jueves, 28 de febrero de 2019

La gesta de Samba Gueladio Diegui

Esta es la historia de Samba Gueladio Diegui, príncipe peul del Futa. Samba Gueladio Diegui, era hijo de Gueladio, rey del Futa. Al llegar Samba a la adolescencia, murió su padre. El hermano del rey difunto, Knonkobo Mussa, tomó el mando del país. Konkobo tenía ocho hijos. Al ser mayores anunció que iba a repartirles el Futa, y, en efecto, cada uno recibió su parte.

  Samba estaba con su madre, un griot llamado Sevi Malallaya y un cautivo que se llamaba Dunguru.

  El griot Sevi fue en busca de Samba. Iba llorando.

  —¿Por qué lloras? —le preguntó Samba.

  —Por esto —respondió el griot—. Tu tío, Konko, ha repartido el Futa entre sus hijos. Y, como tu padre ya no existe, Konkobo no te ha reservado parte alguna.

  Samba se levantó al punto. Fue en busca de su tío y le dijo:

  —Bueno, papá, ¿cuál será mi parte?

  —También a ti voy a darte algo —responde Konkobo—. Toma el primer caballo que encuentres en el Futa; tuyo es.

  Samba se retiró. Va en busca del griot y le dice:

  —¡Mi papá me ha dado también mi parte!

  —¿Qué te ha dado?

  —Me ha dado permiso de apoderarme del primer caballo bueno que encuentre.

  Y el griot:

  —¡Eso es darte nada! Se porta muy mal contigo. Samba regresó a buscar a Konkobo.

  —Papá —le dice—, no me hace falta tu regalo. Lo que necesito es la parte que me corresponde. No pido otra cosa.

  —He visto —respondió Konkobo— un toro soberbio en el Futa. También he visto una mujer bonita. Quédate con los dos.

  Te los doy.

  Samba se dirigió otra vez a Sevi, el griot.

  —¡Ea! Mi papá me ha dado una mujer bonita del Futa y un toro. Puedo apropiármelos cuando quiera.

  —¡Eso no es nada! —respondió el griot—. Viene a ser como lo que te había dado antes. Si encuentras una mujer bonita, ya casada, y te apoderas de ella, el marido te matará. Eres un chiquillo y no entiendes nada.

  Samba vuelve a las andadas:

  —Mira, papá, lo que me regalas no me hace falta. Lo que yo quiero es la parte del Futa que me corresponde.

  —Si te corresponde —contestó Konko—, arréglatelas para conquistarla. Si no, peor para ti.

  Samba se fue. Ensilló su yegua Umullatoma. Se puso en camino con su griot Sevi Malallaya, su cautivo Dunguru, su madre y los cautivos destinados a su mujer. En aquel entonces aún no se había casado. Y dijo:

  —Ahora me voy del Futa.

  Fue hasta una aldea llamada Tiabo, muy próxima a Bakel, e hizo llamar al rey del país:

  —Tunka —le dijo—, te entrego a mi madre y a la madre de mi griot. Es menester que satisfagas sus necesidades y las de mis gentes hasta que yo regrese. Procúrales sustento y ropas. Alójalos bien, dales buenas cabañas. Si no, cuando yo vuelva y me entere de que han carecido de víveres y ropas, te cortaré la cabeza.

  Dicho esto, Samba y su griot pasaron el río sin tardanza y se dirigieron a un país, cuyo rey se llamaba Ellel Bildikry, para pedirle guerreros y atacar a Konkobo Mussa, su tío.

  Caminaron durante cuarenta y cinco días por la selva antes de llegar al país de los peules. He olvidado el nombre del rey de este país, quien en cuanto vio a Samba exclamó.

  —Guapo joven. Seguramente es hijo de rey.

  Mandó sacrificar unos toros y degollar unos carneros y se los regaló a Samba, diciéndole:

  —Todo esto es para ti.

  Llamó a sus hijas y les dijo:

  —Vayan a buscar a Samba, que se marcha mañana. Conversen con él y distráiganlo.

  Las jóvenes hicieron compañía a Samba y se divirtieron con él. Después lo dejaron, diciéndole:

  —Hace mucho calor, vamos a bañarnos.

  Cuando las jóvenes se marcharon, Samba se acostó para dormir. Una de ellas se había quitado el collar de oro y se le olvidó recogerlo antes de marcharse. Un avestruz entró en la cabaña mientras Samba dormía y se tragó el collar de oro.

  Las jóvenes regresaron y despertaron a Samba:

  —He olvidado aquí, hace un momento, el collar de oro.

  ¿Dónde está?

  Lo buscaron y no encontraron nada.

  —¡Oh! —dijo Samba—. ¿Piensas que te he robado el collar?

  —No —responde la joven—; pero, en fin, yo fui la última en salir, y en la cabaña sólo estábamos tú y yo.

  —Está bien —murmuró Samba.

  La joven fue en busca de su padre.

  —He olvidado el collar de oro en casa del forastero y ahora no aparece por ninguna parte.

  —¿Crees que lo ha tomado él? —preguntó el rey.

  —No lo sé. Estábamos los dos solos.

  El rey no dijo lo que pensaba del caso. Solamente invitó a su hija a volver junto a Samba.

  En tanto, Samba había examinado el piso. Advirtió las huellas de las patas del avestruz. Entonces fue en busca del rey, dejando a la joven en la cabaña.

  —Te daré una calabaza llena de oro —le dijo— si me vendes el avestruz.

  —Estoy conforme. Tuyo es.

  Samba llamó enseguida a unos hombres y les ordenó que mataran el avestruz.

  —Una vez muerto —les encargó—, destrípenlo y tráiganme lo que encuentren dentro de su cuerpo.

  Los hombres obedecieron y se dirigieron a Samba, en presencia de la hija del rey. En el estómago del avestruz estaba el collar de oro.

  —Me has acusado del robo del collar —dijo Samba a la joven—. Voy a hacer que te aten.

  Y el rey lo dejó en libertad de obrar como le pluguiera. Pero Sevi, el griot, intervino:

  —No procedes bien, Samba. Hemos salido de nuestro país para venir a este, y no somos más que cinco. Si quieres obrar a tu antojo nos pesará. Deja a la hija del rey y guárdate bien de hacerla atar.

  Samba siguió el consejo del griot, y al día siguiente se puso en camino hacia el reino de Ellel Bildikry.

  Caminaron quince días en plena selva y llegó a faltarles el agua.

  —Samba —dijo el griot—, no puedo seguir adelante; voy a morir.

  Samba condujo a Sevi a la sombra de un árbol y le dijo, así como a Dunguru su cautivo:

  —Espérenme aquí.

  Y cabalgando en Umullatoma, su yegua, continuó el camino dos horas más y llegó, por fin, a una charca.

  Allí vio un guinnaru de gran talla, bañándose.

  El guinnaru se vuelve hacia Samba, y de todas las partes de su cuerpo brota fuego. Samba no se asusta; lo mira cara a cara.

  Entonces el guinnaru creció hasta tocar el cielo con la cabeza.

  —¿A qué viene eso? —le pregunta tranquilamente Samba—. ¿Quieres atemorizarme?

  El guinnaru se encogió:

  —No he visto hombre tan valiente como tú. Bueno: voy a regalarte una cosa —y le tiende un fusil—. Samba, ¿sabes el nombre de este fusil?

  —No —respondió Samba—, no lo sé.

  —Su nombre es Bussalarbi —aclaró el guinnaru—. Te bastará sacarlo de la funda para que tu adversario caiga muerto.

  Samba se quitó la piel de cabra que llevaba al hombro y entró en la charca a tomar agua. Llenó el odre, lo puso en la yegua. «Bueno —se dijo—, voy a comprobar si el guinnaru me ha dicho la verdad».

  Saca el fusil de la funda, y el guinnaru cae muerto.

  Hecho esto, Samba regresó al lugar donde había dejado a su gente, y encontró a su padre, el griot, cantando las alabanzas de Samba. Le dio de beber, y también al cautivo. El griot, entonces, le dijo:

  —Bueno, Samba, ¿qué ha sido ese disparo que he oído a lo lejos?

  —He disparado yo —respondió Samba.

  Y le contó la aventura del guinnaru y lo que había hecho de él.

  —Muy mal —respondió el griot—, has procedido muy mal. ¡A quien te hace un regalo lo matas! Te has portado injustamente.

  —He hecho bien —replicó Samba—. Como yo he pasado por aquí, otros pueden pasar. Yo no soy el único hijo de rey, y en el Futa hay muchos hijos de rey, y muchos de ellos son valientes.

  Todos son tan intrépidos como yo. El guinnaru me ha dado hoy este fusil, y mañana habría hecho a otro un regalo parecido. Ya ha concluido de hacer regalos. Nadie tendrá un fusil como el mío.

  Soy el único poseedor de esta maravilla.

  Con esto resuelven ir más lejos. Pasados unos días llegan a la capital del país de Ellel Bildikry. Es una ciudad más grande que San Luis. Hacía cerca de un año que no había agua fresca. Un caimán muy grande, situado en medio del río, impedía que los habitantes sacasen agua. Cada año le entregaban una doncella bien vestida, con zarcillos de oro y ajorcas en las muñecas y en las piernas, tan engalanada, en una palabra, como una hija de rey.

  El caimán era muy exigente y, si no la encontraba bastante bien vestida, rehusaba la ofrenda y les prohibía renovar la provisión de agua anual.

  Al llegar Samba estaban en el último día del año y los habitantes se disponían a entregar al día siguiente una doncella al caimán Niabardi Dallo.

  A la medianoche, Samba se detuvo delante de una cabaña de cautivos que se encontraba un poco separada de la aldea. Llamó a la cautiva que estaba en la cabaña y le dijo:

  —Dame agua, que tengo sed.

  La cautiva entró a la cabaña. En un lebrillo tenía agua, que apenas bastaba para llenar un vaso, y el agua estaba corrompida.

  Con todo, se la ofreció a Samba.

  Samba toma el agua, la olfatea y, al hallarle mal olor, golpea a la mujer, que cae al suelo, a pocos pasos de distancia.

  —¡Cómo! —exclamó—. ¡Te pido agua y me traes esta suciedad!

  —¡Oh, amigo mío! —respondió la mujer—, no hay otra en el país. Para tener agua fresca hemos de sacrificar una hija del rey.

  —Bueno, anda —ordenó Samba—. Enséñame el camino del río. Voy a dar agua a la yegua ahora mismo.

  La cautiva se espantó:

  —Me da miedo ir al río —dijo—. Mañana, el rey vería la huella de mis pasos y me preguntaría: ¿por qué has ido al río, teniéndolo yo prohibido?

  Samba se enfadó:

  —Si te niegas a guiarme, mueres a mis manos. Toma el cabestro, Dunguru, y échaselo a Umulatoma. Y tú, mujer, ve delante.

  El cautivo se puso en marcha, llevando del ronzal a la yegua.

  La mujer les mostró el camino:

  —Siguiendo derecho, llegarán al río.

  Samba se compadece de su terror, le da las gracias y le permite regresar.

  Samba caminó hasta llegar al río. Ordenó a su cautivo que se desnudara y que entrara en el río con la yegua para bañarla. El cautivo se despojó de la ropa y entró en el agua. Y al punto, desde en medio del río, Niabardi Dallo, el caimán, los interpeló:

  —¿Quién va? —gritó.

  —Un recién llegado —respondió Samba.

  —Bueno, ¿qué buscas aquí, recién llegado?

  —Vengo a beber.

  —Si vienes a beber, bebe solo, y que no beba tu caballo.

  —El recién llegado va a dar agua a la yegua —respondió Samba—. Beberá él y su cautivo. ¡Vuelve al río, Dunguru!

  El cautivo obedeció. La yegua arañó el agua con el casco. El caimán dijo:

  —Has de saber, recién llegado, que estás irritándome.

  Niabardi se irguió en medio del río, y toda el agua brilló como fuego:

  —Si te asustas de lo que ves y sueltas a la yegua, te mato al mismo tiempo que al caimán.

  Tras estas palabras, el cautivo sujetó con fuerza a la yegua.

  Entonces el caimán se dirigió hacia él, abiertas de par en par las quijadas, la una hacia abajo, la otra hacia arriba, y de las fauces le brotó fuego abundante. Ya muy cerca, Samba disparó sobre él.

  Muerto el caimán, el río se puso de color de sangre.

  Después de haber dado muerte al caimán, Samba toma agua en el odre de piel de cabra. Pone el odre en el caballo y regresan a la cabaña para acomodarse en ella y descansar. Dan agua a la cautiva, en cuya casa se detuvieron.

  La cautiva se asombra:

  —¿Cómo han podido procurarse tanta agua? —les preguntó.

  Y Samba:

  —Tienes la lengua muy larga. Si te dan agua, conténtame con beberla, sin preocuparte de dónde viene.

  Después de matar al caimán, Samba le cortó un pedazo, que se llevó consigo. También dejó en el lugar del combate sus ajorcas y sus sandalias, porque sabía bien que nadie podría calzarse con ellas o adornarse los tobillos ni las muñecas. Samba tenía los pies muy pequeños.

  Al día siguiente, el rey Ellel Bildikry convocó a todos los griots para salir de la aldea y llevar la doncella al caimán, que permitiría a los habitantes renovar la provisión de agua.

  Van en busca de la virgen y la montan en un caballo. Todos los griots la siguen, cantando:

  —¡Ah, joven!, llena eres de valor. El caimán se ha comido a tu hermana mayor. Se ha comido a tu otra hermana, y no tienes miedo. Tendremos agua.

  Así cantan los griots. Nombran las cien víctimas que el caimán ha devorado. Ya están al borde del río.

  La virgen se apea. Otras veces, la virgen entraba río adentro, y el caimán venía a tragársela. Esta vez, la virgen entra en el río hasta que el agua le llega al pecho, trepa la cabeza del caimán y en ella se mantiene erguida:

  —Aquí está el caimán —dice—; estoy sobre su cabeza.

  Las gentes dicen:

  —El caimán esta enojado. Has tenido relaciones con un hombre. Ya no eres virgen. ¡Oh, qué desgracia! Este día es maldito para nosotros. Eres una joven indigna.

  Al punto salen en busca de otra doncella. La primera, en tanto, se defiende con indignación:

  —¡Mienten! —dice—. Desde que nací no me ha tocado ningún hombre. No he compartido nunca el lecho de un hombre.

  Otra doncella ha consentido en dejarse sacrificar al caimán:

  —¡Voy allá!

  Llega. Sube también junto a la otra. Ahora se hallan las dos sobre la cabeza del caimán. Y su padre exclama:

  —El caimán está muerto.

  —Que todo el mundo se eche al río —permite entonces el rey—. Veremos si es verdad o no.

  Todo el mundo se echó al río y se convencieron de que el caimán estaba muerto.

  —Bueno —dijo el rey—. El primero que diga que ha matado al caimán, si puede probarlo, obtendrá de mí todo lo que pida.

  Un pelotón de embusteros gritó:

  —Yo lo maté. Yo vine aquí anoche. El caimán quería comerme, y lo maté.

  Cada uno relató un cuento para demostrar al rey que había dado muerte al caimán y cobrar la recompensa.

  Un cautivo que allí estaba recogió las ajorcas y las sandalias.

  —Estas son las ajorcas del vencedor —dijo—, y esta es su sandalia. El dueño de todo esto es el que ha matado al caimán.

  —Bien está —dijo el rey—. Quien pueda ponerse estas ajorcas y calzarse esa sandalia, si no le están demasiado grandes ni demasiado pequeñas ese es el que ha matado al caimán. Ese recibirá la recompensa.

  Todos intentaron la prueba. Pero a todos les salió mal.

  Entonces se adelantó la cautiva:

  —Ayer llegó el forastero —dijo—. Se apeó en mi cabaña. Al llegar me pidió agua. Le di agua corrompida, la única que tenía.

  Al dársela, me pegó. Luego se fue y estuvo fuera como unas tres horas, y al volver me dio agua fresca. No hay más que llamarlo para ver. Por mi parte, estoy segura de que es él quien ha matado al caimán.

  El rey envió gente a buscar al recién llegado:

  —Que me traigan al forastero. Díganle que el rey lo llama.

  Los enviados del almany se dirigieron a la cabaña. Hallaron a Samba acostado. Le dieron un golpe para despertarlo. Samba, furioso de que le interrumpieran su sueño, les descargó un puntapié.

  Entonces el rey envió otro hombre para probar a despertarlo.

  —Déjame dormir hasta que me harte —le gritó Samba—. Si viene alguno más, lo mataré.

  El emisario regresó, y contó el caso al rey.

  —Está bien —decidió el rey—. Esperaré hasta que acabe de dormir.

  Aguardan dos horas. Samba se despertó al fin. Fue al río.

  Saludó al rey, y el rey respondió a su saludo. Después le ofreció un sitio a su lado y lo invitó a descansar. Luego, tomando las ajorcas y la sandalia, y mostrándoselas, le preguntó:

  —¿Es tuyo esto?

  Samba sacó del bolsillo la otra sandalia y se calzó los dos pies.

  —Bueno —dijo el rey—, vendrás a hospedarte en mi casa.

  El rey le dio una gran cabaña muy alta, un verdadero palacio. Luego envió gente a buscar la impedimenta de Samba y trajo sus cautivos y su yegua. Todos se instalaron en el cercado del rey. Sacrificaron cantidad de carneros. Samba permaneció dos meses con el rey, y durante toda su estada Samba tuvo unas jóvenes a su disposición. Al cabo de ese tiempo, el rey llamó a su huésped.

  —¿Con qué propósito has venido a este país? ¿Qué necesitas?

  Y Samba respondió:

  —Sólo necesito guerreros.

  Ellel Bildikry convocó a los notables y les dijo:

  —El vencedor del caimán pide que le prestemos nuestros guerreros.

  —¡Ir hasta el Futa! —protestaron los notables—. ¿Cómo puede ser eso?

  —Este hombre —replicó el rey— ha sabido venir aquí desde el Futa. Hasta aquí ha llegado. Hacía un año que no podíamos renovar la provisión de agua. Ha dado muerte al que nos impedía beber, y en recompensa sólo pide nuestros guerreros. No hay manera de negárselos.

  —Bueno —declararon los notables—, lo que vamos a hacer es esto: existe un rey llamado Birama N’Gurori. Enviemos contra él a Samba Guenadio Diegui para que le quite los ganados y nos los regale. Entonces le prestaremos nuestros guerreros a iremos con él a combatir en su país.

  El consejo no tenía otro propósito que el de deshacerse de Samba con promesas falsas. Contaban con que perdiese la vida en su lucha contra Birama N’Gurori, porque este rey era muy poderoso.

  Para llegar al lejano país de Birama N’Gurori, necesitaba Samba atravesar por lo menos diez y ocho esteros, y entre cada dos esteros hay ocho días de camino y aún más. Cuidaban el ganado de Birama trescientos pastores vestidos unos y otros de albornoces y de pantalones rojos, tocados de gorros encarnados, calzados también de rojo y montados en caballos de jefe, en caballos blancos.

  Luego de atravesar los esteros, Samba llegó a los pastores:

  —Vengo a quitarles los toros —les dijo.

  —Estás loco —le respondieron—. Antes de quitárnoslos, habrías de matarnos a todos.

  —Vamos —ordenó Samba—, echen delante de mí y conduzcan el ganado donde yo les indique.

  Los pastores se negaron a obedecer. Se precipitaron sobre Samba, empuñando la lanza. Le tiraron lanzazos que no le penetran porque tiene buenos talismanes. Y Samba los mató a todos, con excepción de uno solo.

  Samba hizo prisionero al que quiso dejar vivo. Le cortó las orejas y le dijo:

  —Ve a contar a Birama N’Gurori que le he quitado sus rebaños.

  El hombre se fue. Llegó a la gran cabaña de Birama. El primero a quien pidió que fuera a comunicar al rey la degollina de los pastores y el robo del ganado le respondió rotundamente:

  —No, no quiero ir.

  Aquel día Birama estaba aún durmiendo. Una de sus mujeres, que estaba arreglándose la cabeza al estilo de los peules, dijo:

  —¿Cómo van a dar a Birama una noticia así?

  Las demás aconsejan que se llame a los griots con sus r’halems.

  Las mujeres se reunieron con la primera y con su hermana.

  Prepararon el mafelalo con hojas de árbol. Ya preparado, lo depositan suavemente junto a Birama, que duerme. Después recogieron «hamond» en los arbustos. El «hamond» es una goma perfumada que los wolofs llaman homunguené o tiuraye. El humo envolvió a Birama, y este se despertó.

  Vio a los griots, todos con sus violines, tocando.

  —¿Qué hay? ¿Qué significa esto? —Tales fueron sus primeras palabras al despertar.

  Un hombre se adelantó tembloroso:

  —Un peul ha acometido a tus pastores. Quería robarte el ganado…

  Sin dejarlo concluir, Birama lo mata:

  —¡El mismo Allah —gritó colérico—, el mismo Allah no podría quitármelos!

  Otro hombre se acercó y relató lo ocurrido, Birama también lo mató. De este modo mato a tres. Los otros huyeron.

  Entonces entró la hermana de Birama llevándole leche cuajada. Se la puso delante y le dijo:

  —A esto se reduce tu comida a partir de ahora desde que el peul ha robado tus rebaños. No hay otra cosa que darte.

  El rey Birama se montó en su caballo Golo, el alazán.

  Cabalgó lleno de furia y alcanzó a Samba Gueladio detrás de la aldea. Samba detuvo el rebaño y esperó tranquilamente a Birama.

  —¿Fuiste tú quien vino a robarme el ganado?

  —Sí, yo soy. Pero te dejaré una parte, si eso te contenta. Lo demás lo guardo para mí.

  —Quizás puedas hacerlo —dijo Birama—, pero antes habrás de matarme.

  Samba saca una pipa. Echa yesca, enciende y fuma una cuantas chupadas. Hecho esto, dice a Birama:

  —Como gustes. Decide lo que te plazca. —De este modo habló el rey.

  El Birama descarga un recio lanzazo contra Samba. La lanza se quiebra en dos pedazos. Toma rápidamente otra lanza y golpea de nuevo. Golpea con todas sus lanzas, hasta que no le queda ninguna intacta. Entonces Samba golpea a su vez. La lanza también se rompe.

  Entonces salta sobre su yegua y los dos pelean a caballo, y las cabalgaduras se destrozan y riñen furiosamente. Al fin, Samba vence, y Birama huye.

  Helos en el tata de Birama. El tata comprende lo menos ocho recintos cada uno con su puerta. Cuando Birama se presenta ante la primera, sus gentes lo dejan pasar y hacen fuego sobre Samba.

  Mientras no se disipa el humo de los disparos, los hombres creen que Samba ha perecido. Pero no es así, y ven que continúa persiguiendo al rey. Y, ante cada puerta, el mismo hecho se repite, hasta que Birama y Samba llegan al centro de las cabañas.

  Entonces Samba deja de perseguirlo:

  —Si no fuese porque tu hermana te protege, te mataría —dice al jefe—: pero yo soy su naulé (con génere) y no puedo desoír la súplica de quien no me ha ofendido.

  Entonces volvió al rebaño, separó trescientas cabezas y se las envió al rey, diciendo:

  —Es un regalo que hago a Birama y a su hermana.

  Aún le quedaba otro tanto, como premio de la victoria sobre Birama N’Gurori.

  —Tú eres un peul como yo —dijo al rey—. Por eso no quiero que te veas reducido a alimentarte de leche cuajada.

  Y se fue, con el resto del ganado.

  Llegó al pueblo de Ellel Bildikry:

  —Este es el ganado de Birama N’Gurori —dijo.

  —Está bien —respondió el rey.

  Los notables vinieron a hablar con el rey.

  —Ese hombre —le dicen— ha venido aquí, ha matado a Niabardi Dallo y, además, ha conseguido apoderarse de los rebaños de Birama. Nuestras abuelas decían que nadie había podido apropiárselos, y él lo ha logrado. Si vamos con él a la guerra, nos hará perecer a todos.

  —Ahora están obligados a proporcionarme guerreros —les dijo Samba.

  Y las mujeres del país gritaron:

  —Puesto que nuestros maridos tienen miedo de acompañarte, nosotras las mujeres iremos contigo.

  Ellel Bildikry llamó a Samba y le prometió los guerreros para dentro de unos días.

  La aldea tiene cuatro puertas. Ellel Bildikry manda cortar gruesos troncos de árbol. Se emplearán a manera de peldaños. El número de jinetes se tendrá por suficiente, cuando los cascos de los caballos hayan machacado la madera.

  Por cada salida, Samba ha visto desfilar durante varios días caballos y jinetes. En fin, se da por satisfecho.

  —Ahora, que salgan los peones —dijo.

  Y durante otros cuantos días asiste a la salida de los peones.

  —Esto basta —dijo—. Sólo nos queda partir.

  Entonces Samba se pone en camino hacia el Futa. Ya muy cerca, ordena a sus columnas que sigan marchando y se dirijan hacia la parte de N’Guiguilone, siguiendo la margen del río.

  Samba va a ver a su madre, que dejó al cuidado del Tunka.

  La columna consta de muchos caballos. El mismo día que Samba se separó de ella para ir a Tiyábo, en el Futa, Tunka se dijo: «Seguramente Samba se ha perdido en la selva». Y, perdiendo el miedo, expulsó de la aldea a la madre y a los cautivos de Samba.

  Los cautivos tomaron unos paños e hicieron una especie de techado, como en las tiendas de los moros, y la madre de Samba se metió debajo para resguardarse del sol. Después se dispersaron en la selva para buscar un poco de mijo, y, cada vez que veían a un hombre que transportaba su cosecha, lo seguían para recoger lo que pudiera caérsele. Regresaron con lo poco que hallaron; prepararon con ellos un mal alcuzcuz y se lo dieron a la madre de su amo para alimentarla, después de añadir unas hojas de árbol cocidas.

  Serían las dos, aproximadamente. Algunos cautivos permanecieron con la madre de Samba. De pronto oyen a un griot que vocifera:

  —¡Uldu Gueladio Diegui! —que quiere decir—: Temo a Samba, lo respeto como a mi amo.

  La voz es aguda y clara. Es la de Sevi. De seguro, es Samba que llega. Los cautivos exclaman:

  —Es la voz de un bambado. ¡Samba viene!

  Y la madre de Sevi dice:

  —Sí, sí; me parece que el que canta es mi hijo.

  Pero la madre de Samba responde tristemente:

  —El griot está loco para cantar así, porque mi hijo se ha perdido. Ya no lo veré nunca más.

  Pero de repente la yegua de Samba llega al río, y Samba atraviesa el agua montado en Umullatoma.

  Y el Tunka dice a sus gentes:

  —Cuando Samba pregunte por mí, díganle que hace mucho tiempo que he muerto.

  Samba está ahora al lado de su madre. La encuentra apartada del lugar:

  —¿Qué significa esto? —le pregunta.

  Y su madre le responde:

  —Ya vez, hijo mío, como nos ha tratado el Tunka desde que te fuiste.

  —Está bien —dice Samba por toda respuesta.

  Va a la casa del Tunka. Pregunta a la gente:

  —¿Dónde está el Tunka? Que me lo busquen.

  —El Tunka murió hace mucho tiempo.

  —Lléveme a su sepultura. Muerto y todo, encenderé una hoguera para quemarlo.

  Lo llevan un poco más lejos:

  —Aquí está enterrado el Tunka.

  Samba llama a unos hombres, les manda cavar en el sitio indicado y no encuentra nada.

  —Sáquenlo de su cabaña —ordena—. Lo necesito.

  Arrastra al Tunka hasta el centro de la aldea. Samba permanecía a caballo. Toma una rama y extiende el brazo:

  —Amontonen —dice— las joyas, el oro, los pendientes y las monedas, hasta que el montón llegue a la altura de mi mano.

  Empezaron a amontonar el oro, los pendientes y las monedas. Cuando el montón alcanzó un metro de altura, Sevi saltó de su caballo sobre el montón. Lo aplastó con su peso y dijo:

  —No es bastante alto. Pongan más.

  Siguen amontonando, y Sevi lo aplasta, hasta que Samba dice:

  —Ya es bastante.

  Enseguida Samba se dirige al Tunka:

  —Para que otra vez que deje a mi madre en tu casa, te acuerdes de lo que he hecho o no te extrañe que vuelva a empezar.

  Tomó consigo las telas, el oro, y se los dio a su madre y a su gente. Luego reanudó su camino.

  Fue hasta Uahuldé, en el Futa. Pasó de largo y continuó hasta encontrar a sus columnas en N’Guiguilone. Desde allí envió un mensajero a su tío Konkobo para decirle que se preparase, que iban a combatir en Bilbaci. Y avanzó en persona, desde N’Guiguilone.

  En ese momento, su tío estaba en Sadel, cerca de Kayaedi.

  Samba se dirige a su encuentro y ve que Konkobo lo espera con su ejército. En aquel tiempo, antes de dar batalla, se hacía un gran tam-tam, y el tema de guerra que servía a los griots se llamaba Alamari, y la danza que danzaban sólo estaba permitida a los jóvenes valientes que no sentían miedo. La danza se llamaba también Alamari y se bailaba con la lanza empuñada.

  El tambor de que hablo estaba cubierto con la piel de una doncella. Desde su puesto, Samba oyó el bullicio del tam-tam:

  —Bueno —dijo—: yo también voy allá. Quiero bailar el Alamari.

  Su griot, que se llamaba Sevi Malallaya, le pregunta:

  —¿Estás loco? Debes permanecer aquí hasta mañana.

  Samba responde:

  —Di lo que quieras; no te hago caso. Iré.

  Samba cruzó el río. Fue hasta el tam-tam y entró en la rueda de los circunstantes. Se cubrió la cabeza con el tonelete, se veló el rostro. Bailó con la lanza en el puño.

  Y cada uno se dijo:

  —¡Ese es Samba Gueladio Diegui!

  Pero él no dice palabra. Véanlo en el tam-tam. Llama a sus primos, los hijos de Konkobo Mussa, y les dice:

  —Vengan. Entremos en la cabaña de vuestro padre.

  Tenemos que hablar.

  Allí hay un cautivo llamado Mahundé Galé, que tiene un ojo malo. Su hijo le pregunta:

  —Papá, ¿cómo quieres combatir mañana estando así?

  —Tráeme un kilo de pimentón —responde el padre.

  Se aplica el pimentón al ojo enfermo, sujetándolo con una venda. Luego se acuesta y, cuando se quita la venda, tiene el ojo de color de fuego y dice:

  —Cuando la columna de Samba vea a un hombre con un ojo tan colorado, se dará a la fuga, llena de terror.

  A las seis de la mañana, las columnas de Samba y las de Konkobo comenzaron la batalla. Samba había permanecido acostado en la cabaña de Konkobo Mussa. Había pasado la noche bromeando con sus primos hasta la salida del sol. En ese momento les dijo:

  —Tráiganme agua para lavarme.

  Todo esto lo dice delante de mucha gente. Luego toma su lanza y sale del lugar. Atraviesa las columnas de Konkobo Mussa.

  Véanlo que se dirige a sus columnas. Véanlo ya en medio de ellas.

  Encuentra su yegua donde la dejó, atada a una estaquilla.

  Ordena que la ensillen, y su cautivo la ensilla. Se monta y sale al galope. Penetra en las columnas de Konkobo. Saca de la funda el fusil Bussalarbi y de cada disparo mata lo menos cincuenta guerreros.

  —¡Cómo! —se dicen los soldados de Konkobo—. Creíamos que, en cuanto empezara la batalla, las columnas de Samba emprenderían la fuga, y, lejos de eso, resisten todavía.

  Entonces, desalentados, abandonan a su jefe. ¡Hay que verlos cómo huyen! Pero Konkobo no es de los que huyen.

  Muerto su caballo, toma puñados de tierra y se rellena su serualla (pantalón). Si quisiera escapar, no podría, porque la tierra pesa mucho.

  Samba da muerte a cuanto se le pone delante. Véanlo frente a Konkobo que permanece de pie junto a su caballo muerto:

  —¿Qué hay, papá? ¿Qué le sucede?

  —Ya ves —responde Konkobo—, me han matado el caballo.

  Samba corre tras un jinete de Konkobo. Lo mata y trae el caballo.

  —¡Papá —le dice—, monta en este caballo y sigue combatiendo!

  Konkobo se pone en la silla. Se precipita sobre las columnas de Samba. El segundo caballo cae muerto.

  Samba acude de nuevo:

  —¡Vaya, papá! ¿Te han matado de nuevo el caballo?

  Entonces mata a otro jinete de Konkobo.

  —Papá —dice a su tío—, aquí tienes otra montura.

  Ocho veces por lo menos ha reemplazado Samba los caballos de su tío. Mata a los hijos de Konkobo, los destroza a todos.

  Véanlo ahora dueño del Futa.

  Lleva a su tío fuera de la aldea y le dice:

  —Quédate aquí para siempre. Pedirás limosnas.

  Cuando Samba murió y fue enterrado, un peul que pasaba cerca de la sepultura vio la cabeza del antiguo rey del Futa que sobresalía del suelo.

  —¡Ah! —dijo—: esta cabeza de cochino se figura que no ha muerto.

  Tomó el bastón y golpeó la cabeza. El bastón se rompió y una astilla le entró por un ojo al peul y le causó la muerte.

  Los bambados del Futa dijeron:

  —Samba no puede morir; él es quien mató al peul.

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