Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva, esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta y rejón.
¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.
I
En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chaves de Mesía.
Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo.
¡Qué tiempos aquéllos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.
El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.
Pero no todo es tortas y pan pintado en este valle de lágrimas, y cuando más confiada estaba doña Feliciana en que su marido no pensaba sino en ganar peluconas, recibió de Ica una carta anónima en que la informaban, con puntos y comas, de cómo el señor Mesía tenía su chichisbeo, y de cómo gastaba el oro y el moro con la sujeta, y que la susodicha no valía un carámbano ni llegaba a la suela del zapato de doña Feliciana, que aunque jamona se conservaba bastante apetecible y no era digna de que el perillán de su marido la hiciese ascos. Dijo la gallina de cierto cuento:—Poner huevo y no comer trigo, ésa no va conmigo.
El anónimo levantó roncha en el espíritu de la señora, y se dió a pensar en la infidelidad del señor Mesía; y tanto zumbó en su alma el tábano de los celos, que decidió remontar el vuelo, caerle al cuello al perjuro y sorprenderlo en el gatuperio. Pero era el caso que para ir, en esos tiempos, a Ica se gastaba muchos días y se corrían mil peligros; y como las bodegas no podían quedar cerradas o a merced de un dependiente, resolvióse a venderlas, comisión que encargó a un español llamado Vilches, que era su compadre y hombre para ella de toda confianza.
En esos tiempos las transacciones eran muy expeditivas, como que no se estilaban muchas fórmulas, y antes de cuarenta y ocho horas vió doña Feliciana entrar por las puertas de su casa algunas talegas de a mil. La señora regaló a Vilches una de ellas en recompensa de su actividad, y desembarazada de estorbos alistó viaje para tres días después.
II
Aquella noche doña Feliciana echó sus cuentas y resolvió que, apenas amaneciese Dios, debía depositar su dinero y alhajas en casa de un comerciante de proverbial honradez. Pero sus celosas cavilaciones por un lado, y por otro sus cálculos rentísticos, la quitaron el sueño, y en ello tuvo no poca ventura.
Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba con su dormitorio estaban aplicando lo que no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa. Consistía este experimento en abrir por medio del fuego un boquete en la madera.
Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo rejoncillo de hierro. Era ésta el arma con que acostumbraban salir al campo todos los hacendados.
Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras la puerta. Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una cabeza. Doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en la nuca.
El ladrón exhaló un grito de muerte, y sus compañeros pusieron pie en pared. Entonces la señora dió voces, alborotóse el vecindario, acudió la ronda, y con universal sorpresa hallaron moribundo al honrado Vilches, quien cantó de plano y denunció a sus compañeros de empresa.
III
Todos se hicieron lenguas del arrojo de doña Feliciana, y en Lima no se hablaba de otra cosa. De haber habido periódicos, la habrían consagrado estrepitoso bombo en la crónica local.
La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana, armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo:
—A Lima, señor mío, y a su casa si no quiere usted que haga en su personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches, y lo deje tal que no sirva ni para simiente de rábanos.
El de Mesía tembló como azogado, mandó ensillar la mula y, sin chistar ni mistar, obedeció el precepto.
Desde entonces ella llevó en la casa los pantalones, y él fué el más fiel de los maridos de que hacen mención las historias sagradas y profanas, como que sabía que le iba la pelleja en el primer tropezón en que lo pillase madama.
Mucho cuento es tener por compañera una mujer de asta y rejón.
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