Tres niñas, que recogían leña para quemar, van y comen unos tubérculos silvestres. Encuentran una piedra y dicen:
—Esta piedra es tan bonita como la que usa nuestro padre para moler el tabaco.
Cortan un tubérculo en pedazos y ponen las rajas en la piedra. Pero una de ellas, que llega la última, no quiere hacerlo así. Enseguida, se van al bosque a recoger leña. Dos de las niñas vuelven cargadas de leña y pasan delante de la piedra; pero cuando llega la última, la que no había querido darle los tubérculos, la piedra engorda tanto que la niña no puede pasar.
Entonces llega una hiena macho, que dice:
—Si me prometes ser mi mujer, te ayudaré; sólo tienes que agarrarte con fuerza a mi cola, pero agárrate bien.
Entonces la niña se agarra a la cola de la hiena, que la hace pasar por encima de la piedra. Enseguida llegan a un río; la hiena dice:
—Agárrate bien a mi cola, pero ten cuidado de que no se rompa.
Entonces da un salto por encima del río, y la cola se rompe.
—A un hombre valiente, a un hombre animoso —dice la hiena—, no se le rompe nada.
Recoge una medicina y se cura la cola. Llegan al matorral.
Había muchas piedras. La hiena abre su casa. La joven pregunta:
—¿Dónde estamos?
—En casa de un hombre valiente, de un hombre animoso —responde la hiena.
Después sale, se apodera de una cabra y se la da a la mujer.
Va en busca de un cadáver y lo pone delante de los bueyes. La mujer come de la cabra y la hiena se come el cadáver.
Un día, como la jovencita era ya mayor, la hiena la lleva a un terreno despejado y la pincha con una aguja para ver si tenía buenas mantecas. Al sacar la aguja salió un poco de manteca.
Entonces la hiena conduce a su mujer a casa. Le lleva una cabra, y va a buscar para sí un cadáver. En estas, le dice a su mujer:
—Busca un hacha donde están los cabritos y parte leña.
Allá va la joven, no encuentra nada y dice:
—No veo el hacha.
La hiena replica:
—El hacha de un hombre valiente, de un hombre animoso, es invisible.
La hiena hace como que busca por el suelo, y sale. Va a la orilla del río y parte leña con los dientes. Ve venir a un joven y grita a su mujer:
—Tu hermanito Machegu viene bailando y trae campanillas en los pies —y añade—: Pelos, transfórmense en carne. —Y escupiendo encima, los pelos se transforman en carne y la hiena se convierte en hombre. Y dice a Machegu—: Trae leña.
El joven recoge leña y la lleva a la casa. La hiena dice:
—Cuando vuelvas, has de venir bailando.
Al siguiente día, el muchacho regresa, pero sin bailar; había rellenado las campanillas para que no sonasen. De pronto ve los pelos de la hiena y grita:
—¡Ay, una hiena!
—¡Cállate —dice la hiena—, cállate, que te calles!
Pero el muchacho vuelve a gritar:
—¡Aquí hay una hiena!
Entonces ella se arroja sobre él, le arranca los vestidos y las campanillas, pone las ropas en un palo y devora al chico.
Cuando la hiena vuelve a casa, llama a su mujer:
—¡Masawé!
Esta le pregunta:
—¿Dónde está Machegu?
—Recogiendo leña —responde la hiena.
Y, al cabo de un momento, la mujer añade:
—Aún no lo veo.
La cría de una hiena vecina llega y le dice:
—Dame un poco de lumbre, mujer de rey.
La mujer no se la da. La cría repite:
—Mujer, mujer, dame un poco de carne.
—No tengo.
—Mujer, mujer, dame un poco de carne.
Se la da. Entonces la cría prosigue:
—Todavía no estoy harto; dame más carne, mujer de rey, y después te diré una cosa.
Se la da, y la cría dice:
—Hoy van a devorarte.
La cría le regala una medicina que la purga enteramente; se embadurna con heces, después toma unas bayas de solanácea y coloca una con los perros, otra con los bueyes y otra en el terreno raso. Escupe encima y dice:
—Cuando me llamen, responde.
Las otras hienas se ponen en camino, y una dice:
—Masangya, ¿a qué se parece tu mujer?
Responde:
—La mujer de un hombre valiente, de un hombre animoso, no se parece a nada.
La mujer huye.
Las hienas, muy alegres, bailan, y las crías recogen leña en las malezas y cantan: «Leña, leña; vamos a asar carne. ¡Leña!».
Masangya entra en la casa y dice:
—Mujer, mujer: tus cuñados llegan. Contéstame. —Vuelve a llamar la mujer—: Masawé. ¡Mujer, mujer! ¿Dónde estás?
—Estoy con las cabras.
La hiena busca, sin encontrar, y grita de nuevo:
—Mujer, mujer; Masawé, ¿dónde estás?
—Estoy con los bueyes.
La hiena busca entre los bueyes, no ve nada y llama:
—Mujer, mujer: Masawé, ¿dónde estás?
—Estoy en el campo raso.
Las otras hienas llaman:
—Masangya, ¿qué haces?
Responde:
—Una cosa fácil de arreglar.
—Llegan las otras hienas:
—Tráenos a tu mujer, la degollaremos y nos la comeremos.
¡Tráela, tráela!
Masangya busca y no ve nada; las otras hienas le dan miedo, se esconde en la ceniza y se tapa con tierra.
Llegan las otras hienas, entran en la casa, buscan y dicen:
—Masangya es invisible.
Después se van.
Las crías de las hienas, que se habían quedado en la casa, ven la puntica de una cola asomar entre la ceniza. Llaman a las hienas mayores. Cuando vuelven lo registran todo, se comen la cola. Dejan un poco de carne y dicen a las crías:
—Guarden un pedazo de la piel.
Pero la cría que la custodiaba arranca un pedazo. Y dicen las otras:
—¿Arrancar un poco? Nos la comeremos toda. Y las hienas la devoran.
La mujer seguía huyendo, llega a un gran río, las hienas la persiguen. Va a tirarse al agua, las hienas le gritan:
—Espera, mujer de rey.
La mujer escupe en el agua, la golpea con un palo; las aguas se separan: una parte hacia arriba, otra hacia abajo. Las hienas también quieren pasar, pero cuando llegan en medio del cauce las aguas se juntan copiosas y las sumergen.
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