jueves, 28 de febrero de 2019

El Cielo, la araña y la Muerte

El Cielo tenía una selva llena de ortigas. Dijo que daría a su hija en matrimonio a quien desbrozara la selva. Entonces llega el elefante, toma una hoz y comienza a desbrozar. Pero el Cielo declara que quien, al desbrozar la selva, se rasque, no obtendría la mano de su hija; al contrario, el que desbrozase la selva sin rascarse se casaría con la jovencita.

  El elefante empieza, pues, a desbrozar la selva; pero enseguida se rasca, se rasca. Entonces los hijos del Cielo van a decirle:

  —El elefante se rascó.

  —No sabe desbrozar la selva —dice el Cielo.

  Y quita a su hija de entre las manos del elefante.

  Llama a todos los animales salvajes, que acuden en gran número, pero no consiguen desbrozar la selva sin rascarse.

  Entonces la araña dice que también ella desea probar; se pone a desbrozar la selva, y dice a Uré, la hija del Cielo.

  —¿Sabes cuál es el buey que van a coger para que me lo hagan de comida? Uno que «por salva sea la parte» es negro, por esta otra colorado y por esta otra blanco.

  Y mientras decía esto, la araña se rascaba; pero los hijos del Cielo no fueron a decir a su padre que la araña estaba rascándose. Así pudo la araña terminar de desbrozar la selva. Y el Cielo le dio a su hija en casamiento y, de regalo, un buey.

  La araña dijo:

  —Este buey es mío; no quiero que las moscas se le posen encima para comérselo.

  Y se va a un sitio en que no hay moscas, con el objetivo de matar al buey y comérselo. Se fue muy lejos. Cuando llegó se le había apagado el fuego. Y entonces dice a su niñito, que se llamaba Aba-kan:

  —Aba, ve a que te den un poco de aquella lumbre que ves allá para que nos comamos el buey.

  Aba fue allá: era la Muerte, que dormía. Aba-kan vio un ano rojo, y, creyendo que era la lumbre, tomó una astilla y la acercó al ano de la Muerte para encenderla. Al sentirlo, la Muerte se despierta y pregunta:

  —¿Quién va?

  Aba-kan responde:

  —Es papá, que me envía a decirte que vengas para comernos el buey.

  Y la Muerte va.

  En cuanto la araña ve a la Muerte dice:

  —Sí, le había dicho a Aba-kan que te llamase.

  —Bueno, pues aquí estoy —dice la Muerte—. Matemos al buey y comamos.

  Y mataron al buey.

  —Dame una paleta —dice la Muerte.

  La araña toma una paleta y se la da a la Muerte, que la engulle de un bocado, y dice a la Araña:

  —Dame el buey entero.

  La araña se lo da, y la Muerte, sin moverse de su sitio, se lo traga entero.

  La araña había dicho bien:

  —No quiero que las moscas me toquen el buey. Pero ya la Muerte se lo había comido entero, y no quedaba nada para la araña.

  Se acabó.

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