jueves, 28 de febrero de 2019

EL FRAILE Y LA MONJA DEL CALLAO

Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.
Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas, mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto una pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.
Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y así Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.
Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacrán de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí!, fuí tan bruto que no sólo creí a mi hijo la octava maravilla, sino que, ¡mal pecado!, consentí en que un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!
Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.
—¡Basta de preámbulo, y al hecho!—exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo entonces de corrido:—El hecho es un muchacho hecho: el que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho.
I
Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la Independencia de Sudamérica. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, España dominó por trece meses más en un área de media legua cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la obstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leónidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado. Stevenson y aun García Camba convienen en que Rodil fué cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas españolas.
Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la Península, ni de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante la indomable terquedad del castellano del Callao.
Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el primer puerto de la república, y entre otras versiones, la más generalizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.
A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo, y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en los brazos.
Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la Universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco después a comandante, se le encomendó la formación del batallón Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que había creado, a las batallas de Talca, Cancharrayada y Maipú.
Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra los patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de Pucarán.
Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores. Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fué verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la, para Rodil, decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión del Inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas, tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil, que desde el 1º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta enero de 1826, casi no pasó día sin combatir.
Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots. En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que le rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fué Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y agudezas, y que era el amanuense de Rodil.
El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fué comisionado por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que Canterac le transcribía el artículo de capitulación concerniente al Callao, exclamó furioso:—¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos p...ícaros insurgentes.
II
Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por los patriotas, 9.553 balas de cañón, 454 bombas, 908 granadas, y 34.713 tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas, por su parte, no anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incalculable cantidad de metralla.
Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición de 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de manejar un arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año antes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según García Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los que murieron combatiendo.
En los primeros meses del sitio, Rodil expulsó de la plaza 2.389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y vióse el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar al campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana. He aquí lo que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno a todo sentimiento de humanidad.
«Yo, que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fué cumplida con prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que emigraron fué animando a los que carecían de recursos para vivir en la población, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Los enemigos, a la decimocuarta emigración de ellas, entendieron que su conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí decisivamente».
Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fué la conducta del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia la conducta del gobernador de la plaza.
Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó cuando, en los primeros días de enero de 1826, se vió abandonado por su íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus manores detalles todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la defensa.
El 11 de enero se dió principio a los tratados que terminaron con la capitulación del 23, honrosa para el vencido y magnánima para el vencedor.
Las banderas de los regimientos Infante don Carlos y Arequipa, cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se guardasen en la Catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.
¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de la pregunta.
III
Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial distinción; y fué el único, de los que militaron en el Perú, a quien no aplicaron el epíteto de ayacucho con que se bautizó en España a los amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fué general en jefe del ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.


Fué virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político y aun personal, habiendo llegado a extremo tal que, en 1845, siendo ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo ministerio amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y demás preeminencias.
El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tomar parte activa en la política española, y murió en 1861.
Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.
IV
Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. Clara idea del estado de ánimo de los habitantes del castillo puede dar este pasquín:
Como estuvimos estamos,
como estamos estaremos,
enemigos sí tenemos
y amigos... los esperamos.
El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente don Diego Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa, estaban sometidos a ración de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron ratas como manjar delicioso.
Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir los castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.
Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil, y gritaban:
—A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores—palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.


V
A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que don Ramón Rodil era hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!
Fué el caso que una mañana encontraron privados de sentido, y echando espumarajos por la boca, a dos centinelas de un bastión o lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta dejarlo de sobra.
Vueltos en sí, declaró uno de ellos que, a la hora en que Pedro negó al Maestro, se le apareció como vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y que con aquella voz gangosa que diz que se estila en el otro barrio le preguntó:—¡Hermanito! ¿Pasó la monja?
El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había aparecido una mujer con hábito de monja clarisa, y díchole:—¡Hermanito! ¿Pasó el fraile?
Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive, porque la carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.
Don Ramón Rodil, para curarlos de espanto, les mandó aplicar carrera de baquetas.
El castellano del Real Felipe, que no tragaba rueda, de molino ni se asustaba con duendes ni demonios coronados, dióse a cavilar en los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña dióse y a tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso, que se valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con los patriotas.
Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra, en la casamata del castillo, una docena de sospechosos, y a la vez mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.
Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pies juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por el solo placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacía centinela en el bastión del castillo.

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