Un cultivador tenía un lugan sembrado de mijo, ya maduro.
Todos los días, dos pajarillos venían a comerle el grano.
Con crines de caballo fabricó unos lazos de nudo corredizo y los ató a los tallos del mijo. Uno de los pajarillos —el macho— quedó prendido en el lazo.
El hombre le arrancó las plumas de la punta de las alas, para que no volase. Después se lo dio a sus hijos, diciéndoles que le cortasen el cuello.
Los niños tomaron un cuchillo. Pero antes de que cumpliesen la orden de su padre, la hembra del prisionero se presentó, y revoloteando en torno, les gritó:
—¿Por qué quieren cortar el pescuezo a mi marido?
Los niños no respondieron. El propio macho gritaba:
—Amiga mías, déjalos.
Empezaron a desplumar al pájaro. La hembra, entonces, volvió, y les preguntó:
—¿Por qué despluman a mi marido?
—Deja que lo hagan —respondió el macho.
Se pusieron a descañonarlo:
—¿Por qué lo descañonan?
—Amiga mía, deja que lo hagan.
Al partirlo, al echarlo a cocer, y al comérselo, la hembra preguntó por qué hacían aquello. Y cada vez el macho le aconsejaba que lo dejase y se resignara.
En cuanto se lo comieron, todos los niños se convirtieron en pajarillos de la misma especie. Estos son los que ahora vemos. Antes, sólo habitaban en la tierra los dos cuya historia acabo de contar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario