1. ¡Pues, señor! Cierto día, la gacela prepara la cerveza y llama a unos amigos para que la ayuden a labrar su campo. Van a labrar en la colina, labran todo el terreno. Entonces, la gacela dice a la rubeta:
—¿Y si jugásemos a correr, mientras regresamos a casa? El primero que llegue, el que adelante al otro, volverá al encuentro del que se haya quedado atrás y le dará un jarro de cerveza.
Jugaron a correr. La rubeta se arrastraba por el suelo, la gacela brincaba en el aire, y llegó en un instante a su choza. Vuelve con un cántaro de cerveza, detiene a la rubeta en el camino, y le dice:
—¡Toma, bebe! Te he adelantado.
—Está bien —dice la otra—. Es verdad, me has adelantado.
Entonces se ponen a beber cerveza.
2. Cuando ya casi han acabado, la rubeta dice a su compañera:
—Puesto que dices que has corrido más que yo, juguemos otra vez a correr.
La gacela dice entonces:
Bueno, ¿dónde iremos a jugar?
La otra responde:
—Voy a enseñarte dónde podremos jugar a correr.
La rubeta entra en la choza; después, la gacela hace un parapeto en torno al boquete de entrada; la rubeta dice:
—Pega fuego a la choza, puesto que me has ganado a correr.
Y, en efecto, la gacela pega fuego a la choza. Entonces, la rubeta grita:
—¡Eh, gacela! ¿Dónde me refugio?
Responde la gacela:
—Métete en la marmita grande.
—Ya hay otros en la marmita grande. ¿Dónde me refugio?
—Métete en el cesto grande.
Responde la rubeta:
—Ya hay otros en el cesto grande.
Entoces dice la gacela:
—¡Pues bueno, muérete! Quémate con tu casa y conviértete en un carboncito consumido.
Pero la rubeta se enterró; abrió un boquete y se escondió dentro. La choza ardió completamente, desapareció.
Comenzó a llover… La rubeta salió al mismo tiempo que sus hermanos, sus mujeres y sus hijos. Su pueblo creció mucho, y formó un gran corro. La gacela le dice:
—¡Oh, amiga mía, has corrido más que yo! Me has adelantado.
Se fue a dormir a otra parte, lejos, temerosa de la vecindad de un pueblo tan grande. Y fue la rubeta la encargada de dar de comer al antílope, por ser la más importante.
Entonces, le dice la gacela:
—¡Bueno, ea! Yo también voy a entrar en la choza. Pégale fuergo.
La rubeta le dice:
—De ningún modo, porque tú eres una saltarina, en tanto que yo soy habitante de la tierra.
Pero la gacela insistió, y dijo:
—¡No y no! Yo lo quiero. Y si ardo con la choza, importa poco.
La rubeta contesta:
—Si de veras ese es tu gusto, bien está. Yo tenía lástima de ti.
La gacela entra, pues, en la choza, y también sus cuernos. La rubeta rodea de espinas la choza, y la cierra bien. Toma lumbre y la incendia. La gacela dice:
—Madre rubeta, me quemo. ¿Dónde me refugio?
La rubeta dice:
—Métete en la marmita grande.
—En la marmita grande ya han entrado otros.
—Métete en el cesto grande.
—En el cesto grande ya hay otros.
La rubeta dice:
—Bueno, pues ásate, y quédate reducida a un carboncito consumido; que no quede nada de ti. Desaparece, y también tus cuernos.
La otra miró al suelo, probó a escarbarlo con los cuernos, el fuego llega a ella y la quema… Se queda tendida boca arriba, estiradas las patas…, y sus cuernos se cocieron y consumieron.
3. Entonces la rubeta empezó por cortárselos; después puso a la gacela a la sombra, en la plaza del pueblo, y la descuartizó; le cortó las cuatro patas, las de delante y las de atrás, e hizo con los huesos una trompeta. Después se fue muy lejos, por los caminos, y abandonó el pueblo.
Se hizo un montoncito con hojas, trepó a él, y allí se instaló.
Entonces siente caer la lluvia, y se pone a cantar:
Bvembveleku-bveku.
Tú, antílope, me decías: juguemos a correr.
¿No he corrido yo más que tú, amigo?
4. Pasó la liebre, y dijo:
—¿De dónde sale ese sonido de trompeta que se oye, amiga mía?
Respondió ella:
—¡Oh! sale de allá lejos, muy lejos, de junto a aquella higuera. Anda allá.
Llegada la liebre al sitio, la trompeta vuelve a sonar a sus espaldas. Llega una gacela, después otra; la rubeta le dice:
—Vayan a buscar allá, junto al árbol grande…
También vino el león. La rubeta le dice:
—Ve a buscar allá… Escucha esas trompetas. Allí las tocan.
Pasa también el elefante, y dice:
—¿De dónde sale ese sonido, comadre, hija del cocodrilo?
La rubeta contesta lo mismo.
5. También pasa el hipopótamo. Se queda en pie, junto a ella; no va al sitio. Se esconde, y dice:
—Esta individua nos engaña. El sonido sale de aquí, de junto a su misma boca. Este montón que ha fabricado, ¿por qué lo ha hecho? Lo ha fabricado para tocar la trompeta. Voy a ver.
De pronto, el sonido resuena a sus espaldas. Vuelve al galope… Llega, y dice:
—¡Ah! ¿De ese modo engañas a estos grandes personajes, cuando el sonido se oye junto a ti?
6. El hipopótamo toma la trompeta y se pone a tocar. Pero no era capaz de hacerlo. Hace: ¡Pff! Y no salía ningún sonido. La rubeta recobró la trompeta y el sonido era perfecto. El hipopótamo le dice:
—¿Con qué has hecho esas trompetas?
Ella responde:
—Con los huesos del antílope. Hemos jugado a correr… le he adelantado… he hecho unos agujeros en sus huesos y le toco la trompeta. Prueba tú.
El hipopótamo no acierta, y dice:
—Préstamela, iré a trompetear en casa.
La rubeta rehusó, diciendo:
—De ningún modo. ¿Cómo iba yo a tocar? Tienes ganas de enojarme.
—¿Y por qué habría de enojarte? Te pasas de lista. ¿Crees que por haberte procurado una trompeta eres ya un jefe?
La rubeta responde:
—No soy jefe, pero me niego, porque dices que quieres irte a tu casa con mi trompeta.
7. El hipopótamo se apoderó de la trompeta e hizo que apareciese un gran río. Pasó a la otra orilla y se fue con el instrumento. La rubeta dice:
—¡Hu, hu!
Se golpea en los labios, y dice:
—Volveremos a vernos, la trompeta y yo. Lo que es esta agua, no me importa.
Entonces se infla, se redondea, e hinchada, pasa flotando a la otra orilla. Nota el rastro del hipopótamo y lo sigue. Entonces el hipopótamo produce un calor muy fuerte. La rubeta lo vence enterrándose en la arena. Avanzó sin miedo. Al ponerse el sol, salió, a pesar de las avispas y abejas que el hipopótamo había enviado contra ella para que la picasen y se volviese atrás. La rubeta escretó un líquido pegajoso en torno de su cuerpo, y las avispas volaron. Prosiguió adelante. El hipopótamo puso una laguna en el camino. La rubeta la atravesó. Entoces creó un nuevo río. La rubeta se detuvo en el vado, edificó un pueblo, lo edificó con cuidado. Después tomó una hoja, se metió en ella con sus azagayas, cruzó el agua y fue a sorprender al hipopótamo, el cual estaba tumbado boca arriba, las patas en el aire, sobre la arena calentándose al sol.
8. La rubeta salió de la hoja, llegó muy cerca de él; pero en el momento de ir a matarlo con su azagaya, pasó volando un pájaro, y dijo:
—Tírate al agua, hipopótamo de patas gordas, van a matarte.
El hipopótamo se precipita al agua, haciendo bó-ó-ó. Entra en el río con la trompeta. La rubeta se asusta de repasar el río, y allí se queda.
A la mañana siguiente la rubeta acecha al pájaro y lo mata.
Lo despluma, enciende lumbre y arroja en ella al pájaro, que arde y se consume. Abre un hoyo, entierra los huesos y los cubre con arena.
Por la mañana encuentra al hipopótamo tumbado boca arriba, incapaz de tocar la trompeta. Pero en el momento de ir a atravesarlo, resucitaron las plumas del pájaro y le dijeron:
—Ponte a salvo, hipopótamo de patas gordas, que te matan.
El hipopótamo hizo bó-ó-ó en el agua y se arrojó a ella. Por la mañana la rubeta quemó la hierba del campo, y las plumas se consumieron.
A la mañana siguiente encuentra al hipopótamo tumbado.
Dispara la azagaya. Pero en esto se levanta una pluma, sale del hueco de un árbol, donde había caído y dice:
—Sálvate, hipopótamo de patas grandes, que te matan. El hipopótamo hace bó-ó-ó en el agua y desaparece.
La rubeta se fue a dormir tres días seguidos. El hipopótamo se dice: Seguramente está ya cansada. Conservaré la trompeta.
Sale del agua para ir a aprender solo a tocar. Pero la rubeta lo acechaba. De mañana lo encuentra tumbado boca arrriba, las patas en el aire, tocando la trompeta.
Lo atraviesa con tres azagayas. Y él dice:
—¡Déjame, querida amiga! Te lo suplico. Toma tu trompeta.
La rubeta le dice:
—De ningún modo. Quisiera agujerearte los huesos y hacerme con ellos otra trompeta.
Lo mata, recobra la trompeta, la tira al agua, toma un cuchillo y empieza la carnicería. El cuchillo se rompe. Toma un hacha y la afila; al querer cortar la carne el hacha se mella.
9. En estas, pasó el camaleón y dijo:
—¡Eh, amiga! ¡Cuántas provisiones! ¡Ánimo! Yo también soy caminante, y de buena gana me daría un hartazgo en tu compañía.
La rubeta respondió:
—¡Ay! ¿Cómo darnos un hartazgo? Mira, no tengo con qué descuartizar la res. Mis cuchillitos y mis hachas se han roto.
El camaleón repuso:
—¡Oh! Poco importa. ¿Y si probásemos este instrumento?
—Sacó de la alforja unas astillas de caña—. ¿Probamos?
—¡Ah! —dijo la rubeta—. No lo lograrás. Es muy duro el hipopótamo.
El camaleón tomó una pata, la levantó y dijo:
—¡Anda! Verás si corta esta astilla. Esta pata la corto muy bien.
En efecto, descuartizó la res de punta a rabo, hasta lo último de lo último.
Entonces dijo:
—Lo que es yo, aquí me quedo. Soy tu hijo, amiga mía.
¡Cuánta carne!
La rubeta acepta el trato y dice:
—Está bien.
Comieron carne hasta ahitarse, le dieron fin. En aquel mismo sitio edificaron un pueblo.
10. Entonces la rubeta dice a su compañero:
—Tengo que marcharme. Puesto que eres mi hijo, quédate aquí y cuida de mi pueblo y de mis mujeres.
Recogió un manojo de tabaco y se lo entregó.
Va en busca de una pipa y se la regala. Toma también unas tenazas y se las entrega; toma una trompeta y se la da. Después va a poner huevos en el camino y dice al camaleón:
—Ves aquí estos huevos. Que el caminante siga su camino.
Si los aplasta, que los aplaste; si los deja, que los deje.
Se va a la montaña a forjar azagayas para su amigo el camaleón, que, como no era más que un simple particular, no tenía armas.
11. Pasó la gacela.
—¡Salve, amigo camaleón!
Responde él:
—¡Salve!
—¿De quién son estos huevos?
—De la rubeta, hija del cocodrilo; y ha dicho: «Que el caminante siga su camino. Si los aplasta, que los aplaste; si los deja, que los deje».
Entonces dice la gacela:
—No tengo el menor deseo de aplastarlos. Me da miedo, porque ya me ha matado a un pariente.
Y se fue corriendo.
Pasó la liebre y dijo:
—¡Salve, camaleón! ¿A quién pertenecen estos huevos?
—Son de la rubeta, hija del cocodrilo; y ha dicho: «Que el caminante siga su camino. Si los aplasta, que los aplaste; si los deja, que los deje».
Entonces la liebre huye dando grandes brincos, grandes brincos. Hela ya lejos, muy lejos. Huye por el bosque.
Llega el gran antílope, galopando, ¡hiri, hiri, hiri!, hasta junto a los huevos, se para en seco, adelantados los cascos, muy cerca, salta atrás y pregunta al camaleón qué era aquello. Cuando lo supo se alejó diciendo:
—Por poco los aplasto.
Se fue por un lado, dando un gran rodeo, muy lejos.
12. Pero en estas, pasa el elefante. Dice:
—¡Salve, amigo mío!
El camaleón responde con voz débil y asustada:
—Buenos días.
El elefante se acerca, ve los huevos y dice:
—¿De quién son estos huevos?
El camaleón responde temblando de miedo:
—Son de… la… rubeta…; y ha dicho: «Que el caminante siga su… camino… Si los aplasta…, que los aplaste…; si los deja…, que los deje…».
Cuando llega junto al camaleón, el elefante dice:
—Dame la pipa.
Se la da. El elefante pone tabaco en la pipa, toma un ascua con las tenazas, enciende y se pone a fumar con todas sus fuerzas, soltando grandes nubes de humo. Pronto está consumiendo el tabaco. Hecho esto, el elefante se vierte en la mano la ceniza, la muele y se la arroja en los ojos al camaleón. Después lo agarra, le arranca los miembros y los esparce lejos, a los cuatro vientos.
Después va a romper los huevos, los aplasta, los hace tortilla con los pies y se va.
13. Sopla el viento sur. Y ve ahí que la cabeza del camaleón vuelve, después una pata delantera, después otra. Se le pegan al cuerpo como antes, la cola vuelve también y ocupa su sitio.
Comienza a revivir un poco, echa a andar y va a ver los huevos… Los contempla. Después va a buscar la trompeta, que estaba en el hueco de un árbol, en el pueblo; se pone en el rastro de la rubeta y canta:
¡Pchiyo-yo! Rubeta, hija del cocodrilo…
¡Pchiyo-yo!
Han aplastado los huevos.
El elefante los ha aplastado…
El elefante, de trasero pesado.
¡Pchiyo-yo!
Caminó, cantando día y noche, hasta llegar al sitio donde estaba la rubeta.
Ella le oyó desde lejos. Mandó callar a los herreros en torno de las fraguas, diciéndoles:
—Silencio. Alguien viene —y le gritó—: Ven hasta aquí.
La rubeta escucha, escucha la canción sin decir nada.
Cuando el camaleón llega le pregunta todos los detalles y añade:
—Está bien. Dense prisa a forjar.
Forjaron todas las azagayas que quiso. Se las dio. Se las repartió. Ella también tomo una.
—No me despido de ustedes —dijo—. Me voy.
14. Todos se pusieron en camino… Véanlos andando, incluso de noche. Al amanecer andaban todavía; andan día y noche, hasta llegar a su pueblo. Toman el rastro del elefante, lo siguen por donde había ido, llegan a un pueblo, donde preguntan:
—¿Ha pasado por aquí el elefante?
Le contestan:
—Sí, el año pasado, durante el invierno, atravesó este país.
Se van y continúan andando, siempre sobre el rastro. Llegan a otro lugar, interrogan a las gentes, que responden:
—Hace algún tiempo pasó por aquí. Apenas hará una luna; sigan, no más.
Siguen otra vez el rastro, y van a informarse a otra aldea.
—Acaba de pasar —les dicen—. No tardarán en encontrarlo.
Continúan su camino y van a preguntar en otra parte. Les dicen:
—Hace un momento estaba aquí. Bebíamos cerveza con él en este sitio.
Trasponen la aldea y lo encuentran. El elefante se vuelve, mira atrás y los ve.
—¡Eh, amigo! —le gritan—. Detente, espéranos.
Pero él no les hace caso y prosigue andando.
15. Entonces el camaleón se adelanta a la rubeta, llega junto al elefante y le dice:
—¿No fuiste tú quien me mató, allá, junto al frutal, en mi pueblo?
La rubeta llega y lo traspasa con la azagaya. El camaleón hace otro tanto. El elefante arranca una rama seca y se la arroja.
El camaleón la atrapa con la cola, la enrosca y la dispara lejos.
La rubeta lo traspasa de nuevo, y el camaleón hace lo mismo. El elefante empieza a huir. Los otros lo persiguen, lo alcanzan, lo atraviesan una vez y otra. El elefante, vencido, muere.
16. Ya muerto, comenzaron a edificar allí un pueblo y descuartizaron la res.
El primero que hizo acto de sumisión fue la liebre. Les ayudó en la carnicería.
En tanto, la rubeta dijo al camaleón:
—Es menester que me meta bajo tierra; llueve, y el calor me hace daño:
El camaleón dice:
—Está bien.
Preparó un gran tambor. Antes de meterse bajo tierra les dio esta orden.
—Construyan una valla de espino alrededor del pueblo; que haya dos puertas nada más, y tú, liebre, las cerrarás cuando se ponga el sol, no sea que los ladrones vengan a comerse nuestras provisiones de carne que están aquí colgadas de los árboles.
Dicho esto se metió en tierra.
17. Entonces el camaleón tomó el tambor y fue redoblando por el exterior de la valla; hizo una gran caminata, cantando:
¡Plan, plan, pataplán!
Animales del campo, vengan a ver la rubeta.
La rubeta ha muerto.
Fueron todos, y entraron todos dentro de la valla. Eran el elefante, el antílope, el lagarto grande, la tortuga, la pantera y muchos otros… Acudieron presurosos, porque la rubeta los había atormentado mucho con los huevos, tendiéndoles un lazo para matarlos.
Entonces el camaleón fue a cerrar la puerta durante la noche. Cerró las aberturas y fue luego a despertar a la rubeta con estas palabras:
—Rubeta: yo te lo digo, despierta, despierta. Ven a ver lo que hay aquí.
Vuelta en sí, tomó de mañana la azagaya y comenzó a ensartar a todos los animales. Unos huyeron, otros se quedaron.
La liebre enseñó a sus camaradas las liebres un agujerito en la valla por donde tenía costumbre de salir. Muchas se escurrieron por allí y se escaparon. Quedaron los muertos. Algunos animales fueron reducidos a esclavitud, y también la liebre quedó por esclava de la rubeta.
18. Descuartizaron las reses muertas, y daban las tripas a la liebre, diciendo:
—Ve a lavarlas en el río.
Al principio volvía con las tripas. Pero cierto día se encontró a su madre y le dio toda la carga que llevaba.
Después se arañó con unas ramas secas, buscó un sitio donde hubiese espinas y se arrojó a él. Las orejas le colgaban desgarradas cuando llegó al pueblo. Y dijo:
—Jefe, un águila me ha robado las tripas.
Le contestaron:
—No importa, es un simple contratiempo.
Le dieron otras. Fuese y regresó, trayéndolas. Otra vez fue al río; pero dio las tripas a su madre y volvió diciendo:
—Un alcotán me las ha robado.
Entonces enviaron al elefante, diciendo:
—Ve a lavar las tripas. Veremos si te las roba un alcotán.
Cuando iba de camino para limpiarlas, llegó la liebre madre, la que se había quedado en su casa. Tuvo miedo del elefante, y se dijo: «¡Calle! Hoy viene otro a lavar las tripas; ya no es mi hijo el que hace ese trabajo cada día».
El elefante volvió al pueblo con las tripas. Hicieron esta reflexión:
—Bueno, hoy traes las tripas. ¿No había ningún alcotán?
El elefante dijo:
—No he visto alcotán que valga. Lo que he visto, sencillamente, es una liebre.
La rubeta dijo a los suyos:
—Vayan a cazarla y mátenla.
En efecto, fueron a matar la liebre madre.
19. Entregaron de nuevo tripas a la liebre, diciéndole:
—Ve a limpiarlas.
Se fue a buscar a su madre, pero ya no la encontró. Volvió, pues, con su carga. Entonces la rubeta preguntó a su gente:
—¿Ha vuelto con las tripas?
Y la liebre oyó entonces contar que habían matado a su madre. Fue a sentarse en medio del humo y comenzó a llorar a su madre. Le preguntaron:
—¿Por qué lloras?
—Es que estoy sentada en medio del humo y me hace salir las lágrimas a los ojos.
20. Acabaron de comerse las tripas; después empaquetaron sus cosas, liaron las cargas de carne y regresaron todos al pueblo de la rubeta, allí donde había jugado a correr con la gacela.
Por el camino dijo la rubeta al camaleón:
—Deseo volver a mi pueblo natal. Quizá tú deseas ir a otra parte.
Respondió él:
—No me separaré de ti; iremos juntos.
La rubeta dijo a todos sus súbditos:
—Decídanse ustedes también; el que quiera separarse de mí que lo diga.
Respondieron ellos:
—Todos iremos contigo, jefe; no nos separaremos de ti.
.
Entonces, llevando sus bagajes, se fueron con ella.
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