Una mujer echó hijos al mundo, los crió. Murieron todos.
Después envejeció y no podía labrar su campo. Entonces, para sustentarse, iba a situarse en las puertas de los blancos, para pedir. Mendigaba de los blancos. Estos se hartaron, y le dieron un guisate. La vieja lo coció y se lo comió.
Al día siguiente se encontró muy hinchada, por causa del guisante. Cuando durmió dos noches más, la mujer vio que estaba preñada. Y eso que era muy vieja (se parecía a Memannuayana).
Cuando la preñez avanzó, no pudo ya ir a mendigar el sustento.
Después, cuando llegaron los dolores y parió, descubrió que su hijo no tenía piernas. No tenía nada más que cabeza, pecho y manos. Su nombre fue Cabezota. Antes siquiera que le cortasen el cordón, dijo:
—¡Eh! Madre mía, ¿cómo se entiende? ¿No pones una esterilla en el suelo para mí, siendo así que todas las mujeres lo hacen cuando dan a luz?
—Pero, hijo mío —respondió ella—, no tengo esterilla.
Cabezota respondió:
—Madre mía, ve a buscar un papel para que escriba una cosa: te lo daré y lo llevarás.
Su madre fue a recoger un papel en las calles y se lo dio.
Todo lo necesario para escribir había salido con él del seno de la madre; también el tintero había salido con él del seno de la madre.
Cabezota escribió al gobernador pidiéndole una sábana para cubrirse, una pieza de tela para cortar un vestido a su madre, una vaca para que la ordeñasen, un criado joven, un saco de arroz, guisantes, mijo, sorgo; en fin, una cabra. Cuando acabó de escibir dio la carta a su madre, para que la llevase al gobernador. Su madre se fue con el papel, y encontró un guardián en la puerta. La madre de Cabezota pidió permiso para entrar. La autorizaron; entró, y dio la carta al gobernador, quien la leyó, comprendió lo que significaba y dio a Cabezota cuanto pedía.
Llamó a unos mandaderos para transportar aquellas cosas. Después el gobernador escribió una carta para decir a Cabezota que fuera a verlo al día siguiente.
La madre de Cabezota se fue la primera. Cuando llegaron los mandaderos, depositaron su carga. La mujer les dijo:
—Descuarticen la cabra para que yo coma igual que comen las nodrizas.
Los hombres descuartizaron la cabra, tomaron un poco de carne de cada miembro, y comieron. Después se marcharon; entonces, de mañana, la mujer calentó agua, se lavó y bañó al niño. Se pusieron en camino y fueron a ver al gobernador. Una vez allí, el gobernador dijo a la madre:
—Dame al niño, que yo lo vea.
El gobernador se sintió muy feliz, y llamó a su hija Mitina.
Cuando Mitina tomó en brazos al bebé, se alegró mucho, y rehusó devolvérselo a la madre. Su padre, entonces, se encolerizo; le quitó el niño por fuerza y se lo dio a la madre, la cual regresó a su casa. Desde entonces, Mitina dejó de comer. Incluso quiso suicidarse; durmió tres días sin tomar alimento. Su padre se enfadó, y le dijo:
—¡Qué es eso! Has rehusado muy buenos partidos que se te han presentado para casarte, incluso señores blancos, ¿y te enamoras de Cabezota? Es una vergüenza para mí.
Escribió entonces a las autoridades de los blancos, y los convocó para discutir el asunto, a fin de que Mitina fuese encarcelada y condenada a muerte. Reunidos todos, el padre de la joven les dijo:
—No quiero matarla, porque si la matase dejaría de padecer.
Es menester que toquen las músicas y que se la lleven a Cabezota.
Que no saque ropa alguna para mudarse, irá con lo puesto.
Así lo hicieron.
Cuando la hubieron expulsado, partió muy alegre, diciendo:
—El gobernador me ha prestado un gran servicio, verdaderamente. Me envían con Cabezota. Mi corazón es feliz.
Mitina le tuvo mucho amor. Trabajaba, llevándolo a cuestas, La madre le decía:
—Dámelo para que descanses un poco.
Mitina rehusaba, diciendo:
—Déjamelo, madre. Puedo con él.
No tenían casa decente. Era una choza mísera. Para dormir, las piernas, estiradas, se les salían fuera. No cabían en la choza más que las cabezas.
Pero Cabezota, visto que no tenía casa decente, salió durante la noche, y dijo:
—¡Mi anillo, mi anillo! Anillo de mi padre; que aparezca una casa donde yo pueda dormir.
Se volvió a la choza. Entonces aparecieron dos casas europeas de blancos, una fue para su madre, otra para él y su mujer. Aparecieron también baúles llenos de ropa para él y su mujer. Salieron también criados y criadas. De mañana, antes de levantarse, la madre dijo a Mitina:
—He tenido un sueño: busca las llaves con que he soñado: están ahí, junto a nuestras cabezas. Ve a abrir, y mira las habitaciones y lo que hay en los baúles; quizá mis sueños son realidad.
Cuando Mitina abrió, vio ropas muy buenas, como no las había visto nunca. Interrogó a Cabezota, y le dijo:
—¿De dónde salen estas cosas?
Su corazón rebosaba de alegría y escribió una carta para hacérselo saber a su madre y a su padre, diciéndoles:
—Aunque me han echado, no carezco de nada desde que vine aquí.
Pero sus padres no le respondieron, de enojo que tenían por no haber traído al mundo una hija más regular. Su hija rehusaba los buenos partidos y quería a un ser falto de piernas.
Una noche, estando todos dormidos, Cabezota probó a salir de su propia cabeza, en vista de que Mitina estaba muy contrariada por llevarlo siempre a cuestas. Una vez que salió, fue a abrir el baúl, y se puso sus ropas, sus galones, el sable, y el casco de jefe; se sentó a la mesa y se comió todo lo que habían dejado dispuesto para el desayuno al día siguiente.
Cuando estuvo satisfecho, se fumó un cigarro, y a continuación tomó un pedazo de papel y escribió. Releyó en voz baja lo que había escrito, temeroso de despertar a Mitina. Terminada la lectura de la carta, se desnudó volvió a entrar en su cabeza y se durmió.
Cuando empezaba a rayar el día, llamó a Mitina y le dijo:
—Levántame y caliéntame el alimento, para que coma.
Nunca había hecho tal cosa. Mitina se levantó, fue a buscar el alimento y se encontró con que no había nada.
—Madre, no hay nada para el desayuno. ¿Quién puede habérselo comido?
Cabezota le dijo:
—Nadie se lo ha comido. Es que tú quieres privarme de ello; no quieres darme de comer y obsequias a tus amantes. Te echaré de casa, te castigaré, haré contigo lo que ya hicieron tus padres.
Mitina se entristeció mucho, y lloró, diciendo:
—Me duele que digas que doy de comer a mis amantes, cuando la verdad es que no he buscado a ningún hombre. Prefiero que me insultes, sin más ni más o incluso que me pegues, a que digas esas cosas.
Mitina dijo entonces a una criada joven, que era del tamaño de Domengo:
—Mandaré a unos hombres que te maten, porque tú eres quien se come las cosas y por tu culpa me insultan —regañó a la joven, y añadió—: Hoy te perdono, pero si te comes lo que ha sobrado esta noche, mandaré a unos hombres que te maten.
Las amenazas de muerte asustaron a la criatura, sobre todo porque no se había comido nada. Hizo un agujero en la manta, y lo hizo bastante grande, para poder ver con sus ojos quién se comía las cosas. Cuando, puesto el sol, la joven se acostó, miraba por el agujero que había hecho, mientras los otros dormían. Cabezota empezo a salir de su cabeza y se transformó en un hombre provisto de piernas. Hizo lo mismo que la víspera.
Cuando comió, la joven lo vio, y se dijo: «Quieren matarme a mí, y es él quien se lo come».
Al acercarse el día. Cabezota se apresuró a despertar a Mitina, y le dijo:
—Dame de comer.
Fue a buscarlo, no encontró nada, y al igual que la víspera, Cabezota se enfureció contra ella. Entonces Mitina se irritó con la chicuela y quiso matarla.
Pero la muchacha le dijo:
—Madre mía, no me mates; déjame, mañana me matarás.
—Y añadió—: El que se lo come todo es Cabezota. Nunca hemos visto un blanco tan hermoso como él, cuando sale de su cabeza.
Yo lo he visto por el agujero que he hecho en la manta. Hoy te daré una cuerda. Al ponerse el sol, te la atas a una pierna. Al salir Cabezota, tiraré de la cuerda, te despertaré, y lo verás: pero no te precipites a ir de una parte a otra. Cuando vaya a su cuarto a quitarse la ropa, te adelantas y lo sorprendes.
Cuando se acostaron, Cabezota empezó a salir de la cabeza, se puso su ropa; tomó el alimento, comió, hizo como todos los días. La muchacha, mediante la cuerda, despertó a Mitina, que vió todo en realidad. Entonces, cuando Cabezota trató de quitarse la ropa para reingresar en su propia cabeza, Mitina se adelantó y lo agarró. Cabezota dijo:
—Déjame, Mitina, regresar a mi cabeza nada más que hoy, que tengo muchas ganas.
Mitina respondió:
—De ningún modo. No te suelto, porque estás abusando de mí, tú que eres un hombre magnífico.
De mañana, Mitina escribió a sus padres para hacerles saber que tenía un marido espléndido. Si había rechazado otros partidos, es que el cielo le reservaba este. Cuando la mujer hubo escrito, el marido escribió también, y les dijo que si deseaban venir, no fuesen ese mismo día, sino al siguiente, porque ese día se casarían.
Cuando el gobernador lo supo, escribió a los principales blancos y les anunció esto: «Mi hija, a la que he llorado, dicen que es ahora una mujer como es debido. Mañana es el día de su boda. Prepárense para que vayamos a verle mañana».
Ya puesto el sol, Cabezota dijo:
Mi anillo, mi anillo; anillo de mi padre…, que aparezca moneda roja y moneda blanca y que llene todo el patio de esta casa mía. Que aparezcan toneladas de aguardiente, de vino y de ginebra, y de todo cuanto hay que beber… hasta llegar a la puerta de mi padre, para que se vea claramente que me caso con la hija del gobernador.
Los suegros llegaron. Muy regocijados, saludaron al yerno.
Vinieron banyanes, musulmanes, ba-kuas, y otras gentes, que comiendo las carnes del festín, recogían también monedas.
Acabada la comida, el padre de Cabezota, su suegro, empezó a declarar su agradecimiento:
—Verdaderamente, hijo mío, el cielo está contigo. Yo lo vi muy bien cuando nació: nació sin piernas… pero cuando vino al mundo ya sabía escribir. Yo afirmo que esto es obra del cielo.
El suegro dijo, además:
—Está bien, hijo mío. Me hace dichoso lo que en otro tiempo me ponía de mal humor. Yo decía: El que se case con mi hija gobernará el país, y yo volveré a ser como un niño. Volvamos juntos a la ciudad.
Cabezota rehusó y dijo:
—No: yo me quedó aquí, y volveré a casa solo.
Cuando se hubieron ido, no quedaba más que gente borracha de aguardiente y de otras bebidas que habían consumido. En el momento de irse a dormir, Cabezota salió, y dijo:
—Mi anillo, mi anillo, anillo de mi padre… Que esta hermosa casa desaparezca.
Desapareció con los objetos que allí estaban. Sólo quedaron su mujer y su madre. Salieron juntos y llegaron a la ciudad. Una vez en ella, Cabezota dijo:
—Mi anillo, mi anillo, anillo de mi padre, que salga una casa grande con muchas habitaciones en cada piso, y que esté guarnecida de monedas de oro… Que sea para mí la casa, y que por otro lado aparezca una casa guarnecida de monedas de plata, que sea la casa de mi madre.
En efecto, aparecieron las dos casas.
Por la mañana, cuando las gentes salieron rumbo al trabajo, vieron las casas, que causaban miedo a causa de su esplendor.
Las gentes se alejaron atemorizadas. Entonces, los patronos que les habían enviado al trabajo, se reunieron, y decían:
—Los obreros se han marchado. Les da miedo el esplendor de las casas que hay ahí. ¿Iremos ahora a morir de hambre?
Pero el suegro, que conocía los milagros realizados por el yerno, les dijo:
—No teman: es que ha llegado el gobernador que ha de regir el país.
Entonces, Cabezota y Mitina, su mujer, vivieron en los honores de la realeza.
Tal es la conclusión del cuento.
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