El indio cree que los campos desiertos y silenciosos, constituyen el dominio de una poderosa deidad, a quien llama Huasa-Mallcu, o simplemente Huasa. También las mujeres que desean tener hijos, dan el nombre de Huasa a una piedrecilla larga, que cogen del suelo, la envuelven en telas y ciñéndola con hilos de lana, la colocan junto a un peñasco solitario, donde le piden con veneración y ofrendas, les conceda descendencia.
Dicen que Huasa Mallcu es un gigante vestido de blanco, de carácter ingenuo y primitivo, de fisonomía austera y porte imponente, que en veces toma la forma de un inmenso cóndor, que vive eternamente célibe, con intachable moralidad, reinando satisfecho en plena naturaleza y en medio de la paz de ese medio ambiente callado. Todos los animales salvajes de aquellos desiertos, llamados en aymara Huasa-jaras, o sea campamentos del Huasa, le pertenecen y se prestan sumisos y diligentes a las ocupaciones que les señala. Las huikcuñas le sirven de bestias de carga, para transportar de una parte a otra, y donde él crea conveniente, sus inmensos tesoros; la zorra para velar por su persona y lanzar el grito de alarma a la presencia de individuos extraños; las aves están obligadas a entonar cantos melodiosos cuando él despierta en las mañanas, o pasa junto a sus nidos; los vientos deben cesar cuando él se presenta; la atmósfera tranquilizarse y suavizarse a su presencia; las flores desprender sus aromas y cubrir con sus hojas el camino que ha de seguir.
Al Huasa-Mallcu, lo describen benigno y compasivo con los desgraciados; duro o severo con los perversos. Contiene a los ladrones, formando alrededor de la casa de sus protegidos un muro impenetrable, el cual desaparece apenas cesa el peligro; hace invisibles a sus animales favoritos cuando los persigue el cazador, quién sólo logra su intento cuando aquellos se han extraviado de sus dominios; evita crímenes y robos en los caminos y despoblados.
Cuentan que un pobre hombre, honrado y cargado de hijos, que iba en busca de alimento para su familia, se encontró una vez con el Huasa-Mallcu en su camino y le pidió tuviera compasión de él. Conmovido con el ruego, descargó de sus huikcuñas cierta cantidad de oro, y se la entregó para que aliviara sus miserias.
Lo contrario del Anchanchu, el Huasa-Mallcu no hace daño a nadie, y más bien favorece al que le invoca su amparo.
Nunca dejan los indios de ofrecerle alguna ofrenda en cualquiera circunstancia. Si degüellan un cordero, llama o buey, rocían precisamente con la sangre, el frontón o remate triangular de la pared principal de su casa, en homenaje del Mallcu, quien al notar que no se han olvidado de él, envía un rayo de felicidad a ese hogar en correspondencia a la ofrenda.
En las fiestas, cuando los indios se encuentran libres de las miradas de extraños, colocan en el extremo superior de un palo un muñeco muy adornado, y enhiesto al centro del sitio de reunión, bailan en contorno con grandes muestras de alegría y entonándole algunos cantares, en los que manifiesta su profundo respeto, le hacen reverencia en cada vuelta que dan, y cuando algún desconocido se aproxima, ocultan el muñeco y dicen que están bailando para el santo cuya fiesta celebran.
Los viejos de la comarca y los hechiceros suelen pedir a los indios de la circunscripción chaquiras, coca, cuys y otras cosas para ofrendar al Mallcu el día señalado a su conmemoración. Ese día, el brujo acompañado de su ayudante, antes de comenzar el baile, se aproxima al ídolo con muchas reverencias, y a vista de los asistentes conmovidos les dirige, sollozando la siguiente oración:
«Huasa-Mallcu bondadoso: padre del huérfano y protector de infelices, óyenos; un momento no te hemos olvidado y ahora venimos a tus pies a agradecerte de tus favores, trayéndote estas cosas que te ofrecen tus pobres hijos, tus miserables criaturas, víctimas de la crueldad de los blancos; recíbelas, no te enojes; sólo confiamos en tu corazón misericordioso, que nos compadezca y atenúe nuestras desgracias. En la tierra misma que nos vió nacer y que recibirá nuestro último aliento, no merecemos más que un trato inhumano. Envíanos, pues, alivio y una existencia menos triste y miserable; concede este año salud y contento a nuestros hogares, que produzcan abundantes nuestras cosechas y que sólo haya dolor, lágrimas e infortunios en las casas de nuestros enemigos...» Calla el brujo, las lágrimas corren abundantes por las mejillas de las concurrentes, y en seguida derrama la chicha delante de la efigie y, a veces sobre ella; con la sangre de los conejos, que degüella ese momento, le unta la cara y el cuerpo, la coca le pone en los labios y con las chaquiras le adorna, quemando lo restante y aventando las cenizas a los cuatro vientos. Durante la ceremonia y mientras se disipa por completo el humo y polvo de la ceniza, permanece toda la concurrencia contrita, de rodillas y con la mano izquierda levantada hacia arriba. Después de pasada ella, se entregan satisfechos al baile y a las bebidas, cuidando de que la efigie de su Mallcu no sea vista por ningún extraño, hasta que a hora determinada, el brujo la recoge y guarda en lugar reservado, para volverla a sacar sólo cuando haya motivos de rendirle nuevo culto.
Esta efigie suele ser, unas veces, un muñeco adornado, otras, de piedra labrada, y algunas veces una figura modelada de yeso, o sólo un palo envuelto con telas de colores, al que suponen los indios se anima de una vida carnal y palpitante, apenas se quiere adorar en el Huasa Mallcu.
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