Un hombre muy celoso de su mujer, se había retirado a vivir fuera del pueblo, para ponerla en la imposibilidad de engañarlo.
Otro hombre, llamado Funtinnduha, es decir, «despiértame, que fornique», resolvió acostarse con aquella mujer. Escogió en su rebaño un carnero bien cebado y se fue a casa del marido desconfiado. Este le interrogó sobre el propósito de su viaje.
—Voy a vender este carnero al rey Utenu —le respondió Funtinnduha—; quiero ver si saco quince cauris.
—Querrás decir quince mil cauris —exclamó el marido—. ¿O son verdaderamente quince cauris tan sólo?
—Sólo pido, en efecto, quince cauris.
El marido se apresuró a ofrecer a Funtinnduha los quince cauris, y recibió, en cambio el carnero, que degolló. El vendedor lo ayudó a desollarlo.
Llegó la noche antes de que hubieran concluido de descuartizar la res. La mujer puso cantidad de carne a guisar, con profusión de grasa. Funtinnduha comió con ellos, pero temeroso de atrapar una diarrea, se guardó de probar la grasa.
El marido, por el contrario, comió de ella inmoderadamente. Así fue que le acometió una diarrea violenta.
En el momento de acostarse, dijo a Funtinnduha:
—Como sólo hay una cabaña, te acostarás al lado de la puerta; mi mujer dormirá al fondo de la cabaña, y yo entre los dos. Pero no vayas a intentar trabajarla mientras duermo.
Apenas se habían echado en las esteras, el marido sintió retortijones en el vientre. Salió corriendo a las letrinas. Antes que regresase, Funtinnduha había ya trabajado a la mujer.
El marido volvió, pero como el vientre comenzó a movérsele otra vez, se vio obligado a salir de nuevo, y así sucesivamente, hasta siete veces en el transcurso de la noche. A cada salida, Funtinnduha se juntaba a la mujer del huésped y aprovechaba el tiempo concienzudamente.
Por la mañana, se fue, dando las gracias al marido y declarando que iba a visitar al rey Utenu.
Llegó a casa de un herrero, a quien entregó un pedazo de hierro para que le fundiese una sortija.
En tanto, la mujer contaba al marido lo que había pasado, y le confesaba que Funtinnduha se había acostado con ella. Furioso el marido con su mujer, se lanza a perseguir a Funtinnduha, con el firme propósito de vengarse.
Serían las seis de la tarde cuando el herrero acabó la sortija.
Y al entregársela a Funtinnduha, este le dijo:
—Dásela a tu mujer; mañana vendré a recogerla.
Esa misma noche volvió a casa del herrero, que estaba ausente. Entró en la cabaña y dijo a la mujer:
—Tu marido me ha hecho donación de ti. La prueba está en que te ha dado mi sortija para que la lleves.
Trabajó a la mujer, recuperó la sortija, y se fue.
A la mañana siguiente, el primer marido engañado, se presentó en casa del herrero, y le preguntó si no había visto a un forastero.
—Acaba de pasar por aquí Funtinnduha —respondió el artesano—. Es hombre de elevada estatura. Ha dormido aquí esta noche.
—Cierto —confirmó la mujer del herrero—, e incluso se ha acostado conmigo.
Los dos cornudos se precipitaron sobre el rastro de Funtinnduha.
Este había llegado a casa de un labrador que le recibió muy bien y le dio de comer una calabaza llena de arroz. A la hora de acostarse, Funtinnduha preguntó al huésped a qué hora podría marcharse sin molestar a nadie.
—No tienes más que levantarte al primer canto del gallo (literalmente: retuércele el pescuezo al gallo) —respondió el labrador.
Cuando todos dormían, Funtinnduha, siguiendo el consejo al pie de la letra, entró en el gallinero y retorció el pescuezo a todos los volátiles.
Hecho esto, se puso en camino.
A la mañana siguiente, el labrador halló todas sus gallinas muertas. Al mismo tiempo, los dos cornudos llegaron a preguntarle si no había visto a Funtinnduha.
—Vamos a buscarlo los tres juntos —dijo el labrador—. Me ha matado todas las gallinas.
—Con nosotros ha sido peor —dijeron los dos cornudos—. Nos ha trabajado a las mujeres.
Los tres se lanzaron en persecución del tunante, el cual había caminado el día entero. Al atardecer se halló al borde de un estero, en el lugar donde estaban acampados unos griots, calados por la lluvia. Los griots habían encendido una gran hoguera, para secarse y calentarse. Funtinnduha se tendió en medio de ellos.
Al verlos dormidos, cogió los tam-tams, pequeños y grandes, y los arrojó a la lumbre. Enseguida, huyó.
Al día siguiente, los tres hombres que lo perseguían llegaron a donde estaban los griots, los cuales se les juntaron para correr en seguimiento del bromista.
En la huida, Funtinnduha dio en una aldea, donde una vieja le preguntó por qué iba tan apurado.
—Utenu —soltó él a toda prisa— me envía de mensajero para ordenar que, antes de ponerse el sol, no quede ni una virgen en ninguna aldea.
La vieja, temiendo por sus hijas, le contestó:
—Mi hijo no está aquí. Ven, te lo suplico, y haz lo necesario para que mis hijas cumplan la voluntad de Utenu.
Funtinnduha fue a desvirgar a todas las hijas de la vieja.
Cuando concluyó, la misma vieja le declaró:
—Hace mucho tiempo que no lo cato; ven a refrescarme un poco los recuerdos.
Funtinnduha no quiso negarle tan pequeño servicio.
La trabajó a conciencia; terminada la tarea, la vieja quiso saber su nombre.
—Mi nombre —respondió él— es Dinndinama Sarbiari, es decir: he comenzado por lo mejor y concluido por lo peor.
Enseguida prosiguió su camino.
Regresó el hijo de la vieja, y esta le contó lo sucedido. Se enfadó, y como se presentaron las otras víctimas del tunante a pedir noticias, se unió a ellos para perseguir a Funtinnduha, quien había llegado por fin, a casa de Utenu Bado.
—¡Rey de reyes! —le anunció—. Van a venir unas gentes a querellarse contra mí. Quítales la razón y te regalaré tres idiotas.
El rey prometió absolverlo.
Llegaron entonces los dos cornudos, el labrador, los griots y el hermano de las ex vírgenes. Utenu deshaució primero al celoso, tratándolo de ladrón. ¡Cómo! ¡Había tenido la imprudencia de no pagar más que quince cauris por un carnero cebado!
Despidió también al herrero, que había entregado la sortija a su mujer, después de enseñársela a Funtinnduha.
Apostrofó duramente al labrador por haber dicho al demandado que agarrase el cuello del gallo, y también a los griots, que no habían sabido apreciar las buenas intenciones de Funtinnduha.
¿Qué se había propuesto al echar a la hoguera los tam-tams? Alimentar la lumbre. ¿Qué tenían que reclamar?
En cuanto a las hijas de la vieja, poca razón tenía para quejarse de un trato que ella misma había solicitado, no sólo para ellas, sino para su placer personal.
Utenu desestimó de ese modo todas las querellas.
—Ahora —le dijo Funtinnduha—, voy a buscarte los tres idiotas que te he prometido.
Salió, y se encontró a un palafrenero, que se disponía a cargarse en la cabeza un haz de forraje que acababa de atar. El haz pesaba demasiado para sus fuerzas. Y a cada intento que hacía para cargárselo, quitaba los ataderos y añadía más forraje a la carga.
Funtinnduha le aconsejo que disminuyese el volumen. Después lo invitó a que le siguiera así cargado. El palafrenero obedeció.
Llegaron a un baobad contra cuyas ramas un hombre disparaba un palo para hacer caer panes-de-mono. Cada vez el palo se enredaba en las ramas y se quedaba entre el follaje. Entonces el hombre gateaba al árbol, descolgaba el palo y descendía, sin ocurrírsele la idea —tan sencilla— de coger el fruto a que se enredaba el palo.
En el momento que el bobo aquel estaba en el árbol, desenredando el palo, Funtinnduha le gritó:
—¡Pero coge el fruto de una vez!
El hombre siguió el consejo y dejó caer el pan-de-mono, al mismo tiempo que el palo. Descendió enseguida, recogió el fruto, e invitado por Funtinnduha, lo siguió.
Llegaron los tres a la morada de un rey. En la explanada, en medio de las cabañas, ardía una gran hoguera de paja. Los mensajeros se mantenían en la parte de donde soplaba el viento, de manera que no les diese el humo en la cara, mientras que el rey se había puesto al otro lado, de suerte que se había ahumado como carne puesta a desecar. Lágrimas le brotaban de los ojos, y moco de la nariz.
Funtinnduha tomó a un mensajero de la mano y lo hizo sentar en el sitio del rey; después llevó a este al sitio que había quedado libre.
Entonces, juzgando que el rey era el indicado para completar el trío de imbéciles, lo llevó con los otros dos a casa del rey Utenu, y le hizo don de ellos, después de explicar las razones que había tenido para considerarlos idiotas cabales.
Hecho esto, regresó a su pueblo.
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