Hotep no siempre había
sido un mendigo. Hijo de un fellah de
los alrededores de Tebas, su adversa suerte quiso que fuera incluido en una de
las levas con las que Ramsés I, el gran monarca conquistador, nutria las filas
de los ejércitos que guerreaban en Asia.
El joven no tuvo
ocasión de distinguirse, pues justo en el primer encuentro con los asirios un
flechazo, traspasándole un muslo, le puso fuera de combate; cuando finalmente
pudo recobrar la salud se encontró con la pierna derecha privada de movimiento.
Hotep no se desanimó
por su adversa suerte y, uniéndose a una caterva de guerreros, más o menos
mutilados, emprendió el regreso a Tebas apoyándose en un grueso garrote.
Con las peripecias y
aventuras de tal viaje desde Mesopotamia al mar Rojo, podría escribirse un buen
volumen; habremos de contentarnos con saber que, de guarnición en guarnición,
unas veces comiendo y otras ayunando, dos meses después de desdichada caravana
llegó al delta del Nilo, lugar fijado para la separación de los veteranos, que
desde allí se desparramaron por todo Egipto.
Hotep quedó solo con
otro compañero que, nacido en una aldea inmediata a la suya, seguía el mismo
itinerario. Era el camarada un hombre ya viejo, encanecido en la milicia debido
a sus largos años de servicio y privado de la vista, a consecuencia de una
profunda herida en la cabeza.
El cojo tenía
excelente fondo y, movido a compasión, se brindo a servir de lazarillo al
ciego; y así, una noche en que los dos inválidos descansaban al abrigo de un
espeso cañaveral, Hotep, que dormía plácidamente, oyó de pronto un lastimero
quejido que exhaló su compañero e incorporándose le dijo:
-¡Hola veterano! ¿Qué
es eso? Despierta, que sin duda te estás atormentando con alguna horrible
pesadilla.
-Hotep, me muero
–murmuró el ciego-. Siendo que la vida se me acaba.
-¡Estás delirando!
¿Quién piensa ahora en morir?
-Me muerto, muchacho,
me muero. Creía que tendría fuerzas para llegar allá, pero no puedo. ¡Agua…!
¡Dame agua, me ahogo…!
Hotep, alarmado,
corrió con cuanta ligereza permitía su cojera hasta un canal inmediato y volvió
con la calabaza llena del líquido pedido, diciendo:
-Bebe. Esto pasará, es
un desvanecimiento ocasionado por el fuerte sol que hoy nos ha hecho hervir la
sangre.
-Gracias, camarada
–respondió el ciego-. No temo a la muerte; hace años que la he considerado
siempre cercana. Después de todo, para no ver más la luz, tanto me importa.
Mira, en este saco va toda mi fortuna; un casco de bronce, unos cuantos trapos
y unas sandalias de cuero, que es lo que más valor tiene, pues son casi nuevas,
el material es superior y están bordadas en oro. No sé de donde proceden, pues
las encontré en la batalla en que me hirieron, atadas a la cintura de un
soldado muerto, sólo Dios sabe a quién se las robaría. Cógelo todo si muero. Es
la fortuna de un soldado que ha servido treinta años a los faraones. ¡Bonita
herencia!
Hotep se devanaban los
sesos, pensando qué haría o diría en aquella situación, que le parecía bastante
grave y apurada. Por fin su compañero bebió de nuevo y dijo:
-Puede que tengas
razón y me haya equivocado; pasó la angustia y tengo sueño. Durmamos y, si me
muero, ya sabes; todo para ti.
Y volvió a tenderse
entre las cañas, murmurando palabras confusas. Hotep siguió su ejemplo. Al poco
tiempo roncaba haciendo ruda competencia a las parleras ranas. Cuando despertó,
al salir el sol, el ciego yacía a algunos pasos de allí, tendido boca abajo.
Hotep llegó finalmente
a su pueblo y continuó llevando la vida que había tenido antes de ir a servir
al faraón.
Un día, cuando el sol
comenzaba a iluminar con sus espléndidos rayos, Hotep, vistiendo su viejísimo
calasiris de algodón listado, que dejaba ver por sus múltiples desgarrones las
oscuras carnes del mendigo, salió de su casa y empezó a andar con alegría.
Apareció junto a una
de las colosales esfinges que constituían la entrada del templo. Se detuvo un
momento y, sacando de un envoltorio el casco de bronce y las sandalias que
heredara del viejo guerrero, se atavió con ambas prendas, quedando en breve
espacio de tiempo convertido en la más grotesca figura que imaginarse pueda
nadie.
No parecía, sin
embargo, el inválido descontento de su aparato indumentario, pues con aire
satisfecho se atusó la encrespada y revuelta cabellera, y canturreando una
canción popular se dirigió, apoyado en un grotesco bastón que le servía de
muleta, hacia una puertecilla que se divisaba casi oculta entre las robustas
piernas de la colosal estatua, que parecía guardar la entrada al gran patio.
Hotep dio con su
bastón un fuerte golpe en la hoja de la puerta y pocos instantes después
apareció en el dintel una mujer, cubierta por ajustada túnica blanca, sostenida
por una especie de tirantes de cuero rojo.
-¿Qué se te ofrece tan
temprano y tan compuesto? –preguntó con burlona sonrisa al reparar en el casco
y las lujosas sandalias del mendigo-. Hoy no es día de repartir los restos de
las ofrendas…
-No vengo a pedir
limosna –contestó Hotep. Y luciendo una gran sonrisa, añadió-: Vengo a hablar
con un padre para decirle que es mi deseo pedirle tu mano, pues quiero casarme
contigo.
Los ecos del templo
reprodujeron durante largo espacio de tiempo las más sonoras y alegres
carcajadas que jamás habían turbado la majestuosa calma de aquel silencioso
recinto. Hotep, sin desconcertarse por la manera como era acogida su
pretensión, dijo mirando con petulancia sus sandalias:
-Hermosa Amneris, veo
que mi idea te regocija y esto me hace suponer que mi figura no te disgusta y
el resultado…
-El resultado
–interrumpió la joven- será que mi padre te dará algunos palos y te romperá la
pierna que aún tienes sana.
-¡A mí, a un guerrero
del faraón!
-¡Imbécil! Tú ya no
eres guerrero, sino pordiosero; y si no fuera por lo que en esta casa te hemos
protegido, perjudicando a otros pobres más antiguos, hace tiempo que estarías
descansando en el cementerio en agradable compañía con otros ilustres
personajes de tu calaña.
-¿Olvidas acaso que
soy propietario de una gran casa junto al canal del Castillo Blanco?
-Sí, ya sé que tienes
una barraca de adobes cuarteada y sin techo.
-No es tan mala, y
además tengo… estas sandalias –dijo él mientras se miraba los pies.
-Mira Hotep –dijo
Amneris adoptando un aire protector-, sin duda algunas los fuertes calores y
todo el hambre que has sufrido en Asia han perturbado tu razón. En primer
lugar, debes saber que tengo un pretendiente muy bien acomodado, y en segundo
lugar, ¿cómo quieres que yo, hija de un guarda del templo, corresponda al
afecto de un buen muchacho como tú, pero que ha quedado completamente inútil
para todo? ¿Cómo atenderás a mi subsistencia con la pierna arrastrando y ese
casco tan abollado…? ¡Ja…, ja…, ja…!
Y de nuevo la risa más
retozona animó el semblante de la muchacha.
El pobre, cuya
candidez le había hecho concebir las más lisonjeras esperanzas, por única
respuesta se rascó el cogote, miró a Amneris y, con gesto de cómica
desesperación, dio media vuelta y sin pronunciar una palabra se alejó de la
puerta acompañado por las carcajadas de Amneris.
-¡Pobre chico! –dijo
ésta-. No es malo, pero… ¡es tan miserable!
Hotep, aunque
verdaderamente anonadado por la escena narrada, tenía, como todos los fellahs una gran dosis de mansedumbre y
resignación; así que, después de desahogar su cólera murmurando unas cuantas
invectivas contra Amneris, se encaminó hacia un grupo de palmeras que
sombreaban el camino que conducía al templo y se tumbó sobre la menuda hierba.
Pocos instantes después roncaba como un bienaventurado.
De pronto el mendigo
se despertó a impulsos de algunos puñetazos aplicados con mano vigorosa, e
incorporándose vio ante sí a un personaje de elevada condición, a juzgar por la
pedrería que brillaba en el pectoral que cubría su robusto pecho y por la
finura y elegancia de su túnica. Otro sujeto, portador de un abanico de plumas
de avestruz, que era sin duda el que le había despertado de un modo tan
enérgico, se hallaba junto al primero.
-¿Quién eres? –dijo
con voz imperiosa-. ¿Qué estás haciendo aquí?
-Pero ya lo ves,
dormir –repuso Hotep con justa indignación.
-¿Quién te ha dado
estas sandalias? –volvió a preguntar el incógnito y refinado personaje.
-Quien puede –contestó
Hotep recogiendo su cayado y adoptando una actitud defensiva.
-¡Por mi padre, el
Sol, que no he visto jamás sabandija tan insolente! Oye, miserable, y tiembla.
-¿No temblé en el
campo de batalla cuando una flecha asiria traspasó mi muslo, y me asustaré
ahora que nada malo he hecho? Pero ¡ah! –exclamó de pronto-, tú debes ser el
rival que me disputa el amor de Amneris.
-¡Está loco! –dijo el
desconocido con asombro, volviéndose hacia su acompañante, que contestó con
signo afirmativo.
-¿Con que, es decir
–prosiguió Hotep-, que no contento con quitarme la novia, quieres también
apoderarte de mis sandalias?
-Sin dudas ignoras
quién soy –dijo el personaje del pectoral-. ¡De rodillas, miserable, ante el
faraón!
Hotep lanzó un grito
de asombro, e inclinando humildemente la cabeza respondió:
-Alto y poderoso
Ramsés, perdona a tu humilde esclavo. No me postro ante ti, porque la herida que
recibí a tu servicio me inutilizó la pierna y no puedo… Ten misericordia de
este infeliz inválido, que si pronunció palabras inconvenientes fue por no
haberte conocido.
-Piensa bien lo que
vas a contestarme, porque de ello depende tu vida. ¿Recuerdas la ocasión en que
adquiriste esas sandalias?
-Sí, hijo predilecto
de Dios.
-¿Recuerdas si el que
tales prendas te dio te aseguró que eran la fortuna de un soldado?
-Sí –contestó Hotep,
pensando en las últimas palabras pronunciadas por el guerrero ciego.
-Entonces, ¿cómo no
has reconocido en mí al faraón a quien guiaste en el reconocimiento del campo
enemigo y que, como prenda de su real aprecio, para reconocerte y recompensarte
después de la batalla, te dio las sandalias que hubo de quitarse para trepar por
los acantilados de Saín, cuyo paso nadie conocía como tú, y merced a cuyo
descubrimiento alcancé una de mis más favoritas victorias?
El mendigo quedó
inmóvil.
Comprendió que se le
ofrecía una enorme fortuna. Solo tenía que contestar de forma adecuada a las
preguntas de Ramsés. Por un momento pensó en esto y en que de esta forma tan
sencilla conseguiría aquello que tanto deseaba, es decir, podría casarse con
Amneris.
Pero era honrado y no
quiso mentir.
-Señor –dijo-, soy un
mendigo inútil y despreciable, el alimento que tomo lo debo a la generosidad
del pueblo, pero mis labios no se mancharon nunca con una mentira. Estas
sandalias no me las diste tú.
Y brevemente contó al
faraón su triste historia y la manera cómo las sandalias habían llegado a sus manos.
El faraón, viendo que
había tropezado con un hombre honrado, alguien que no deseaba aprovecharse de
la fortuna que había llamado a su puerta, decidió llevarlo a palacio donde le
agasajó por su fidelidad y le recompensó ampliamente por sus servicios,
ofreciéndole además un puesto en la corte.
Gracias a ello Hotep
pudo ir al templo a pedir la mano de Amneris, quien viéndole en una buena
posición le aceptó rápidamente, pues ella siempre le había querido.
Fueron extremadamente
felices en su nueva posición y tuvieron muchos hijos, todos ellos servidores
fieles de Ramsés Meiamun, a cuya regia esplendidez debían tantos favores.
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