jueves, 28 de febrero de 2019

EL ALMA DE FRAY VENANCIO

Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sino del alma de un padre mercedario que vino del otro mundo, no sé si en coche, navío o pedibus andando, con el expreso destino de dar un susto de los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fué tan popular como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.
De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasen espíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historia de los hijos de Noé, que fueron cinco, y se llamaron Bran, Bren, Brin, Bron, Brun, como dicen las viejas. Pero es el caso que una niña, muy guapa y muy devota a la vez, me ha pedido que ponga en letras de molde esta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el compromiso.
¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa
el ánima que está en pena!
era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelo pedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cual contestaba siempre algún chusco completando la redondilla:
que se queme en hora buena,
que yo me voy a mi casa.
I
El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente como dos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y no andan al morro por centavo más o menos de la herencia.
En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron el noviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.
Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades con cerquillo.
No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermones gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, y ni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalo callejero o una querella capitular.
Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche se les encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos! ¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!
Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y de austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla, y pare usted de contar.
Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque no mundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupación constante.
Los dominicos, agustinos, franciscanos y hasta juandedianos y barbones o belethmitas ostentaban con orgullo, en su primer claustro, las principales escenas de la vida de sus santos patrones, pintadas en lienzos que, a decir verdad, no seducen por el mérito de sus pinceles.
¡Qué vergüenza! Los mercedarios no adornaban su claustro con la vida de San Pedro Nolasco.
Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita de envidia.
Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio, y lo que hizo voto de realizar en pro del decoro de su comunidad.
El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyó irrealizable el propósito, pues los lienzos no los pintan ángeles, sino hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan. Según el cálculo de ambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra.
El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que con fe y constancia se allanan imposibles y se realizan milagros. Y entre ellos no se volvió a hablar más del asunto.
Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.
Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de papel; pues la honorabilidad del mercader, hombre que diariamente cumplía con el precepto, que comulgaba en las grandes festividades y que era mayordomo de una archicofradía, se habría ofendido si alguno le hubiese exigido recibo u otro comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga usted hoy lo propio, y verá dónde le llega el agua.
Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio, cuando una noche se sintió éste acometido de un violento cólico miserere, enfermedad muy frecuente en esos siglos, y al acudir fray Antolín encontró a su alter ego con las quijadas trabadas y en la agonía. No pudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia, y fray Venancio fué al hoyo.
El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que nadie le reclamase el depósito, llegó a encariñarse con él y a mirarlo como cosa propia. Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarse sin lucir su gallardía en cuadro al óleo.
II
Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.
Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que se posaba en su frente.
Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos esparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos.
A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado fray Venancio.
—No te alarmes—dijo el aparecido—. Dios me ha dado licencia para venir a encomendarte un asunto. Ve mañana al mediodía al portal de Botoneros y pídele a don Marcos Guruceta seis mil pesos que le di a guardar, y que están destinados para poner en el primer claustro la vida de nuestro santo patrón.
Y dicho esto, la visión desapareció.
El padre Antolín se quedó como es de presumirse. Cosa muy seria es ésta de oír hablar a un difunto.
Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de la orden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado.
—Nada se pierde, hermano—contestó el superior—, con que vea a Guruceta.
En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba al mostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido. Don Marcos se subió al cerezo y díjole que era un fraile loco o trapalón.
Retiróse mohino el comisionado; pero al llegar a la portería de su convento, salióle al encuentro un fraile en el cual reconoció a fray Venancio.
—Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?
—Malísimamente, hermano—contestó el interpelado—. Guruceta me ha tratado de visionario y embaucador.
—¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que, si no se allana a pagarte, voy yo mismo dentro de cinco minutos por mi plata.
Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por la puerta de la tienda, le dijo:
—¿Vuelve usted a fastidiarme?
—Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocos instantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted. Yo me he adelantado a esperarlo.
Al oír estas palabras, y ante el aplomo con que fueron dichas, experimentó Guruceta una conmoción extraña, y decididamente temió tener que habérselas con un alma de la otra vida.
—Que no se moleste en venir fray Venancio—dijo tartamudeando—. Es posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidado que me dió dinero. Sea ello lo que fuere, pues el propósito es cristiano y yo muy devoto de San Pedro Nolasco, mande su paternidad un criado por las seis talegas.
La religiosidad de los limeños suplió con limosnas y donativos la suma que faltaba para el pago de pintores, y un año después, en la festividad del patrón, se estrenaban los lienzos que conocemos.
Tal es la tradición que, en su infancia, oyó contar el que esto escribe a fray León Fajardo, respetabilísimo sacerdote y comendador de la Merced.

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