella. El hombre no lo veía. No tenía la menor idea de que el búfalo acompañaba a su mujer como sirviente.

  II

  De regreso en la aldea del marido, toda la familia los acogió con exclamaciones de gozo.

  —¡Hoyo, Hoyo-hoyo! ¡Anda —le dijeron los viejos—, has encontrado mujer! No quisiste a las que te propusimos nosotros; pero no le hace. Bien está. Has hecho tu gusto. Si te va mal no te quejes.

  El marido acompañó a su mujer a los campos y le enseñó cuáles eran suyos y cuáles de su madre. Tomó nota de todo y volvió con él a la aldea. Pero en el camino dijo:

  —Se me han caído las perlas en el campo, voy a buscarlas.

  Era para ir a ver al búfalo.

  Y le dijo:

  —Ya ves la linde de los campos. No salgas de ella. También puedes esconderte en aquel bosque que hay allí.

  —Respondió:

  —Así lo haré.

  Cuando la mujer quería traer agua, no hacía más que atravesar los campos cultivados y dejar el cántaro allí donde estaba el búfalo, el cual corría a sacar agua del lago y traía a su ama la vasija llena. Cuando la mujer necesitaba leña, el búfalo se metía en lo espeso, tronchaba árboles con los cuernos y traía todo lo necesario. La gente de la aldea se maravillaba:

  —¡Qué fuerza tiene! —decían—. Enseguida vuelve del pozo. En un abrir y cerrar de ojos recoge un haz de leña.

  Nadie sospechaba que la secundaba un búfalo, haciendo las veces de criado.

  Pero el caso era que la mujer no le llevaba comida, porque no tenía nada más que un plato para ella y su marido. En tanto que allá, en su país, había un plato destinado al búfalo, y lo alimentaban con cuidado. Tuvo hambre. La mujer llegó con el cántaro y le envío por agua. El búfalo fue por ella, pero sentía el angustioso dolor del hambre.

  La mujer le indicó un trozo de monte para desbrozar. En la noche, el búfalo tomó la azada y labró un campo enorme.

  —¡Qué maña se da! —decía todo el mundo—. ¡Qué de prisa labra!

  Pero, a la tarde, el búfalo dijo a su ama:

  —Tengo hambre. ¿No me traes nada de comer? No podré trabajar.

  —¡Ay! —respondió ella—. ¿Qué voy a hacer? En casa no hay más que un plato. Tenían razón nuestras gentes cuando dijeron que tendrías que robar. Pues bien, roba. Ven a mi campo, arrancas aquí una mata, allá otra. Luego te vas más lejos. No hagas mucho daño en un mismo sitio. Quizá los propietarios no se den mucha cuenta y no se les romperá de espanto el espinazo.

  El búfalo llegó por la noche, arrambló aquí una judía, allá otra; saltó de un sitio a otro; después se escondió. De mañana, cuando las mujeres salieron al campo, no querían creer lo que veían sus ojos:

  —¡Eh, eh, eeeh! ¿Qué es esto? Nunca se ha visto cosa igual.

  Un animal fiero destroza las plantaciones; se pueden seguir sus huellas. ¡Oh! ¡Desdichado país!

  Y se fueron a contar el caso en la aldea.

  De tarde, la mujer fue a decir al búfalo:

  —Se han asombrado, pero no tanto que les haya roto el espinazo. Esta noche vete a robar más lejos.

  Así lo hizo. Los propietarios de los campos destrozados ponían el grito en el cielo. Rogaron a los hombres que se pusieran de guardia con sus fusiles.

  El marido de la joven era buen tirador. Se dirigió a su campo y esperó. El búfalo, pensando que estarían al acecho en los campos que había robado la víspera volvió a comerse las judías de su ama en el mismo sitio que el primer día.

  —¡Anda! —dijo el hombre—; es un búfalo. Nunca los habíamos visto por aquí. Es cosa rara.

  Disparó. La bala entró cerca del conducto del oído, en la sien, y salió por el otro lado, en el sitio correspondiente. El Retozón de la llanura dio un brinco y cayó muerto.

  —Buen tiro —exclamó el cazador—, y fue a contarlo a la aldea.

  Al punto la mujer comenzó a gemir, a retorcerse:

  —¡Ay! ¡Ay! ¡Me duele el vientre!

  —¡Cálmate! —le decían.

  Ella se fingía enferma, pero lo que buscaba era un pretexto para sus lágrimas y su espanto al oír que habían matado al Búfalo. Le dieron una medicina, pero la tiró sin que la viesen.

  III

  Todos se levantaron: las mujeres con sus canastas, los hombres con sus armas, para ir a descuartizar el búfalo. La mujer se quedó sola en la aldea, pero no tardó en ir a reunirse con todos, apretándose la cintura, gimiendo y gritando.

  —¿A qué vienes aquí? —le dijo el marido—. Si estás enferma, quédate en casa.

  —No, no quiero quedarme sola en la aldea.

  Su suegra la reprendió, le dijo que no sabía lo que se hacía y que iba a matarse conduciéndose de aquel modo.

  Cuando llenaron de carne las canastas, la mujer dijo:

  —Dejen que lleve yo la cabeza.

  —No, no. Estás enferma. Es mucho peso para ti.

  —No, déjenme —replicó.

  Cargó con la cabeza y partió.

  Cuando llegó a la aldea, en lugar de ir a su casita, se metió en el cuchitril de las marmitas, allí depositó la cabeza, y allí se quedó, tercamente. Su marido fue a buscarla para que volviera a la cabaña donde se encontraría mejor.

  —No me molestes —respondió ella duramente.

  Su suegra fue también y le habló con dulzura.

  —¿Por qué me fastidias? —respondió con acritud—. ¿No quieren dejarme dormir un poco?

  Le llevaron alimentos y los apartó de sí. Llegó la noche. Su marido se acostó, pero no dormía: escuchaba.

  La mujer fue a buscar lumbre, puso agua a hervir en una marmita pequeña y echó en ella el paquete de medicina que había traído de su país. Después tomó la cabeza del búfalo y le abrió con el cuchillo unas incisiones delante del oído en la sien, donde la bala había herido al animal. Aplicó en el sitio el cuerno de hacer ventosas y aspiró, aspiró con toda su fuerza. Consiguió extraer cuajarones de sangre; después, sangre líquida. Enseguida expuso el sitio mismo al vapor de agua que salía de la marmita, luego de untarlo con la grasa guardada en la calabaza. Hecho esto, la herida se alivió. Entonces la mujer canturreó lo que sigue:

 
    ¡Oh! ¡Padre mío! Retozón de la llanura.

    Bien me lo dijeron, bien me lo dijeron.

    Me dijeron: Tú, que vas por la oscuridad profunda

    y deambulas durante la noche.

    Tú eres la planta tierna de ricino que crece en las ruinas,

    que muere antes de tiempo, devorada por el gusano roedor.

    Tú derribas en tu carrera flores y frutos.
 

  Una vez concluido el sortilegio, la cabeza se movió. Los miembros reaparecieron. El búfalo comenzó a sentirse revivir, movió la orejas, los cuernos, se irguió, estiró los miembros.

  Pero en esto el marido, que no dormía, sale de su cabaña diciendo:

  —¿Qué le sucede a mi esposa, que no se cansa de llorar? He de ver por qué da esos gemidos.

  Entra en el cuchitril de las marmitas y la llama. La mujer responde con acento de cólera:

  —Déjame.

  Y la cabeza del búfalo se cae al suelo, muerto, perforada como lo estuvo antes.

  El marido regresó a su cabaña sin comprender nada de aquello ni haber visto nada. Entonces la mujer tomó de nuevo la marmita, coció la medicina, abrió las incisiones, aplicó las ventosas, expuso la herida al vapor de agua y cantó como antes.

  El búfalo se enderezó de nuevo. Sus miembros renacieron.

  Comenzó a sentirse revivir, movió la orejas, sacudió los cuernos, se estiró. Pero el marido, inquieto, vuelve a ver lo que hacía su mujer. La mujer se enfadó con él. Entonces el marido se dirigió al cuchitril de las marmitas, para ver lo que ocurría. La mujer recogió la lumbre, la marmita y los demás utensilios y salió fuera.

  Después arrancó yerba para hacer una hoguera, y por la tercera vez se puso a resucitar el búfalo.

  Llegaba la aurora, y en esto apareció la suegra. La cabeza cayó de nuevo a tierra. Salió el sol, la herida se corrompió.

  La mujer dijo:

  —Déjeme ir sola al lago, para lavarme.

  Le respondieron:

  —¿Cómo podrás llegar si estás enferma?

  Con todo, la mujer fue allí y volvió diciendo:

  —En el camino he encontrado a un hombre de mi país. Me ha dicho que mi madre está muy mala, muy mala. Le he dicho que viniera a la aldea, pero se ha negado, porque, como le ofrecerían de comer, seguramente se retrasaría. Al instante se ha marchado, diciéndome que vaya a toda prisa, no sea que mi madre se muera antes de mi llegada. Y ahora, adiós, que me voy.

  Todo ello era mentira. Había tenido la ocurrencia de ir al lago para armar esa historia y tener pretexto para ir a comunicar a los suyos la muerte de su búfalo.

  IV

  Con la canasta en la cabeza la mujer se fue, cantando por esos caminos el estribillo del Retozón de la llanura. Las gentes se agolpaban a su paso y la acompañaban hasta la aldea. Allí les hizo saber que el búfalo ya no existía.

  Enviaron emisarios en todas direcciones para reunir a todos los habitantes del país. Hicieron muchos reproches a la mujer, diciéndole:

  —Ya lo ves, bien te lo dijimos. Rechazabas todas las jovencitas que te ofrecíamos y te empeñaste en llevarte el búfalo. Nos has matado a todos.

  En esto estaban cuando entró en la aldea el marido en pos de su mujer. Apoyó la frente en el tronco de un árbol y se sentó.

  Entonces todos lo saludaron diciendo:

  —Salud, criminal, salud. A todos nos has matado.

  El marido no entendía y se preguntaba por qué le llamarían criminal.

  —Todo lo que he hecho ha sido matar un búfalo.

  —Sí, pero ese búfalo era el que ayudaba a tu mujer: iba por agua, cortaba leña, labraba la tierra.

  El marido maravillado les dijo:

  —¿Y por qué no se me dijo antes? No lo habría matado.

  —Nuestra vida —añadieron— dependía de la suya.

  Entonces empezaron a degollarse todos, la primera mujer gritando:

  —¡Oh, padre mío, Retozón de la llanura!

  Después sus padres, sus hermanos, sus hermanas, hicieron lo mismo, uno tras otro; uno dijo:

 
    Tú que vas por la oscuridad profunda

    Otro repuso:

    ¡Tú, que deambulas durante la noche!

    Y otro:

    Tú derribas en tu carrera flores y frutas.
 

  Todos se cortaron el cuello y sacrificaron incluso a los niños que llevaban colgados a la espalda, en cuévanos de piel.

  —¿Por qué? —decían—. ¿Para qué dejarlos vivir, si de todos modos habrían de enloquecer?

  El marido volvió a su casa y contó cómo había venido a dar muerte a todos disparando al búfalo.

  Sus padres le dijeron:

  —Ya ves, ¿no te habíamos dicho que te ocurriría una desgracia? Cuando te ofrecíamos una joven formal y proporcionada para ti, preferiste hacer tu capricho. Ahora has perdido toda tu hacienda. ¿Quién va a devolvértela, si han muerto los padres de tu mujer a quien diste tu dinero?

  Aquí se acaba.

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