Hace de esto mucho tiempo, pero mucho; los monos habitaban en la aldea de los hombres, hablaban como ellos, pero no eran sus servidores, y verán lo que pasó.
Un día, los hombres celebraban gran fiesta; habían tocado el tam-tam un día entero, después una noche, habían bailado otro tanto, y bebido mucho. El vino de palma corría abundante, el jefe de la aldea de los hombres había mandado poner cien tinajas, y aún más, en el centro de la aldea, y todo el mundo había bebido, pero él, como corresponde a un jefe, había bebido más que nadie.
Fue así que, de mañana, al salir el sol, las piernas le temblaban como dos palmeras nuevas, sus ojos veían «por dentro», y su corazón reía. Sus mujeres trataron de llevarlo a su cabaña, pero él no quiso ir y llegó a la aldea de los monos. ¡Y hubo entonces gran jolgorio! En torno suyo, todos se apretujaban, riendo y saltando a más y mejor: el uno le tiraba del taparrabos, el otro del gorro, este le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda, y todos reían a carcajadas. El Jefe, ya viejo, se marchó muy irritado, y se quejó ante el Creador, Nzamé. Este mandó comparecer al jefe de los monos.
—Ven acá: ¿por qué tus gentes han insultado a tu padre?
Y el jefe no supo que contestar.
—Desde este día, tú y tus hijos servirán a los hombres, y ellos te castigarán. Anda, a ellos te entrego.
Se marcharon. Pero el jefe de los monos, cuando el anciano jefe le dijo que fuera a trabajar, le respondió:
—Lo que es yo, no.
Porque temía que le pegasen. Y tenía mucha razón.
De regreso en la aldea, y después de dormir bien, verán lo que hizo el anciano jefe para vengarse de los monos. En la fiesta siguiente mandó poner en medio de la aldea muchas tinajas de vino de palma, pero había echado dentro la hierba que hace dormir; y tras de recomendar mucho a los suyos que bebiesen solamente de las tinajas que tenían una señal, invitó a los monos a venir y a beber. Los monos no podían rehusar un honor tan grande; fueron y bebieron; pero en cuanto hubieron bebido, todos querían dormir. ¡Ah! Ahí se armó. Primero, el anciano jefe mandó que atasen a todos, machos, hembras y crías. Y entonces empezó a sonar el cuero. ¡Hip, hop, hup! Los monos ya no dormían, ¡y qué ágiles de piernas!
Lo más gracioso fue que, terminado el vapuleo, los monos buscaban el pelo por tierra. El anciano jefe mandó sujetarlo uno a uno, y, para enseñarlos a no burlarse de él, los marcó con un hierro candente y los obligó enseguida a realizar los trabajos más duros. Los monos obedecieron al instante; ¡qué remedio! Pero un día, cansados, van todos a reclamar ante el anciano jefe.
—¡Ja, ja! —dijo el jefe. Y Mandó que sus guerreros los sujetasen, los azotaran otra vez, y después ordenó que les cortasen la lengua a todos.
—Con esto —dijo— se acabaron las reclamaciones, y ahora, a trabajar.
Los monos sólo podían emitir un:
—¡Bou, bou!
Pero dos días después, en la aldea de los monos no quedaba ni uno. Habían huido a la selva.
De entonces acá, a los monos les ha retoñado la lengua, pero, temerosos de que los cacen otra vez, no han vuelto a hablar, ni han vuelto a trabajar nunca.
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