Sucedió, pues, que Macinga fue a casarse con unas mujeres; todas tuvieron hijos, pero la principal no los tuvo, y las otras mujeres la pusieron en ridículo; su mismo marido se burlaba de ella y no le guardaba ninguna consideración.
Se fue al campo y encontró una paloma; la mujer lloraba.
La paloma le pregunta:
—¿Por qué lloras, madre mía?
—Lloro porque me persiguen; se burlan de mí porque no tengo hijos; todos los días se ríen de mí: dicen que no soy mujer.
¡Como si estuviera en la mano de alguien el no tener hijos! Nadie puede impedirlo. Si no los tengo, pues, la culpa no es mía.
La paloma le dice:
—¿Deseas tener un hijo?
—Sí.
—Regresa a tu casa.
Le da unas habas, maíz y guisantes. Le da también un paquetico de espinas, y le dice:
—Al llegar a tu casa, cuece todo esto. Cuando esté a punto, lo viertes en el cesto redondo, después perforas los granos con una espina y te los comes uno por uno. Cuando acabes, ve a dar vuelta a la marmita, al pie de la pared de la cabaña, y verás lo que pasa.
Una vez en su casa, la mujer hizo todo cuanto le habían mandado. Entonces ve que se halla encinta. También le habían dicho que, cuando estuviese encinta, debía repetir todos los días:
«Tú, hijo de mis entrañas, no hables». El niño no debía hablar hasta que llegase su hora. E incluso después de nacido, la madre debía repetir lo mismo. Por eso decía:
—Tú, hijo de mis entrañas, no hables.
Y cuando nació, continuaba diciéndole:
—Tú, hijo que andas, no hables.
Cuando fue mayor iba con su padre al trabajo; iba también con el criado que le habían puesto, porque se hicieron esta cuenta:
«Aunque sea mudo, le daremos un servidor». El criado le estaba muy sumiso.
Cierto día, el mancebo se fue con las gentes que iban a labrar.
Mientras cavaban, pasaron unos pájaros volando. Macinga, el padre, dijo a sus hijos:
—Lo que es yo, de joven, habría perseguido a esos pájaros.
Volvieron a la casa, y al siguiente día salieron a labrar.
Pasaron de nuevo unos pájaros. Macinga dijo:
—Lo que es yo, de joven, habría perseguido a esos pájaros.
Regresaron a la casa, y en llegando, dijeron a sus madres:
—Prepárennos comida para el camino.
Preparadas que fueron, Sikulumé tocó a su madre, y le mostró las provisiones, los panes, y le pidió que le preparase cerveza y le cociese un pan. Su madre le preparó la cerveza y le hizo un pan. Entonces su padre dijo:
—¡Cómo! ¿Te figuras acaso que eres ya bastante mayor para viajar?
El mozo designado para jefe de los jóvenes, Makumana, dijo a sus hermanos que se pusieran en camino. Partieron. Sikulumé y su criado los seguían. Sus hermanos, enojados, volvieron atrás y le golpearon la calabaza llena de cerveza. La calabaza se rajó.
Sikulumé andaba, pero las cervezas se vertían.
Cuando llegaron, se metieron en los cañaverales y mataron los pájaros; de noche, salieron y los desplumaron. Pero el trueno comenzó a retumbar con fuerza.
Entonces Sikulumé habló a su servidor y le dijo:
—Veremos qué hacen ahora.
El criado brincó de alegría al oír que su mano empezaba a hablar… Pero Sikulumé le dijo:
—¡Cállate! No seas causa de mi muerte, porque van a preguntarte que por qué bailas de alegría.
Cayó un fuerte aguacero. Los servidores de Makumana se guarecieron bajó un árbol, Sikulumé dijo:
—¿Cómo van a resistir, si su jefe no les construye siquiera una casa? —El criado de nuevo se puso a saltar y bailar de alegría. Sikulumé le ordenó—: Estate quieto.
Entonces, los otros se dirigieron hacia donde estaba Sikulumé, porque allí no llovía, e interrogaron al criado:
—¡Eh, amigo! ¿Por qué bailas así?
Se había perforado un pie con una espina y cuando le preguntaron, respondió:
—¿Por qué bailo? Amigos míos, porque me he clavado una espina en el pie, mírenla. Lo mejor que pueden hacer es sacármela. —Y le sacaron la espina.
Entonces, Sikulumé fue hacia su hermano Makumana y le preguntó:
—¿Dónde va a dormir esta gente? Los pájaros están desplumados, pero no veo lumbre.
Entonces uno de los servidores exclamó:
—Me hago de Sikulumé, cazador de gorriones.
Y otro dijo:
—Me hago de Sikulumé, matador de gorriones.
Todos dijeron lo mismo; dejaron al jefe con quien habían venido, en el cual habían tenido confianza.
Pero Sikulumé dijo:
—No necesito servidores. Tengo uno, y me basta.
Pero no pudo impedir que se pasaran a él.
Entonces comenzó a edificar una cabaña. Tomó una caña, la arrojó, y la caña se convirtió en una empalizada. Tomó una liana, la lanzó, y la liana se convirtió en techumbre. Tomó una bola de arcilla, la arrojó en la cabaña, y quedó guarnecida toda la pared.
Tomó un junco, lo disparó, y el junco se convirtió en cantidad de esteras. Tomó un carbón, lo arrojó en la cabaña, y se encendió lumbre. Entraron, se calentaron, y prosiguieron desplumando pájaros.
Sikulumé les dice:
—Corten las cabezas de los pájaros y déjenlas aquí.
Así lo hicieron. Cuando dormían Sikulumé tomó las cabezas de los pájaros y las colocó alrededor de la cabaña.
Durante la noche; un ogro vino a traerles comida, cantando:
El hombre tiene una pierna. ¡Anda que anda!
Pronto se irá la carne humana. ¡Anda que anda!
Vamos a buscarla. ¡Anda que anda!
Cuando llegó a la choza se comió las cabezas de pájaro, haciendo:
—¡Pfotio! ¡Me como una cabeza! ¡Crac! Me como un pájaro. —Al acabar de engullírselos, dijo—: ¡Uf! Ya puedo regresar. ¡Uf! Ya puedo regresar. Cuando me haya comido a Makumana, cuando me haya comido además a Sikulumé, cazador de gorriones, engordaré, engordaré hasta los artejos.
Ido el ogro, Sikulumé interrogó a sus servidores:
—¿Quién les ha dado las provisiones que están comiendo?
—¡Tú!
—De ningún modo. ¿De dónde iba a sacarlas? Yo no se las he dado; el ogro los sustenta. —Se negaron a creerlo, pero él les dijo—: Bien está. Ustedes verán.
Por la noche, cuando Sikulumé sintió llegar al ogro —les había atado un bramante a los dedos de los pies—, tiró del bramante. Se despertaron, y oyeron al ogro cantar las mismas palabras que la víspera:
—¡Cuando me haya comido a Makumana, cuando me haya comido además a Sikulumé, cazador de gorriones, engordaré, hasta los artejos!
Entonces empezaron a tener miedo, y dijeron:
—Volvámonos a casa.
Pero él les dijo:
—¿Qué temen? No tengan miedo. Quédense aquí hasta concluir lo que han venido a hacer.
Con el alba salieron a cazar pájaros y regresaron. Después, fabricados los airones de pluma que habían venido a buscar, Sikulumé les dijo durante la noche:
—Prepárense a huir y volvamos a casa.
Partieron, pues, muy de madrugada.
Sikulumé había dejado el airón de plumas en la puerta de la choza. Lo había dejado adrede en el momento de salir. Entonces dijo a sus servidores:
—He olvidado el airón. ¿Con cuál de ustedes puedo regresar a buscarlo?
Todos exclaman:
—Nos da miedo volver.
Uno de ellos dice:
—Te regalaré un buey que tengo en casa.
Y otro:
—Te daré a mi hermana.
Y otro:
—Puedes quedarte con mi mujer.
—Y otro:
—Te daré todas las cabras que hay en casa.
Entonces Sikulumé les dice:
—Puesto que se niegan a venir conmigo, escuchen: cuando se pongan en camino sigan el de la izquierda, no tomen el de la derecha. Si toman el camino de la derecha, verán que van a dar a una aldea grande.
Partieron, pues, y así que caminaron un poco, tomaron el de la derecha y llegaron a la vista de una aldea grande. Entonces comenzaron a temer y decían:
—Es lo que Sikulumé nos había dicho… Desandemos el camino.
Volvieron atrás, hasta el sitio en que se habían separado de Sikulumé.
En tanto, Sikulumé preguntó a su servidor:
—¿Vendrás conmigo, o tienes miedo?
Su servidor le respondió:
—¿Tendría yo el descaro de abandonarte aquí, en la selva, habiéndote servido siempre en casa? Desde que naciste te he servido. Iré contigo, ciertamente.
Cuando llegaron, Sukulumé halló en la choza gran número de ogros, porque los había convocado el mismo que llevó las provisiones a los jóvenes. Había, entre otros, una ogresa vieja, sentada al pie de la pared de la choza. Lo ogros se entretenían en pasarse de mano en mano el airón olvidado, y decían:
¡Tutchi! ¡Tutchi! Dámelo.
Los ogros pequeños decían (con voz infantil):
¡Tutchi! ¡Tutchi! Dámelo.
Y otros (los viejos) decían (con voz cascada):
¡Tutchi! ¡Tutchi! Dámelo.
La vieja decía también:
¡Tutchi! ¡Tutchi! Dámelo.
Unos dijeron:
—No se lo den.
Y otros:
—Dénselo.
Acabaron por dárselo.
Sikulumé, que se había escondido detrás de la empalizada, arrancó el airón de manos de la ogresa sin que ella lo notara, porque era muy vieja, y huyó. Entonces los otros preguntaron a la vieja:
—¿Dónde está el airón?
Ella respondió:
—¡Hizo zut!
Le preguntaron de nuevo:
—¡Hizo zut!
—Pretende que se lo han robado. Corramos en pos de nuestro pedacito de carne.
En tanto, Sikulumé llegó junto a sus compañeros y les preguntó:
—¿Por qué han abandonado el camino que les recomendé tomar? ¿Qué han encontrado?
—No hemos visto nada —respondieron.
Los ogros los perseguían cantando:
¡Se nos fue la carne! ¡Anda que anda!
¡Vamos a su alcance! ¡Anda que anda!
En efecto, alcanzaron a Sikulumé. Este les dijo:
—Bueno, pónganse en hilera.
Se pusieron en hilera. Entonces comenzó a cantar esta canción:
¡Oh! ¡En este país, en este país no acostumbramos comernos a la gente!
Los ogros cantaban también:
¡Oh! ¡En este país, en este país no acostumbramos comernos a la gente!
Unos exclamaron, no obstante:
—¿Vamos a consentir que nuestro pedacito de carne regrese a su casa?
Otros respondieron:
—Dejemos que se vaya, puesto que hemos aprendido esta canción; eso basta, porque en adelante la cantaremos al comer.
Cuando los ogros se fueron, los jóvenes se marcharon también y llegaron a la aldea grande. Todas las gentes del lugar fueron a saludarlos. Ellos no contestaron. Entonces una vieja dijo:
—¡Salud, señores míos!
Respondieron ellos:
—¡Ji-jí!
Los otros exclamaron:
—¡Anda! Sólo responden cuando les saluda una vieja.
Intentaron darles de nuevo la bienvenida. Pero ellos se callaron. Las gentes del lugar dijeron a la vieja:
—Repítelo, abuela.
La vieja lo repitió y dijo:
—¡Salud, señores míos!
Y ellos hicieron:
—¡Ji-jí!
Al ponerse el sol les mostraron una choza grande para que durmieran en ella; se negaron a entrar. Les llevaron a casa de la vieja y consintieron en quedarse allí.
Por la noche las gentes se concertaron para llevarles de comer.
Sikulumé tomó un poco de cada cosa y se lo ofreció al perro que lo acompañaba; el perro se negó a comerlo. Entonces desparramaron por el suelo aquella comida. La vieja les molió mijo, coció la masa y se la dio. Sikulumé tomó un pedazo y se lo ofreció al perro, que se lo comió. Entonces comieron ellos también.
Cuando llegó la noche, las gentes del lugar dijeron a sus hijas:
—Vayan a divertirse con esos pretendientes que han venido.
Y fueron a dormir con ellos en la choza. Entonces Sikulumé tomó el cobertor de una de las jóvenes y se tapó con él. Cuando las gentes de la aldea, durante la noche, quisieron matar a los jóvenes y buscaron a Sikulumé para asesinarlo, resultó que mataron a su propia joven; pero no se dieron cuenta de ello.
En tanto, el jefe de la aldea había convocado a sus gentes para ir a labrar el campo al siguiente día. Hallándose todos en la labranza, Sikulumé dijo a la vieja:
—¿Quieres un pastel?
La vieja le respondió:
—Sí.
Entonces molieron harina y la mezclaron con tabaco, cáñamo y otras drogas, y se lo dieron. Mientras comía, la vieja dijo:
—Esta es tu ración —y se la dio a su hijo—. Y esta es para ti —y se la dio al nieto. La vieja añadió. —Mira cómo lo devoran y se regalan y a mí no me dejan nada…
Respondieron ellos:
—Come y calla, abuela.
Cuando hubo comido perdió la cabeza.
Entonces Sikulumé dijo a sus servidores:
—¿Y si nos apoderásemos de los bueyes y nos los llevásemos?
En efecto, reunieron los ganados del país y se fueron.
Cuando las gentes de la aldea se hallaban labrando el campo, el criado del jefe le dijo:
—Cualquiera diría que aquella polvareda la levantan los bueyes.
Las gentes respondieron:
—No es polvareda de ganado. Es la polvareda que levantan los labradores.
El criado repitió:
—Cualquiera diría que es la polvareda de los bueyes.
Las gentes insitieron:
—¡Que no! Los bueyes están en la aldea con las gentes para las que estamos aquí labrando.
Pero como seguía sosteniendo la misma cosa, el jefe dijo al criado:
—Vete a ver, y acabamos; no haces más que molestar mientras trabajamos.
El criado fue a ver, en efecto, y en el camino encontró a la vieja. La interrogó:
—¿Adónde vas?
Pero ella no pudo responder nada. Cogió un puñado de tierra y la tiró al aire. Tenía las rodillas desolladas.
Cuando el criado llegó a la aldea ya no estaba el ganado: fue a decírselo a sus gentes, y regresaron todos.
Entonces el jefe les dijo:
—Gentes de Monombela, nuestro pedacito de carne se fue.
Provéanse de canastas y cuchillos.
Y se lanzaron a la persecución. El jefe, Monombela, hizo estallar una tormenta para detener a los fugitivos. Sikulumé dijo a sus servidores:
—Métanse debajo de los bueyes.
Reanudaron la fuga, y cuando las gentes de Monombela llegaron a aquellos sitios se encontraron con que Sikulumé y sus servidores los habían ya abandonado.
—¡Ah! Han estado aquí.
Siguieron corriendo tras ellos. Sikulumé hizo aparecer un río y los pasó con sus servidores y el ganado. Cuando llegaron los perseguidores gritaron a los fugitivos:
—¿Cómo han atravesado el río?
Sikulumé respondió:
—Por aquí, valiéndonos de esta cuerda.
Les lanzó la cuerda, y ellos la agarraron. Cuando los vio en medio del río soltó la cuerda, y se los llevó la corriente. Otra vez repitieron la prueba. Y entonces dijeron:
—Pronto habremos muerto todos. Volvamos atrás.
Pero Monombela gritó a Sikulumé:
—Si no quieres convertirte en elefante, ni en búfalo, ni en otro animal, transfórmate en cebra.
Sikulumé, en efecto, se convirtió en cebra y salió galopando:
¡Hua-huá! ¡Hua-huá!
Cuando regresaron a la aldea, las gentes de Monombela hallaron a la joven muerta y se la comieron.
En cuanto a Sikulumé, una vez que se transformó en cebra, su servidor se ciñó la cola, y la cebra partió a la carrera y llegó a la plaza de la aldea. El servidor dijo a su madre:
—Pon agua a cocer hasta que hierva.
Se la echó al animal, que volvió a ser hombre. Sikulumé reunió los bueyes y se fue con su ganado a casa de su tío materno.
Entonces sus hermanos fueron a decir a su padre:
—Para nosotros, ahora, Sikulumé es quien nos ha salvado.
Los servidores le dijeron:
—Te dijimos que al regreso te pagaríamos.
Pero él respondió:
—No me den nada. Es lo más natural que los haya salvado, como hijos de mi padre.
Sikulumé tomó, pues, sus ganados y fue a vivir en casa de sus tíos maternos.
Su padre quiso seguirlo; pero Sikulumé le dijo:
—¿No decías tú que no habías engendrado un hijo normal, sino un imbécil? No quiero vivir contigo.
Sin embargo, cuando le dieron excusas y su padre le explicó que desconocía que él fuese como los demás, Sikulumé consintió en vivir con él.
A su llegada, dieron a Sikulumé la realeza de la comarca. Su servidor recibió también su parte. Su padre ya no se ocupaba de negocios; los examinaba Sikulumé, que daba cuenta a su padre sólo después de resolverlos. Sus hermanos se marcharon y fueron establecidos de jefes de otras tantas pequeñas comarcas; lo mismo sucedió con Makumana, aquel que había dicho: «Este es el jefe».
A él también lo pusieron al frente de una pequeña comarca.
Aquí se acaba.
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