jueves, 28 de febrero de 2019

La leyenda de Ngurangurane, el hijo del cocodrilo

Había una vez, hace mucho tiempo, mucho tiempo, un muy grande hacedor de fetiches, y era Ngurangurane, hijo del cocodrilo.

  Como nació, es la primera cosa que verán; lo que hizo y cómo murió, es la segunda. Contar todas sus acciones es imposible, ¿ni quién, por otra parte, las recordaría?

  Cómo nació, es la primera cosa:

  En aquella época los fan vivían al borde de un río grande, grande, tan grande que no se podía ver la otra orilla; pescaban desde la margen. Pero no entraban en el río; nadie les había enseñado aún a abrir canoas; quien les enseñó fue Ngurangurane.

  Ngurangurane enseñó este arte a los hombres de su familia, y su familia eran los hombres, eran los fan.

  En el río vivía un cocodrilo enorme, el amo de los cocodrilos; su cabeza era más larga que esta cabaña, sus ojos más gordos que un cabri entero, sus dientes partían un hombre en dos pedazos como yo parto una banana, ¡criss! Estaba cubierto de escamas enormes; un hombre le disparaba unos dardos: to to; pero pfut, el dardo rebotaba; ya podía ser el hombre más robusto: pfut, el dardo rebotaba. Era un animal terrible.

  Un día fue a la aldea de Ngurangurane, el cual no había nacido aún. Y el que mandaba a los fan era un gran jefe y mandaba a muchos hombres. Mandaba a los fan y a los muchos otros.

  Ngan Esa fue, pues, un día a la aldea de los fan y llama al jefe:

  —Jefe, yo te llamo.

  El jefe acude enseguida. Y el jefe cocodrilo dice al jefe hombre:

  —Escucha atentamente.

  El jefe hombre contesta:

  —Orejas; es decir, estoy escuchando.

  —Esto es lo que has de hacer desde hoy. Tengo hambre todos los días, y pienso que la carne de hombre me sienta mejor que la carne de peces. Todos los días amarrarás un esclavo y me lo traerás a la orilla del río; un día un hombre, una mujer al día siguiente, y el primer día de cada luna, una joven bien pintada con el baza y reluciente de grasa. Así lo harás. Si te atreves a desobedecer, me comeré toda la aldea. Y se acabó. Cállate.

  Y el jefe cocodrilo, sin añadir palabra, se volvió al río. En la aldea comenzaron las lamentaciones fúnebres. Cada cual dijo:

  —Muerto soy.

  Cada cual lo dijo: el jefe, los hombres, las mujeres.

  Al siguiente día, de mañana, cuando sale el sol, el cocodrilo jefe estaba al borde del río. ¡Wah! ¡Wah! Sus fauces enormes eran más largas que esta cabaña; sus ojos, gordos como un cabri entero. ¡Los cocodrilos que hoy se ven, ya no son cocodrilos! Y se dieron prisa a llevar al cocodrilo jefe lo que había pedido: un día un hombre, una mujer al siguiente, y el primero de cada luna una doncella ornada de rojo y de aceite, reluciente de grasa. Se hizo cuanto el cocodrilo jefe había ordenado, y nadie se atrevió a desobedecer, porque tenía en todas partes sus guerreros, los cocodrilos.

  Y el nombre de este cocodrilo era Ombure; las aguas obedecian a Ombure, las selvas obedecían a Ombure, sus «hombres» estaban en todas partes, era jefe de la selva, pero, sobre todo, era jefe del agua. Cada día devoraba un hombre, o una mujer, y estaba muy contento, y en buena amistad con los fan. Pero estos habían acabado por dar todos sus esclavos, y el jefe había entregado todas sus riquezas por comprar más. Ya no le quedaba caudal, ni un colmillo de elefante. Y tenía que dar un hombre, un hombre fan. Y el jefe de los fan reunió a todos sus hombres en la cabaña común; les habló mucho tiempo, mucho tiempo, y después, los otros guerreros hablaron también mucho tiempo. Cuando la conversación terminó, todos estaban de acuerdo y sentían con un sólo corazón que era necesario partir. El jefe dijo entonces:

  —Esta cuestión está zanjada. Iremos lejos, lejos de aquí, allende las montañas. Cuando estemos lejos, muy lejos del río, allende las montañas, Ombure no podrá alcanzarnos, y seremos felices.

  Resolvieron no renovar la sementera, y que al acabar la estación, toda la tribu abandonaría las orillas del río. Así se hizo.

  Al comenzar la estación seca, cuando están bajas las aguas y es agradable viajar, la tribu se pone en marcha. El primer día fueron deprisa, deprisa, tan deprisa como les fue posible. Cada hombre apresuraba a sus mujeres, y las mujeres, apretando el paso, caminaban en silencio, doblegadas bajo el peso de las provisiones y los utensilios de casa, porque se lo llevaban todo: marmitas, platos, monteros, canastas, sables y azadas; cada mujer llevaba su carga, y carga muy pesada. Carga pesada, porque, además de todo eso, llevaban el manioc que habían secado.

  Carga pesada porque tenían también que llevar a los hijos, los más pequeños que no sabían andar, y los que no podían andar, y los que no podían andar mucho tiempo.

  Y era menester guardar silencio. Los hombres callaban, y las mujeres callaban y los niños lloraban; pero las madres les decían:

  —Callen.

  El gran jefe iba delante; dirigía la marcha, porque era el que conocía mejor el país; había cazado mucho, y llevaba al cuello un collar de dientes de mono grande. Era, en efecto, un gran cazador.

  El primer día, muchos miraban atrás, creyendo oír al cocodrilo: ¡Wah! ¡Wah!, y el que iba en la cola sentía enfriársele el corazón. Pero no se oía nada. El segundo día, la caminata fue la misma, y no se oyó nada. El tercer día, la caminata fue la misma, y no se oyó nada.

  En tanto, el primer día salió del agua el cocodrilo jefe, según costumbre, para ir al sitio donde solían poner el esclavo que le destinaban. Llega: ¡Wah! ¡Wah! Nada. ¿Qué es esto? Enseguida toma el camino de la aldea.

  —Jefe de los hombres, yo te llamo.

  ¡Nada! No oye ruido alguno; entra, todas las cabañas están abandonadas: va a las plantaciones, las plantaciones están abandonadas: ¡Wah! ¡Wah! Recorre todas las aldeas, todas las aldeas están abandonadas: recorre todas las plantaciones, todas las plantaciones están abandonadas.

  Ombure, dominado por un furor espantoso, se sumerge en el río para consultar al fetiche, y canta:

 
    Vosotros que mandáis en las aguas,

    espíritus de las aguas,

    vosotros que estáis a mi mandar, yo os llamo,

    venid, venid a la voz de vuestro jefe,

    responded sin tardanza, responded al punto.

    Enviaré el relámpago que al pasar quiebra los cielos,

    enviaré el trueno que al pasar lo rompe todo,

    enviaré el viento de la tempestad

    que al pasar arranca los bananeros,

    enviaré la tormenta que cae de la nube y lo barre todo.

    Y todos responderán a la voz de su jefe.

    Vosotros todos que me obedecéis, indicadme el camino,

    el camino que han tomado los fugitivos.

    Espíritus de las aguas, responded.
 

  Pero con gran sorpresa suya, los espíritus de las aguas no responden, ni uno solo responde.

  ¿Qué había sucedido? Esto. Antes de salir de su aldea, el jefe de los hombres había ofrecido grandes sacrificios. Había ofrecido un gran sacrificio a los espíritus de las aguas, pidiéndoles que permanecieran mudos, y habían prometido. Habían prometido: Nada diremos.

  Ombure comienza un conjuro todavía más fuerte.

 
    Vosotros que mandáis en las aguas, espíritus de las aguas,

    Vosotros que estáis a mi mandar, yo os llamo.
 

  Y los espíritus de las aguas, forzados a obedecer, comparecen ante Ombure:

  —¿Dónde están los hombres, han pasado por vuestros caminos?

  —No hemos visto nada, no han pasado por nuestros caminos.

  Y Ombure dice:

  —No han pasado por los caminos del agua; los espíritus de las aguas no pueden desobedecerme.

  Y llama a los espíritus de las selvas:

 
    Vosotros que mandáis en las selvas,

    espíritus de las selvas,

    vosotros que estáis a mi mandar, yo os llamo,

    venid, venid a la voz de vuestro jefe.

    Responded sin tardanza, responded al punto.

    Enviaré el relámpago que al pasar quiebra los cielos,

    enviaré el trueno que al pasar lo rompe todo.

    Enviaré el viento de la tempestad

    que al pasar arranca los bananeros,

    enviaré la lluvia de tormenta que cae de la nube y lo barre todo.

    Y todos responderán a la voz de su jefe.

    Vosotros todos que me obedecéis, indicadme el camino,

    el camino que han tomado los fugitivos.

    Espíritus de las selvas, responded.
 

  Pero con gran sorpresa suya, de todos los espíritus de las selvas, ni uno responde, todos se callan.

  ¿Qué había pasado? Esto. Antes de salir de su aldea, el jefe de los hombres había ofrecido grandes sacrificios. Había ofrecido un gran sacrificio a los espíritus de las selvas, pidiéndoles que permanecieran mudos, y habían prometido: Nada diremos.

  Ombure comienza un conjuro más fuerte:

 
    Vosotros que mandáis en las selvas, espíritus de las selvas.

    Vosotros que estáis a mi mandar, yo os llamo…
 

  Y los espíritus de las selvas, forzados a obedecer, comparecen ante Ombure:

  —¿Dónde están los hombres, han pasado por vuestros caminos?

  Y los espíritus de las selvas responden:

  —Han pasado por nuestros caminos.

  Y sucesivamente, Ombure llama a los espíritus del día, a los espíritus de la noche, y gracias a ellos, averigua por dónde han pasado los fan.

  ¡Le han dado la noticia!

  Y cuando Ombure terminó sus conjuros, conocía el camino que habían tomado los fan fugitivos. En vano habían disimulado el rastro. Ombure conocía su camino. ¿Quién se lo había dicho?

  El relámpago, el viento, la tempestad se lo habían dicho: el relámpago, el viento, la tempestad se lo habían enseñado.

  Los fan continuaron su camino mucho tiempo, mucho tiempo. Franquearon, al fin, las montañas, y el gran jefe consultó al fetiche:

  —¿Nos detendremos aquí?

  Y el fetiche, que desde hacía tiempo, desde el primer día, obedecía las órdenes de Ombure (sin que el jefe lo supiese), respondió:

  —No, no se detengan aquí, no es buen sitio.

  Franquearon las llanuras y cuando las hubieron franqueado y encontraron la gran selva, la selva que no acaba nunca, el gran jefe consultó al fetiche:

  —¿Nos detendremos aquí?

  Y el fetiche, una vez más, respondió:

  —Más lejos aún.

  Llegaron, al fin, a una vasta llanura, delante de un inmenso lago que cerraba el paso, y el gran jefe consultó al fetiche:

  —¿Nos detendremos aquí?

  Y el fetiche, que obedecía a Ombure, respondió:

  —Sí; deténganse aquí.

  Y los fan habían caminado muchos días y muchas lunas; los niños eran ya adolescentes, los adolescentes eran ya jóvenes guerreros, y los guerreros jóvenes, hombres maduros. Habían caminado muchos días y muchas lunaciones. Se detuvieron a orillas del lago. Construyeron las nuevas aldeas, hicieron las plantaciones, y por todas partes el maíz dio un grano nuevo. El jefe reunió entonces a sus hombres para dar nombre a la aldea, y la llamaron: Akurengan (liberación del cocodrilo).

  Pues bien; al mediar aquella misma noche, se oyó un gran ruido y una voz grita:

  —¡Oh!, vengan, vengan aquí.

  Todos salen, muy asustados. ¿Qué ven? (porque la luna alumbraba mucho). ¡Ombure estaba en medio de la aldea! Estaba delante de la cabaña del gran jefe: ¿Qué hacer? ¿A dónde huir?

  ¿Dónde esconderse? Nadie se atrevía a pensarlo. Y cuando el gran jefe salió de la cabaña para ver lo que ocurría, yu, fue la primera presa. De una dentellada Ombure lo partió en dos pedazos.

  ¡Kro, kro, kwas!

  —Esto es Akurengan —se limitó a decir:

  Y regresó al lago.

  Los guerreros, temblorosos, eligieron enseguida otro jefe, hermano del anterior, según la ley, y de mañana tomaron a la mujer del jefe anterior y la dejaron atada a orilla del lago, como ofrenda a Ombure. Llegó Ombure; la mujer lloraba. ¡Kro, kro!

  Se la comió. Pero en la tarde, volvió a la aldea y llamó al jefe:

  —¡Jefe, yo te llamo!

  El jefe, temblando, respondió:

  —Escucho.

  —Esto es lo que yo, Ombure, les ordeno, y lo que han de hacer. Todos los días me llevarán dos hombres: uno por la mañana, otro por la tarde, y al día siguiente me llevarán dos mujeres: una por la mañana y otra por la tarde. Y el primer día de cada lunación, dos doncellas, bien engalanadas, y adornadas de rojo y relucientes de aceite. Váyanse; yo soy Ombure, rey de la selva; yo soy Ombure, rey de las aguas.

  Y así lo hicieron durante largos años. Todas las mañanas, todas las tardes, Ombure tenía su comida: dos hombres un día, dos mujeres al siguiente, y dos doncellas el primero de cada mes.

  Y así, durante mucho tiempo. Para pagar a Ombure, los fan hacían la guerra, lejos, lejos, y siempre vencían, porque Ombure, el jefe cocodrilo, los protegía, y se convirtieron en grandes guerreros.

  Pero los años pasaron, el uno derribando al otro.

  Y los fan habían renovado muchas veces las plantaciones.

  Y estaban cansados de Ombure. Se habían olvidado de cómo los había alcanzado en la fuga. Y estaban muy cansados de Ombure.

  Habían olvidado. Y los jóvenes decían:

  —Estamos cansados. Vámonos.

  Y los jóvenes partieron de avanzada, siguieron los guerreros, y las mujeres llevaban los bagajes detrás de los guerreros.

  Ombure llega al día siguiente por la mañana al borde del lago, en busca, como de costumbre, de su pitanza cotidiana.

  Mira, busca. Nada. Llega a la aldea. Nada. ¿Qué hace? Toma el fetiche y llama enseguida a los espíritus de la selva.

  —Esto les ordena Ombure, vuestro jefe —les dice—. Mis esclavos han huido, están en vuestros dominios, que todo camino se cierre ante su paso. Viento de la tempestad, rompe los árboles ante su paso; espíritu del trueno, espíritu del relámpago cierra sus ojos. Vayan que Ombure lo manda.

  Obedecen. Los caminos se cierran ante los fan, los grandes árboles se derrumban, la oscuridad lo invade todo. Desesperados, tienen que volver al lago, y Ombure los aguarda en el lugar. Pero Ombure es viejo; en vez de dos hombres, exige ahora:

  —Me darán cada día dos doncellas en sacrificio.

  Y los fan tuvieron que obedecer, y cada día llevar a Ombure dos doncellas, dos doncellas pintadas de rojo, relucientes, frotadas con aceite. Tal es su fiesta de bodas.

  Las hijas de los fan lloran, se lamentan; lloran y se lamentan: es la fiesta de sus tristes bodas.

  Lloran y se lamentan de noche; por la mañana no lloran ni se lamentan; ya no oyen hablar de ellas sus madres; están en el fondo del lago, en la gruta donde mora Ombure; ellas le sirven, y él se alimenta de ellas.

  Pero un día ocurrió esto: la joven que había de ser expuesta por la tarde en la orilla del río, la joven a quien tocaba el turno, era Alena Kiri, hija del jefe. Era joven y bella. Y por la tarde, la dejaron atada con su compañera en la orilla del lago. La compañera no volvió, pero al día siguiente, al renacer la luz, la hija del jefe aún estaba allí. Ombure la había perdonado.

  Así fue que la llamaron: la aurora ha venido. Pero nueve meses después, la hija del jefe tuvo un hijo, un varón. En memoria de su nacimiento, el niño fue llamado Ngurangurane, el hijo del cocodrilo.

  Ngurangurane era, pues, hijo de Ombure, el cocodrilo jefe: esta es la primera historia. Ngurangurane había nacido así.

  Veamos ahora la segunda historia: la muerte de Ombure.

  Ngurangurane, el hijo del cocodrilo Ombure, y de la hija del jefe, creció, creció, creció día por día; de niño se hizo adolescente; de adolescente, mancebo. Entonces adivine a su jefe de su pueblo. Es un jefe poderoso, y muy sabio hacedor de fetiches. En su corazón alentaba dos deseos: vengar la muerte del jefe de su raza, del padre de su madre, y exonerar a su pueblo del tributo que pagaba el cocodrilo.

  Y lo que hizo a este propósito, helo aquí:

  En la selva se halla un árbol sagrado, eso ya lo saben ustedes, y el árbol se llama palmera. Corten una palmera: la savia fluye, fluye con abundancia, y, si la guardan dos o tres días encerrada en vasijas de barro, tendrán el dzan, bebida que pone júbilo en el corazón. Nosotros sabemos ahora esto, pero nuestros padres no lo sabían. Se lo enseñó Ngurangurane y el primero que bebió el dzan fue Ombure, el cocodrilo jefe. ¿Quién había dado a conocer a Ngurangurane, el dzan? Fue Ngonomane, la piedra fetiche que le dio su madre.

  Pues bien; siguiendo el consejo de Ngonomane, Ngurangurane hizo esto:

  —Preparen todas las vasijas de barro que posean y llévenlas a mi cabaña.

  Así dijo a las mujeres, que llevaron todas las vasijas de barro que poseían, y eran muchas, muchas.

  —Vayan todas a la selva —les dijo aun—, cerca del arroyo de las adoberas, y hagan más vasijas.

  Fueron al arroyo de las adoberas e hicieron muchas vasijas, muchas.

  —Vamos a la selva —dijo a los hombres—, vamos, y cortarán los árboles que yo les indique.

  Y fueron todos juntos, con hachas y cuchillos, y cortaron los árboles que les mostró Ngurangurane. Esos árboles eran palmeras. Cortados todos, recogieron la savia que fluía, abundante, de las heridas del hacha. Trajeron las vasijas (esto lo hicieron las mujeres) nuevas y viejas, y, cuando las tuvieron todas, las llenaron de dzan, y las mujeres las transportaban a la aldea. Todos los días Ngurangurane probaba el licor; los hombres quisieron imitarlo, pero se los prohibió mediante un gran eki. Un hombre dijo: «Puesto que Ngurangurane bebe, beberé yo». Y bebió, pero en secreto, y al punto perdió la cabeza. Ngurangurane se fue a él y lo mató de un tiro. Arrojaron el cuerpo, sin sepultura, por haber infringido la prohibición y despreciado el eki.

  Tres días después, Ngurangurane reunió a su gente, hombres y mujeres, y les dijo:

  —Este es el momento, carguen con las vasijas y vengan conmigo a la orilla del lago.

  Cargaron con las vasijas y se fueron con él.

  Llegados a la orilla del lago, Ngurangurane ordenó esto a los hombres:

  —Traigan a la orilla todas las vasijas.

  Y así lo hicieron. Y dice a las mujeres:

  —Traigan la arcilla que les he enviado a buscar.

  Y así lo hicieron. Y en la orilla del lago, con arcilla fresca, construyeron dos balsas grandes, cuidadosamente apisonadas con los pies, cuidadosamente alisadas con la palma de la mano.

  Entonces vierten en las dos balsas todo el dzan contenido en las vasijas, sin dejar gota. Ngurangurane comienza un gran fetiche, enseguida rompen todas las vasijas y las echan al lago, atan a las dos cautivas cerca de las balsas, y todo el mundo se retira de la aldea.

  Ngurangurane se queda solo, escondido cerca de las balsas.

  A la hora acostumbrada, el cocodrilo sale del agua. Se dirige a las cautivas, que tiemblan de pavor, pero, ante todo:

  —¿Qué es esto? —dice al acercarse a las balsas—. ¿Qué es esto? —Prueba un poco del líquido. El licor le parece bueno, y exclama en voz alta—: Es bueno esto; mañana ordenaré a los fan que me lo traigan todos los días.

  Y el cocodrilo Ombure bebió el dzan. Lo bebió hasta la última gota, olvidándose de las cautivas. Al terminar, cantó:

 
    He bebido el dzan, bebida que alegra el corazón.

    He bebido el dzan.

    He bebido el dzan, mi corazón jubila.

    He bebido el dzan.

    Yo soy el jefe a quien obedecen todos,

    yo, Ombure, soy el gran jefe,

    Ombure es dueño de las aguas,

    Ombure es dueño de las selvas;

    yo soy el jefe a quien obedecen todos.

    Yo soy el jefe.

    He bebido el dzan, bebida que alegra el corazón,

    he bebido el dzan.

    He bebido el dzan, mi corazón jubila.

    He bebido el dzan.
 

  Canta y, sin acordarse ya de las cautivas, se queda dormido en la playa, jubiloso el corazón.

  Al punto, Ngurangurane se acerca a Ombure dormido; con una cuerda recia, y ayudado por las cautivas, lo ata a un poste; después, blandiendo con fuerza el dardo, hiere al animal dormido. El dardo rebota en las gruesas escamas, sin penetrar en el cocodrilo, el cual, sin despertarse, se rebulle diciendo: «¿Qué es esto? Me ha picado un mosquito».

  Ngurangurane toma el hacha, su fuerte hacha de piedra; descarga sobre el animal dormido un golpe formidable; el hacha rebota sin herir al animal, que comienza a agitarse. Las dos cautivas huyen despavoridas. Entonces, Ngurangurane hace un fetiche poderoso: «Trueno —dice— trueno, yo te conjuro.

  Tráeme tus flechas».

  Y el trueno acude, retumbando. Pero al saber que ha de matar a Ombure, exclama: «Es tu padre, es mi amo». Y huye despavorido.

  Pero Alemkiri viene en auxilio de su hijo, y trae la piedra hadada, Ngonomane. Y en nombre de Ngonomane, Ngurangurane dice:

  «Relámpago, te mando que lo hieras».

  Y el relámpago lo hiere, porque no podía desobedecer. En la cabeza, entre los ojos, hiere a Ombure, y Ombure queda en el sitio, fulminado, muerto. Ngurangurane es el que ha matado a Ombure, pero lo ha matado gracias al auxilio de Ngonomane.

  Y el fin de esta historia, véanlo en la aldea.

  —Hombres de esta aldea —dice— vengan todos. Acuden al borde del lago. Allí está Ombure, yacente, muerto, inmenso.

  —Yo he matado al cocodirlo Ombure, yo, Ngurangurane, he vengado al jefe de mi raza; yo, Ngurangurane, los he libertado.

  Todos se regocijaron, y en torno del cadáver bailaron el fanki, la gran danza fúnebre; bailaron el fanki, para apaciguar el espíritu de Ombure.

  Y este es el fin de Ombure.

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