En el país de los bambaras hay una región que llaman Baninko, a causa del río Baninko, que la cruza antes de ir a arrojarse en el Dioliba (Níger), no lejos de Bamako, a unos tres días de camino de esta ciudad. En el país de Baninko se encuentra una aldea llamada Tiendugu. Es una ciudad más grande que Faranah y muy próxima al río Baninko. Un hombre de esta aldea, llamado Bandingu Kulubaly, iba un día a su lugan. En el camino encontró a una diablesa que, desde el árbol donde estaba oculta, lo había visto venir y lo encontraba a su gusto. La mujer pensaba que Bandingu no le haría ascos, porque, como todas las diablesas, era muy bonita y, por otra parte, los hombres tienen poca costumbre de hacerse de rogar.
Salió, pues, a su encuentro, y sin más rodeos le preguntó:
—¿Adónde vas?
—Voy a mi lugan.
—Bien; quiero que seas mi buen amigo.
Y el joven:
—No deseo otra cosa, porque eres muy bonita.
Bandingu deja en el suelo el fusil, que llevaba siempre consigo para el caso de encontrar una corza. Comenzó a hacer «tonterías». Él y la diablesa hacían lo que se hace siempre en casos tales, y la conversación tocaba a su fin, cuando de pronto apareció el diablo. Ante aquel espectáculo, se enfada, y descarga al hombre un estacazo. Como puedes figurarte, la diablesa no se alegró. Comienza a injuriar a su marido y a disputar con él.
Bandingu se aprovecha para escaparse a todo correr, dejándose el fusil. El diablo lo recogió para sí.
Pero desde aquel día, el diablo de que te cuento está furioso y como loco. No puede ver a ninguno de la aldea sin pegarle como un energúmeno. Hasta ha llegado a matar a una pobre mujer, porque su cólera era tal que no acertaba a vengarse de otra manera.
Me preguntas de qué hechura son estos diablos. No he visto ninguno, pero los que los han visto dicen que tienen el pelo largo, tan largo, que les sirve de almohadón para sentarse. Unos son altos; otros bajos; pero todos tienen cuatro ojos: dos en el sitio ordinario y dos en la frente. Es todo lo que sé de ellos. No te olvides de mi bunia.
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