Cuenta
Herodoto que Amasis había llegado al trono de Egipto desde una vil condición,
ya que antes se había dedicado al robo y al pillaje.
Su elevación
al trono causó una gran sorpresa y un enorme disgusto, pues los orgullosos
egipcios se vieron así mandados por un hombre a quien juzgaban de clase
inferior a los más bajos.
Amasis, viendo
el desprecio con que era tratado, resolvió dar una lección a sus desdeñosos súbditos.
Entre los
objetos que poseía para su uso personal se encontraba una jofaina de oro en la
que se lavaban los pies todos los que iban a comer con Amasis. Mandó fundir la
palangana y con el oro hacer una estatua de una divinidad, poniéndola después en
una plaza pública.
Todo los que
pasaban por enfrente de la estatua se volvían a ella y la adoraban con
veneración.
Amasis mandó
reunir a todos los que habían adorado a la estatua y les dijo:
-Esa estatua
ante la cual os habéis inclinado tan reverentemente no es más que la jofaina en
que os lavabais los pies, modelada de nuevo. A mí me ha ocurrido lo mismo: si
en otro tiempo era hombre de clase inferior, ahora soy vuestro rey. Por lo
tanto, habréis de respetarme y tenerme veneración.
Y en efecto,
desde aquel día cesó el desdén de los egipcios por Amasis y le prestaron
acatamiento y respeto.
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