Introducción.
Los primeros celtas fueron un pueblo bárbaro que ocupó, y extendió su poder, por vastas áreas de Europa central y septentrional durante la última mitad de primer milenio a. C. El grupo étnico celta se componía de distintas razas y tribus que tenían una cierta uniformidad, pues estaban unidos por un mismo lenguaje, similares tradiciones religiosas y leyes comunes basadas en el derecho consuetudinario (véase en la voz costumbre), pero, en su expansión por diversas regiones de Europa -Galia (lo que es hoy día Francia), Bretaña (especialmente el País de Gales) e Irlanda-, la religión y mitología celta fueron variando según la zona en la que se asentaron estos pueblos, todo lo cual hace incapaces a los historiadores de hablar de una sola religión celta.
Lo que sí fue característica común es que la religión celta fue un sistema ginocéntrico (centrado en la mujer) de organización que consideraba a las deidades femeninas como diosas-madre y diosas de la guerra. La Diosa Madre de los Celtas fue a menudo concebida como una guerrera que luchaba con sus armas e instruía al héroe en sus secretos. Historiadores y antropólogos como Marija Gimbutas se inclinan a pensar que luego hubo una apropiación masculina de aquellos poderes que en un principio correspondieron a las mujeres y que, finalmente, sólo un pequeño grupo de diosas contó con seguidores, ya que en su mayor parte quedaron reducidas a deidades locales limitadas a ríos, bosques, colinas y otros accidentes del terreno, comoBoann.
Aunque se hable de un panceltismo, las divinidades celtas fueron tribales por naturaleza, y cada tribu y cada clan tenían sus patrones y sus propios nombres para sus dioses y diosas, razón que explica la gran diversidad de nombres en la mitología celta (hay registrados nada menos que trescientos), número que se ve aún más aumentado porque los Celtas pensaban que era muy peligroso llamar a las cosas sagradas por su auténtico nombre y preferían referirse a ellas dando un rodeo.
Hay más. Por una parte, la religión y la mitología celta fueron influidas por la cultura grecolatina antes de la llegada del Cristianismo, que unificó los cultos y depuró su carácter pagano; por otra parte, los Celtas nunca pusieron por escrito sus tradiciones, leyes ni religión, sino que transmitieron toda esta cultura de forma oral a través de los druidas, verdaderos padres espirituales de estas tribus cuyo aprendizaje -en lecciones orales- duraba más de veinte años.
Mitología precéltica.
Desde que en los principios del siglo IX antes de nuestra era, los celtas penetraron en Galia, se encontraron sobre el suelo numerosos vestigios religiosos, de los cuales se atribuyeron enseguida la paternidad, aunque en realidad fueron obra de civilizaciones anteriores y databan de época paleolítica y neolítica. Estos monumentos líticos eran dólmenes y menhires y, aunque no conocemos el significado exacto que tuvieron para quienes los construyeron, los recientes estudios de arqueología y prehistoria se inclinan a pensar que los primeros tuvieron un carácter funerario y que, en lo que respecta a los menhires, fueron ídolos primitivos (como las piedras masculina y femenina de Men-an-Tol, de Penwith, en Cornualles) o símbolos religiosos; en cualquier caso, no cabe duda de que estas piedras fueron objeto de una persistente veneración.
A partir del edicto de Carlomagno de Aix-la-Chapelle (789), en que se retomaron las disposiciones de los concilios de Arlés (452), Tours (567), Nantes (658) y Toledo (681), el monarca, en sus intentos de asentar el cristianismo en Galia, prohibió el culto a los árboles, las piedras y las fuentes y mandó destruir muchos de los santuarios con lo que, lejos de erradicar el problema, hizo que estos lugares se convirtieran en objeto de veneración y de terror supersticioso. Así pues, para no destruir del todo las creencias populares, el cristianismo se esforzó en canalizar en un sentido ortodoxo el culto de las piedras sagradas, por ejemplo, esculpiendo en algunas de ellas el símbolo de la cruz, no obstante lo cual el paganismo primitivo dejó su impronta en los topónimos de numerosos lugares: capillas e iglesias cristianas que reemplazaron a los antiguos santuarios druídicos, fuentes "milagrosas", árboles y rocas "encantados", que son todavía lugares de peregrinación y objeto de un culto supersticioso.
Aunque en su mayor parte se presentan aislados, los menhires aparecen a veces formando alineaciones de incluso varios kilómetros como el caso de Carnac; las piedras pueden aparecer también dispuestas en forma circular, es lo que se denomina un cromlech. Cuál fue la función de estas avenidas pétreas, es difícil de decir, pues la ausencia de indicios precisos no permite más que aventurar hipótesis con extrema cautela. Podrían tratarse tanto de monumentos religiosos, como de templos solares o gigantescos altares sacrificiales.
Lo cierto es que sobre muchos de los dólmenes se han encontrado grabados dibujos geométricos, algunos de los cuales reproducen figuras que parecen tener un valor simbólico. Puede ser aventurado ver sobre éstas la imagen esquemática de un dios cornudo, de un animal o de una doble hacha, pero en las muchas reliquias del período neolítico, de carácter religioso más o menos acusado, que se han encontrado en las grutas del Marne o en las orillas del Sena o del Oise se han encontrado, en efecto, imágenes más o menos esquematizadas de divinidades antropomorfas que apuntan a la existencia de una religión coherente que se transmitió de una época a otra.
En conclusión, todo parece indicar que, antes de la llegada de los Celtas, existía en la Galia una suerte de rudimentaria mitología que se fue desarrollando con el tiempo y fue condicionada por la región en que se asentaron; la primera diferencia la marcó el territorio, es decir, ni la vida ni la religión evolucionaron de la misma manera para los Celtas del continente -los Galos- que para los insulares -Irlandeses y Bretones-.
Los Celtas continentales: los Galos.
Resulta bastante trabajoso estudiar con precisión los dioses que veneraron los antiguos Galos por una triple razón: en primer lugar, la región gala se basó en sus orígenes en una suerte de animismo que no admitía ningún tipo de arte figurativo. Los Galos no imaginaron bajo un aspecto concreto las fuerzas naturales que ellos veneraban, así que tampoco dejaron imágenes grabadas o esculpidas.
La segunda razón es que verdaderamente no hubo jamás en Galia una religión nacional, a pesar de que César pensara que sí existía una creencia común cuando declaró que "todos los Galos pretenden ser hijos de Dis pater", y de que los historiadores son de la opinión de que los Celtas tuvieron, desde los tiempos en que se constituyeron en cuerpo y en nombre, un dios soberano, el dios de todo el pueblo, que ellos identificaron con Teutates. Sin embargo, sabemos que esto no fue así, que hubo una ingente cantidad de deidades en el panteón.
Opiniones más recientes se inclinan a pensar que la particular forma de ser de los Galos únicamente podía entenderse basándose en su propia religión, ya que en el caso de los Celtas no se hizo ese trabajo de asimilación que, en el caso de Grecia, por ejemplo, transformó en divinidades nacionales a los dioses locales de diversas provincias. Los dioses galos fueron dioses de clanes o de tribus cuyo culto estuvo limitado a un estrecho territorio. De ahí procede su multiplicidad, la extraordinaria confusión que reina en el panteón galo; y no sólo porque carezca de la más mínima jerarquía, sino también porque las divinidades que lo componen aparecen de forma vaga e imprecisa, mal definidas, de lo que se deduce que no tuvieron peso suficiente para que las leyendas cristalizaran alrededor de sus figuras.
La tercera fuente de dificultades reside en el hecho de que la literatura de los Galos es exclusivamente oral. Los innumerables versos que los druidas (de daru-vid, 'muy sabio') hacían, según César, aprender a sus discípulos, los cánticos de victoria mencionados por Tito Livio y las leyendas familiares han desaparecido junto a las bocas que los pronunciaron. Únicamente subsisten algunas fórmulas mágicas, algún que otro calendario y un cierto número de inscripciones votivas y funerarias en las estelas y bajorrelieves, pero éstos datan de una época en que ya había comenzado la asimilación de las divinidades locales por las romanas, lo cual no da una idea sobre cuál fue la forma literaria original.
Encontramos, en efecto, que en lo que concierne a los Celtas del continente, existe una mitología sin mitos, lo que es en sí bastante decepcionante y obliga a una simple nomenclatura de las divinidades, cuyo carácter y atribuciones son bastante difíciles de precisar. Con todo, al pasar revista a las creencias religiosas de los Galos en el desarrollo cultura sufrido tras la conquista romana, se observa cómo la religión gala evolucionó del primitivo animismo hacia una concepción antropomórfica de la divinidad.
El politeísmo naturista.
Los antiguos Galos, como otros muchos pueblos primitivos, fueron politeístas y veneraron ciertas divinidades tópicas (es decir, atadas a un lugar determinado), regionales o aquellas que identificaron con accidentes orográficos; aparte del culto lítico antes mencionado, los antiguos Galos divinizaron las cimas de las montañas, grandes cavernas y otros lugares relevantes, las aguas, árboles y, sobre todo, los animales.
El culto a las aguas.
Uno de los lugares en los que mejor se muestra el naturismo de los Galos es en el culto a las aguas, ya sean ríos, fuentes o arroyos. Diva, Deva o Devona ('la Divina') fue una apelación frecuente de los ríos galos, de lo cual dan testimonio los muchos topónimos que con esta raíz se encuentran todavía.
Nemausus, dios tutelar de la ciudad de Nîmes, fue el genio de la fuente del mismo nombre; Icaunus fue el del Yonne; asimismo, fueron numerosos los Belgas que se jactaban de ser Rhenogenus, 'hijos del Rhin'. Borvo, Bormo o Bormanus ('el Hirviente') fueron dioses de las aguas termales que dieron sus nombres a varios balnearios (Bourboule, Bourbonne, Bourbon-Lacy o el Archambault).
La más característica de estas divinidades acuáticas es la diosa Epona, que aparece siempre a lomos de un caballo, con el que forma un grupo inseparable, y cuyo culto fue importado enseguida en todo el Imperio Romano. Se sabe que Epona fue identificada con una diosa de la abundancia agrícola, de la fertilidad del suelo. Pero ¿qué es sino el agua lo que fertiliza la tierra? En efecto, Epona parece ser una diosa de las aguas, exactamente la contrapartida de la fuente Hipocrene. Sus nombres son equivalentes (epos, ona = hippos, crene) y ambos significan 'fuente de los caballos'. Por otra parte, es bien sabida la relación que une a los caballos con el agua, y que el carro de Poseidón estaba tirado por unos animales mitad caballos mitad serpientes. Epona fue muy popular en Galia, como atestiguan las numerosas representaciones que de ella se conservan.
El culto a los árboles
Las aguas eran importantes porque fecundaban los bosques, cosa que sabía muy bien un pueblo agrícola y cazador como el galo. Entre sus divinidades favoritas se encontraban Vosegus, el dios tutelar de los "Vosgos" silvestres; Ardvina, la ninfa de las "Ardenas"; Ardnova, la de la Selva Negra, etc.
En la región de los Pirineos existen muchas inscripciones latinas que permiten saber cuáles fueron los dioses árboles: Robur ('Roble'), Fagus ('Haya'),Tres Arbores ('Tres Árboles'), Sex Arbores ('Seis Árboles'), Ablio ('Manzano'), palabra de la que se derivan apple y apf en las lenguas germánicas, o Buix('Boj'). Pero el árbol considerado como dios supremo en toda la Galia fue la encina; según relata Plinio el Viejo, era en los bosques de encinas donde los druidas hacían sus santuarios, y cuenta también que no realizaban ningún ritual sin estar provistos de hojas de este árbol.
Otra de las plantas preferidas de los druidas fue el muérdago; el árbol en el que crecía revelaba que el espíritu del dios se hallaba allí. Se cortaba con gran ceremonia, siguiendo un ritual establecido que sólo comenzaba tras haber sacrificado dos toros blancos. El druida de mayor rango -que solía ser el de mayor edad-, vestido de blanco, se subía a un árbol y con una hoz de oro cortaba el muérdago que guardaba en un paño también blanco. La veneración de esta planta ha dejado restos en nuestras costumbres; así, el muérdago se considera de buen augurio en numerosos países de tradición anglosajona como Norteamérica, donde existe la creencia de que da buena suerte besar a la persona amada debajo del muérdago el día de Año Nuevo y significa matrimonio dentro de ese año.
Todo este culto vegetal deja restos en la iconografía. Son frecuentísimos los restos arqueológicos procedentes de la cultura celta que muestran imágenes con cabezas foliadas, hojas que se sabe simbolizaban la fertilidad.
El culto a los animales.
Los Galos adoraron también a diversos animales. Caballos, cuervos, toros y jabalíes se contaron entre los más venerados y como ellos se denominan numerosas ciudades y pueblos: Tarvisium (de tauro, 'toro'), Lugudunum (de lugos, 'cuervo'), etc. En las Ardenas se adoraba con veneración al jabalí; los Helvecios que habitaban en los alrededores de Berna hicieron objeto de sus oraciones a la diosa Artio ('la Osa') que parece corresponderse con la Artemisa griega; el oso parece haber sido uno de los animales más estimados, pues simbolizaba el valor y la fuerza.
Uno de los animales que tiene una leyenda más curiosa es el cerdo. Cuentan que los cerdos mágicos eran cocinados para alimentar a los invitados a un banquete y que, sin importar cuántas veces fueran asados y comidos, a la mañana siguiente estaban vivos de nuevo y listos para los fogones.
Los peces, y muy especialmente el salmón, se asociaban con el conocimiento secreto, y eran frecuentemente utilizados por augures y adivinos. Igual pasaba con los pájaros, sobre todo cuervos y buitres, que eran comúnmente aceptados como presagio de mala suerte o de batalla. Los caballos y el ganado representaban la fertilidad, como ya ha quedado dicho antes, justo lo contrario que dragones y serpientes, que no traían más que problemas.
Entre los numerosos dioses zoomórficos, uno de los más representados es la serpiente con cabeza de carnero. Esta serpiente cornuda no parece simbolizar en ningún caso la eterna lucha del mal contra el bien, pues suele aparecer en manos de un dios o sobre sus rodillas; más bien parece ser su compañera y tener cierto carácter ctónico. De hecho, los cuernos entre los pueblos primitivos fueron un elemento de virilidad y de poder, claro exponente de lo cual es que los Celtas no sólo dotaron de cuernos a sus dioses, sino que invocaban su protección en las batallas adornando sus cascos con cuernos.
Entre los animales divinizados, el que parece haber sido objeto de un mayor culto es el toro, lo cual no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que ha sido siempre el símbolo de la fuerza y del poder en casi todas las mitologías antiguas. El ejemplo más conocido es el del toro cretense, pero el galo presenta unas particularidades bastante curiosas. En un altar galo-romano encontrado cerca de París, figura un toro de pie cerca de un árbol, que lleva dos grullas sobre la espalda y una sobre la cabeza; es el Tarvos Trigaranus (el toro con tres grullas), animal de iconografía bastante enigmática. Estos mismos pájaros figuran en las fábulas de la mitología irlandesa pero, por otra parte, es sabido que uno de los dioses más populares en la mitología gala es tricéfalo (Cernunnos), lo cual hace factible pensar que el adjetivo trigaranus signifique trikaranos ('con tres cabezas'). Esto también se confirma porque para los antiguos Celtas el número tres era sagrado, de ahí que las divinidades aparezcan siempre en tríadas, o tengan tres cabezas o tres caras; incluso en numerosas historias y cuentos, las deidades y los héroes pseudodivinos han nacido tres veces sucesivas o como tres personas con el mismo nombre.
Los dioses antropomorfos galo-romanos.
Cuando César invadió la Galia, se encontró con una serie de divinidades indígenas que pasaron a engrosar el panteón galo-romano (o a asimilarse, dependiendo de los casos), aunque también podía suceder que las características de varios dioses se dispersaran y luego aparecieran en dos o tres deidades distintas. Lucano, en su Farsalia, lista los principales dioses que existían entre los celtas y dice que su aspecto y atribuciones coincidían bastante con los de los dioses romanos, si se exceptúa el pequeño detalle de que a estas deidades galas les encantaban los sacrificios humanos.
Entre los principales dioses estaban Esus (cuyo nombre significa 'Señor'), considerado el creador de todas las cosas y los demás dioses, especialmente por las tribus del norte de la Galia. Esus parece ser una de las formas del dios Teutates e incluso hay quien lo identifica con el héroe irlandés Cuchulainn.
Julio César, en De Bello Gallico, cita los cinco principales dioses que adoraban los galos y que, por supuesto, identifica con los dioses romanos. Una de las divinidades más importantes es Taran, correlato del Júpiter romano, al que se unen el ya citado Teutates, identificado con Hermes-Mercurio, y Ogmius, que se asimila a Hércules. El Apolo galo lleva los nombres de Borvo, Bormo o Bormanus (como ya se vio más arriba en este mismo artículo), aunque en la región del Danubio se le llamó Belenus. La diosa Minerva fue Belisama; el Marte galo llevó diversos nombres: según la región del Imperio en que se le adorara podía ser Segomo ('el Victorioso'), en el valle de Rhôna y en Borgoña; Beladon o Belatu-cadros ('el Destructor') entre los bretones; Camulus ('el Poderoso') en Auvernia; Cumhal ('padre de Finn') en Irlanda; Leherenus ('el Primero de los Dioses') y Caturix ('el Rey del Combate'). Entre los dioses ya más regionales, cabe destacar las figuras de Dis pater, el dios de la doble hacha; Sucellus, uno de los dioses más misteriosos, y Cernunnos, que con toda probabilidad fue uno de los más importantes en un pueblo fundamentalmente cazador y guerrero.
Los celtas insulares: Gran Bretaña e Irlanda.
Los primeros celtas Goïdels parecen haber estado establecidos en Gran Bretaña hacia el siglo VIII a.C. Cuándo y cómo comenzaron a pasar a Irlanda, no se sabe, pero sí existen datos que permiten creer que hacia el siglo II o III los Brittons o Bretones y los Belgas se hicieron a la mar y llegaron a las islas, donde se fueron superponiendo a los Goïdels hasta que tomaron su lugar. Es posible, pues, distinguir entre dos grupos de Celtas insulares: la ramagoïdelica o irlandesa, y la rama britonna o bretona, en la se incluían los Cimbrios (Kymris o Cimmerianos), que habitaban en el país de Gales y en la Bretaña armoricana.
La mitología de estos pueblos, muy densa, se estudia a través de varias fuentes que van desde las inscripciones y dedicatorias en tablillas votivas a los antiguos manuscritos irlandeses, galeses o escoceses -algunos de los cuales datan de antes de la Edad Media- en los que se perpetúan antiguas costumbres y tradiciones; asimismo, buenas fuentes de información son también las historias y crónicas fabulosas que han llegado hasta nuestros días, y una lujuriante hagiología primitiva, donde los hechos de las divinidades paganas son atribuidos con el mayor descaro a los primitivos santos cristianos de la Iglesia celta. También es importante la tradición oral transmitida por los bardos que inspiró a los juglares galeses, bretones y normandos y que dio lugar más tarde a las historias de la materia de Bretaña, y, desde luego, no cabe olvidar los cuentos, fábulas y leyendas populares que forman parte del riquísimo acervo cultural de estas tierras.
Cabe resaltar el papel fundamental que jugó el druidismo, que se conservó durante más tiempo en las islas que en el continente. Proscritos de la Galia por Tiberio y más tarde expulsados por Claudio, los druidas se refugiaron en un principio en Gran Bretaña, y luego en Irlanda, donde se mantuvieron por espacio de cuatro siglos sin ceder en sus posiciones más que lo estrictamente imprescindible ante el pujante cristianismo. Finalmente desaparecieron hacia el 560, tras abandonar su antigua capital, Tara.
Está, por otra parte, la pobreza de materiales figurativos, pues los únicos verdaderamente abundantes son, en general, anteriores al establecimiento de los celtas y se remontan a la época neolítica. Son, como en Galia, dólmenes, menhires, alineamientos y cromlechs, con la particularidad de que ofrecen un motivo decorativo que se repite constantemente, la espiral.
El panteón.
A pesar de que muchas veces aparecen con distintos nombres (debido a la diferente evolución fonética que hayan sufrido), las grandes divinidades son comunes a los Goïdels de Irlanda y a los Bretones.
Los hijos de Dana y los hijos de Llyr.
La madre del panteón celta insular es la diosa Danu o Domu, en Irlanda, y Dôn en Gran Bretaña; es la compañera de Bilé (en irlandés) o Béli (bretón), que parece corresponderse con un "dios padre", el Dis Pater del que, según César, los galos se creen descendientes.
Toda la estirpe de esta diosa, los Tuatha dé Danann, es decir, 'la tribu de la diosa Danu' o 'los hijos de Dôm' (según que la fuente sea gaélica o bretona) están perpetuamente enfrentados con los miembros de la estirpe del dios Llyr. Entre los primeros se encuentran Goibniu, Llûdd, y Gwydion, mientras que los hermanos Mannanan y Brân integran, entre otros, el segundo de los linajes.
La leyenda artúrica.
Casi todos los personajes, dioses y héroes de la mitología celtoirlandesa y muy especialmente de la galesa se encuentran en las historias medievales del rey Arturo que forman la denominada "materia de Bretaña". Entre los antecedentes de ésta, ocupa un papel importante la Historia Regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth (1136), que dio lugar a las leyendas de "Bretaña la Grande", una de cuyas obras más famosas es la de Sir Thomas Malory, Muerte de Arturo (ca. 1470).
El propio rey Arturo, a medio camino entre lo divino y lo humano, incorpora muchos de los atributos del dios Gwydion, uno de los hijos de Danu, y su esposa Ginebra es hija del gigante mítico Ogyrvan, protector e inciador de la saga de los bardos; incluso, siguiendo el ejemplo de linajes divinos en los que está permitido el incesto, en textos muy antiguos Ginebra aparece como hermana de Arturo antes de convertirse en su esposa.
Sus dos hijos, Gwalliadvwyn y Medrawt, uno malo y otro bueno, se corresponden asimimo con las divinidades de la luz (Lleu Llaw Gyffes) y de las tinieblas (Dylan). Es posible encontrar a un tercer hermano, Gwalchaved, que se convertirá en Galahad, y también al mago Myrddin, que no es otro que Merlín el encantador. Es, asimismo, muy fácil encontrar e identificar a todos los personajes secundarios del ciclo mítico del rey Marco, de la reina Iseo y de su sobrino Tristán entre una multitud de korreds (enanos), korriganes (hadas) y morganas (genios de las aguas).
El elemento sin el cual no existiría la "materia de Bretaña", la conquista mítica del Santo Grial, también hunde sus raíces en la primitiva mitología de la isla, pues no es otro que el caldero mágico, dotado de virtudes prodigiosas, que poseen diosas como Branwen y Morrigan.
(Para ampliar la información sobre estas materias, véanse, al respecto, las entradas correspondientes a Literatura Artúrica y Materia de Bretaña).
El ciclo de las Invasiones.
Los orígenes de Irlanda se relatan en el Libro de las Invasiones que, si bien en un principio mezcla la propia historia real de la isla con aspectos mitológicos, poco a poco se va completando y precisando hasta que a principios del siglo XVI la narración queda suficientemente establecida. La historia es, más o menos, como sigue:
Después del Gran Diluvio, la isla que con el tiempo sería Irlanda fue habitada por la reina maga Cessair (nombre que recuerda, al menos etimológicamente, al de Circe) y sus súbditos, pero ella muere junto con toda su raza. Años más tarde, hacia el 2640 a.C., el príncipe Partholon desembarca en Irlanda procedente de Grecia junto a otras ochenta parejas. Lo que en un principio era una planicie con tres lagos es ampliada por Partholon que la trasforma y hace cuatro llanuras más con siete lagos nuevos. Sus compañeros se multiplican durante trescientos años hasta alcanzar el número de cinco mil y van poblando las nuevas tierras, pero una epidemia les aniquila el día primero de mayo, aniversario de su llegada a la isla. Su sepultura común es la colina de Tallaght, cerca de Dublín. Hacia 2600 a.C. la tribu de los "hijos de Nemred", originaria de Escitia, pone pie en la isla. Dos milenios después, en el año 2400 a.C., otro grupo de invasores desembarca estas tierras, son los Hombres Bolg o Firbolg. Finalmente, de las "islas del Oeste", donde han estudiado las artes de la magia, llegan los Tuatha Dé Danann que, como ya se ha visto, son de raza divina. Traen con ellos sus talismanes: la espada de Nûdd, la lanza de Lug, el caldero de Dagda y la "piedra del destino" de Fâl, que lanza un chillido si se sienta sobre ella un rey que no sea legítimo.
Todos estos invasores sucesivos han debido combatir día a día con los gigantes monstruosos que poblaban originariamente Irlanda. Algunos son cuerpos sin piernas ni brazos; otros tienen cabezas de animales, en su mayor parte cabras o machos cabríos. Son los Fomorianos, (de fomor, 'bajo el mar') y descienden de una divinidad, Dommu ('el Abismo').
Pero la verdadera lucha sin cuartel tiene lugar entre los Dé Danann y los Fomorianos; la primera batalla se libra en Moytura (Mag Tuireadh, 'la llanura de las piedras en pie' -es decir, menhires-), de la que salen victoriosos los Tuatha. Durante el transcurso de la batalla, el rey Nuada o Lludd pierde la mano derecha, mutilación que pone en peligro su poder soberano, hasta que Diancecht, que es un hábil artesano, forja en plata una mano articulada que se adapta perfectamente a él.
Contrariado por las circunstancias de su derrota, Nuada (a partir de entonces 'el de la Mano de Plata') es reemplazado por Bress, hijo del fomoriano Elatha ('la Sabiduría') y de la Dé Danann Eriu (diosa epónima de Irlanda), concebido como un intento de alianza entre las dos razas enemigas mediante una política matrimonial. Bress se casa con Brigitte, hija de Dagda; mientras que Cian, hijo de Diancchet, toma por esposa a la hija del cíclope Balor, Ethiu.
Sin embargo, sucede que Bress es un odioso tirano que tiene a su pueblo abrumado con impuestos y tributos y que, además, ha hecho objeto de sus burlas al hijo de Ogmé, Caïrbré, el mejor bardo de los Dé Danann. Tras siete años en el trono, Bress deberá abdicar el poder, y Nuada recuperará su puesto. Esto es posible porque su mano amputada le ha sido vuelta a reimplantar en el puño gracias a los encantamientos y a la habilidad de Miach, el hijo de Diancecht, que sin embargo encontrará la muerte a manos de su padre, celoso de su habilidad.
Por su lado, sin cejar en su empeño de poder y dominio, Bress convoca un consejo secreto en su morada submarina, y persuade a los Fomorianos de que le ayuden a rescatar Irlanda de las manos de los Dé Danann. Los preparativos de la guerra duran siete años, durante los cuales Lug, el niño prodigioso, "maestro en todas las artes", fruto de la unión de Ethiu y Cian, va creciendo. Es él quien organiza la resistencia de los Dé Danann, mientras que Goïbniu le forja las armas y Diancecht hace brotar del suelo una fuente prodigiosa capaz de curar las heridas y devolver la vida a los muertos. Pero los espías de los Fomorianos la descubren y la destruyen cubriéndola de piedras malditas.
Tras algunas reyertas y pequeños combates aislados, se produce la gran batalla, que tiene lugar en la llanura más septentrional de Moytura (Mag Tuireadh, 'la pradera de las piedras en pie'), cerca de Sligo, donde se encuentran los mayores alineamientos de piedras, después de Carnac. Es una encarnizada lucha durante la cual van muriendo numerosos guerreros: Indech, hijo de la diosa Domnu, es muerto por Ogmé, que sucumbe a su vez. Balor, el del Ojo Malvado, asesta una de sus miradas letales a Nuada, y Lug, con su honda mágica, le saca el ojo a Balor. Viendo reducido su número de forma considerable y muy desmoralizados, los terribles Fomorianos emprenden la retirada en dirección al mar. Bress es hecho prisionero y la hegemonía de los gigantes nunca más vuelve a la isla.
Todos estos acontecimientos ocurren más o menos al mismo tiempo que la Guerra de Troya. Pero el poderío de los Dé Danann va a conocer un rápido declive. Dos deidades del mundo de los muertos, Bilé e Ith, desembarcan en la desembocadura del Kenmare, para intervenir en los consejos políticos de los vencedores.
Milé, hijo de Bilé, se reúne con su padre en Irlanda, acompañado de sus ocho hijos y de su séquito; es la "tribu de los Milesios" y como otros predecesores invasores o inmigrantes, la llegada se produce el primer día de mayo. En su marcha hacia Tara, se encuentran sucesivamente tres diosas epónimas, Banba, Fotla y Eriu, cada una de las cuales pide al druida Amergin, el consejero y adivino de Milé, que la isla se llame como ella. Finalmente, la isla será nombrada Erinn (genitivo de Eriu), por la diosa que hace su súplica en tercer lugar.
Tras nuevos y sangrantes combates, en el último de los cuales interviene Mannanan, hijo de Lyr (el Océano), los tres reyes Dé Danann son muertos por los tres hijos supervivientes de Milé. Se firma un pacto de paz; los Dé Danann ceden la isla de Erinn y se retiran al País del Más Allá, sin exigir más compensación que la celebración de sacrificios y un culto en memoria suya.
El Ciclo del Más Allá.
Abandonando la superficie de la isla de Erinn (Irlanda), algunos de los Dé Danann se retiran a una tierra lejana, situada "más allá" de los mares occidentales, denominada Mag Mel ('la Llanura de la Dicha') o Tir nan Og ('Tierra de la Juventud'). En este lugar, los siglos son minutos; los que allí viven no envejecen jamás; los prados están eternamente cubiertos de flores y el hidromiel corre por los lechos de los ríos. El tiempo transcurre entre festines y batallas, pasatiempos favoritos de los habitantes del País del Más Allá, y los guerreros comen y beben viandas y brebajes encantados, siempre acompañados de mujeres de belleza esplendorosa.
Este paraíso (que recuerda al país encantado de los Hiperbóreos descrito por Diodoro de Sicilia) se corresponde en la mitología de Gran Bretaña con la tierra de Avalon ('la Isla de los Manzanos'), donde reposan los reyes y los héroes difuntos. Esta idea de un país de ultratumba, situado más allá del horizonte occidental donde tarde tras tarde se oculta el sol, es común a todas las civilizaciones pelágicas. Ello explica la abundancia de santuarios druídicos que existe en la isla de Sein (Enez Sisun, 'la isla de los Siete Sueños'), situada enfrente de la pseudoisla de Armor. Quizá habría también que ver, en los menhires y otras piedras levantadas, los cenotafios o estelas funerarias erigidas en honor de grandes druidas o poderosos jefes celtas en el límite de estas tierras que frecuentan los vivos, enfrente de esa "llanura feliz" donde sobreviven los muertos.
El resto de los Dé Danann encuentran una salida muy honrosa en retirarse a las magníficas moradas subterráneas, señaladas a los ojos de los humanos por una serie de montículos. En estas nuevas condiciones, los hijos de la diosa Danu, a menudo invisibles, toman prestado su nuevo nombre, aes sidhe('raza de las colinas'), apelativo del cual, abreviado en sidhe o shee, se deriva el que los irlandeses dan al mundo invisible de las hadas. La banshee(contracción de bean sidhe, 'mujer hada') de las creencias populares, cuya aparición es presagio de muerte, no es más que la diosa venida a menos de los antiguos celtas Goïdels.
En los cuentos del ciclo del Ulster, las sidhe se manifiestan a los vivos, en la realidad concreta y en los sueños. Ellas se muestran o desaparecen sin que uno pueda saber de dónde vienen ni a dónde van. Pueden volverse invisibles y a veces intervienen en las acciones de los humanos. En el ciclo de los Fenianos (véase el último apartado de esta misma entrada), están en constante relación con los jefes y los guerreros; participan en sus banquetes, toman parte en sus juegos y combaten a su lado en la guerra, armadas con escudos blancos y lanzas azuladas.
El ciclo heroico del Ulster.
Además de la genealogía de los Dé Danann y de las historias no menos apócrifas de las invasiones y de los reyes milesios, es posible encontrar en la mitología celtoirlandesa otras grandes epopeyas. La más interesante es la que concierne al reino del Ulster en la época del rey Conchobar que, además, es el ciclo más original, pues los elementos paganos que aparecen fueron con el tiempo transformados al cristianismo.
Por otra parte, el texto comprende tratados de costumbres, vestimentas, armamento, viviendas, ordenación de banquetes, prácticas mágicas y guerreras (tales como la conducción de carros de combate con dos ruedas o la exhibición de las cabezas cortadas de los enemigos vencidos), etc. que caracterizan sin lugar a dudas el tipo de civilización del período de la Tene. Una etapa en la que, aparte del importantísimo papel religioso, social y político de los druidas, el estado social de Irlanda es bastante similar al de la Galia independiente anterior al Imperio romano, a la Grecia homérica o a la Roma de Tarquino (los galos del continente y los gaélicos insulares son en sí una sola raza, con las lógicas diferencias marcadas por las condiciones regionales).
El núcleo de la historia es anterior al siglo II, pero las primeras versiones escritas que se conocen son posteriores al siglo IX. Las aventuras de Cuchulainn -más conocido como el "Campeón de los Ulates"-, que constituyen la epopeya central de la serie, se desarrollan por completo durante el reinado del rey Conchobar mac Nessa (o Connor) y son contemporáneas a los comienzos del cristianismo. La tradición data, en efecto, del año 30 a.C. el advenimiento del joven rey, y emplaza su muerte para el 33 de nuestra era.
Cuando nació, al gran héroe del Ulster le llamaron Setanta. Fue hijo de Dechtiré o Deichtine, hermana del rey Conchobar, casada con el profeta Sualtam, pero su verdadero padre es el dios Lug "el de los Brazos Largos", mito solar de la tribu de los Tuatha Dé Danann. Esto es así porque Deichtine concibió tras haber bebido de un líquido en el que flotaba una pequeña forma que, según se dice, era el alma del dios.
A la edad de cinco años, Setanta dejó su casa para unirse a los Caballeros de la Rama Roja (apelativo que parece designar una primitiva orden de caballería), un grupo de valientes y temerarios guerreros escogidos entre las filas del ejército del rey del Ulster, Conor Mac Nessa. Junto a ellos consiguió su lanza, su escudo de plata y su jabalina e hizo su juramento. Adquirió su nombre de caballero con siete años, cuando masacró al perro guardián del hechicero Cullain, jefe de los forgerons del Ulster, y tuvo que prometer que, a partir de entonces, sería él quien vigilaría; es decir, se transformó en Cuchulainn (Cu Chullain, 'perro de Cullain').
Poco tiempo después de esta primera hazaña, da muerte a tres gigantes magos que habían desafíado a los caballeros de la Rama Roja. Luego se marcha a perfeccionar su educación con la hechicera Scathach (epónimo de la isla de Skye), que reside en Alba (Escocia) y que enseña a Cuchulainn todas sus artes mágicas. Finalizada su formación, el héroe abandona el Ulster, enriquecido con nuevos sortilegios y provisto de armas prodigiosas, y sigue engrosando la lista de sus proezas con la muerte a la amazona Aïffé, la enemiga acérrima de su maestra Scathach.
Se enamoró perdidamente de la rubia Emer, hija de un poderoso mago que no permitió al héroe casarse con ella. Cuchulainn decidió obtener por la fuerza lo que le había sido denegado, así que, ni corto ni perezoso, se aprestó a introducirse en el castillo donde el malvado mago había encerrado a su amada, para lo cual tuvo primero que dar muerte a la guarnición de soldados que custodiaban la prisión. Finalmente pudo convertir a Emer en su esposa, pero estuvo acompañado por otras muchas mujeres a lo largo de su vida.
El relato continúa con una larga lista de hazañas realizadas por el héroe que justifican sobradamente su sobrenombre de "Campeón de los Ulates"; de éstas, sus proezas más famosas son las descritas en el grupo conocido como Razzia del Toro de Cooley ('Tain bo Cuailngé'). Es la sangrante historia de la larga guerra que los cuatro reinos de Irlanda (los dos Munster, el Leinster y Connaught) desencadenaron contra el Ulster, a instigación de la temible y pérfida reina de Connaught, la astuta Mauve o Medb (en la que se inspirará luego Shakespeare para crear a la "traviesa" reina Mab), que deseaba asegurarse la posesión de un animal mágico, el Toro de Cooley.
Los Ulates se ven repentinamente aquejados por una extraña debilidad que les hace incapaces de luchar o simplemente de moverse, que les había sido infligida por la diosa Macha en castigo por haberse burlado de ella, así que Mauve está a punto de declinar la lucha y dejar que el reino del Ulster se quede a la merced de los vencedores; pero Cuchulainn, que debido a su origen divino escapa a la maldición comunal, parte en solitario para enfrentarse a las hordas enemigas y durante tres largos meses, lucha incansablemente día tras día dando muerte a los adversarios. Durante la batalla, planeando por encima de los combatientes e inteviniendo en la lucha cuando les viene en gana, están dos personajes divinos, Lug 'el de los Largos Brazos', padre biológico de Cuchulainn, que cada noche le da a éste un brebaje y unas hierbas mágicas que curan sus heridas y le reconforta; y Morrigan, diosa de la guerra, que ayuda a Cuchulainn con sus consejos y sus sortilegios mágicos y que, tras haberse visto rechazada por el héroe en sus requerimientos amorosos, va a desarrollar contra él un odio feroz cuyas consecuencias se verán más tarde.
Uno de los episodios más humanos y emotivos es el duelo entre Cuchulainn y su amigo de la infancia Ferdiad. Los dos jóvenes, a los que une un sentimiento profundo y desinteresado, están ligados por un pacto de amistad eterna y han sido compañeros de armas con Scathach. Una noche fatídica, Ferdiad, que prometió que nunca atacaría a Cuchulainn, fue seducido por su reina, la astuta Mauve, quien le embriaga con vino y sus promesas de amor hasta hacerle jurar que desafiará a su amigo. Cuando vuelve en sí, Ferdiad intenta retraerse pero los otros invitados se burlan de él, acusándole de cobardía. Así que, muy a su pesar, tiene que provocar a Cuchulainn quien, con el corazón en un puño, acepta el reto. Los dos adversarios ensayan durante tres días los golpes del combate, en un intento vano de evitar el que será fatal para uno de ellos. Pero el destino es más poderoso; la espada mágica de Cuchulainn asesta un mandoble mortal a Ferdiad. Desolado, Cuchulainn se acerca a su amigo, pero es inevitable: Ferdiad expira y el Campeón de los Ulates estalla en lamentaciones y gritos de dolor por el compañero que se ha ido para siempre.
Esta amarga victoria pone fin a las proezas del héroe, porque, vencida ya aquella extraña debilidad que les aquejaba, los Ulates se arman y se aprestan al combate; cuando entran en batalla se alzan con el triunfo y dispersan a sus enemigos. Cuchulainn, siempre magnánimo, protege a la reina Mauve, al consorte de ésta, Ailill, y al tránsfuga Fergus, uno de los reyes destronados del Ulster que se había aliado con el enemigo.
Otras historias que aparecen en el relato cuentan cómo el héroe se sube en una barca mágica hacia Mag Mel ('la Llanura de la Felicidad'), más allá del mundo celta, donde cae enamorado de la diosa Fand, la esposa abandonada de Mannanan mac Llyr, que también le corresponde. Tras jurarse amor eterno, Cuchulainn vuelve al Ulster y Fand, a lomos de un burro, fiel a su promesa, se presenta allí. Pero son sorprendidos por Emer, que llora amargamente ante la infidelidad de su esposo; el llanto desconsolado de la amante esposa conmueve a la diosa que abandona al campeón y se vuelve con su marido quien, por su parte, había vuelto a buscarla.
Tras este episodio, Cuchulainn mata al gigante Conlach, sin saber que es su hijo único, concebido de la hechicera Aïffé, que había sido enviado a Irlanda por su propia madre en un ataque de celos para desafiar a duelo a su padre. Espantado ante lo que ha hecho, Cuchulainn atraviesa una fase de locura y furia y una espesa tristeza va invadiendo poco a poco su alma desde ese día.
La caída del héroe llegará por fin por mediación de la odiosa reina Mauve, que se ve ayudada por sus parientes y por los hijos de aquellos que Cuchulainn ha dado muerte en duelo durante su vida. Pero primero tiene que despojar al mítico guerrero de todo aquello que le protege, así que llama a su presencia a las hijas de Callatin, tres hechiceras que han pasado largo tiempo en Oriente perfeccionando su maléfica ciencia, y les ordena embaucar a Cuchulainn. Bajo el aspecto de tres cuervos, las tres magas provocan en el héroe visiones y espejismos que le llevan hasta la llanura de Muirthemné; allí le dan a comer carne de perro, prohibida para Cuchulainn, con lo que viola uno de sus tabúes sagrados y en castigo los bufones de la corte de Connaught le arrebatan su lanza mágica.
Sin fuerzas casi y desprovisto de sus defensas tanto materiales como sobrenaturales, el campeón se ve atacado por un número aplastante de enemigos; veinte presagios le anuncian su muerte, pero su corazón indomable no desfallece hasta que, finalmente, recibe la herida fatal en la cabeza, a la altura de la sien. Viendo cerca su muerte, y decidido a morir en pie, se ata con su propio cinturón a una columna de piedra. Su caballo negro, con lágrimas en los ojos, se acerca para acariciarle y lamerle sus llagas. Cuando exhaló su último aliento, Cuchulainn permanecía aún de pie. Hacía algún rato que Morrigan, en forma de cuervo, se había posado en su hombro y comenzaba a beber la sangre que manaba de su cráneo herido. Uno de sus enemigos se acercó a cortar su cabeza para llevársela como trofeo, según la costumbre establecida, pero pero la espada mágica de Cuchulainn, se desenvainó sola para cortar la mano del traidor.
El ciclo de los Fenianos o de Ossian.
El ciclo de Ossian, tan importante como el ciclo del Ulster, ha tenido un desarrollo considerable a partir de la conquista sajona, mientras que el precedente se quedó como un mero recuerdo. Los acontecimientos históricos que sirven de fondo a la historia datan del período que va desde el año 174 (batalla de Cnucha, bajo Conn el de las Cien Batallas') hasta el año 283 (batalla de Gavra, con Cormac).
Las historias de este ciclo dejan entrever una civilización completamente distinta de la de los Ulates; la de los cazadores nómadas que viven en los bosques primitivos. Las sagas fenianas son el atributo, no de una tribu, sino de la propia nación; son comunes a los dos países goidélicos, Irlanda y Escocia. Es la tradición más viva, la que todavía permanece. Un viejo proverbio asegura que si los fenianos pudieran hablar aunque sólo fuera un día, se levantarían de entre los muertos y reclamarían su sitio.
Los Fenianos, cuyo nombre deriva de Fianna, constituyen una suerte de caballería, instituida según parece bajo el reinado de Feradach Fechtnach (15-86) y cuya función era mantener el orden en Irlanda y proteger la isla contra toda invasión. Las hazañas guerreras y cinegéticas de sus miembros se han hecho famosas. En el siglo III, la época evocada por este ciclo, la orden de los Fenianos contaba con ciento cincuenta oficiales y cuatro mil cincuenta hombres, cuya acción se extendía por Irlanda entera, incluido el reino del Ulster.
El héroe, Find (Fionn o Finn, según las versiones) mac Cumhail, es guerrero y mago a la vez; es también poeta y noble, y lleva una gran vida en su castillo. Es valiente y astuto. Está emparentado con los Hombres Bolg y con los Tuatha Dé Danann, lo que lo relaciona también con Sualtam, el padre humano de Cuchulainn. A pesar de su edad, toma por esposa a Gráinne, hija de Cormac, que le abandona por el joven y seductor guerrero Diarmaid (Dermat).
Find es el padre de Ossian (Oïssin) y, por él, el abuelo de Oscar (Orgur). Sus enemigos son el fiero Goll y su jactancioso hermano, Conan, los dos hijos de Morna y jefes de este clan temible. Como todos los héroes de este ciclo, Find se caracteriza por esa suerte de bravuconería guerrera, pero también por su generosidad, franqueza y cortesía, lo que lo hace casi sin defectos. Ciertas fuentes pretenden que Find tuvo un prototipo real; hoy día la tendencia se inclina a considerarle un mito. Su nombre (Finn o Fionn) significa 'blanco' o 'rubio'. Su padre, Cumhail (o Cul), sería el dios galo Cumulus, nombre que se corresponde con el germánico Himmel ('el Cielo'). Quizá este Finn mac Cumhail no sea más que la encarnación de una deidad bretona del País del Más Allá, Gwydion o Nudd, dioses de las hadas galeses.
Pero los celos y otras rivalidades ya han minado la orden de los Fenianos antes incluso de que Find viniera al mundo. Sus exacciones levantan contra ellos a la población de Irlanda: su arrogancia irrita al rey. Caïrbré Lifechair, el nieto del rey Conn, les persigue y les aniquila en la batalla de Gavra, en el 283, donde el propio Find encuentra la muerte.
Alrededor de este nudo central, de inspiración histórica en su mayor parte, se cristalizó una masa de episodios maravillosos que se desarrollan en su mayor parte en países misteriosos, en medio de lejanos mares. Enanos, gigantes, hadas, magos, hechiceras, animales monstruosos, prodigios de todo tipo, etc. se encuentran profusamente a lo largo de estas leyendas, sin excluir a los representantes de los Tuatha Dé Danann, que también aparecen de cuando en cuando. Los fenianos circulan libremente en las shide, palacios subterráneos de los ancianos Dé Danann que se han vuelto invisibles. En el célebre episodio de la batalla de Ventry, fenianos y Dé Danann aliados rechazan a a Daïré Donn, gran rey del mundo, venido para atacar Irlanda a la cabeza de su ejército.
Ossian, hijo de Find, juega un papel importante en todas estas aventuras, aunque no más que su progenitor; sin embargo, su nombre predomina sobre toda la serie de "baladas post-fenianas" en las que las hazañas de su padre Find son relatadas en forma de diálogos entre Ossian y San Patricio, patrono cristiano de Irlanda.
Hasta la caída de Gavra, Ossian ha escapado a la suerte de los fenianos. La diosa hada Niameh, hija de Mannanan, le ha salvado y le ha conducido en su barca de cristal a Tir nan Og, el paraíso celta. Allí pasa Ossian trescientos años de juventud deliciosa, mientras que cambia la faz del mundo de los humanos. Finalmente, le invade el deseo de volver a ver su país natal, y Niameh le confía su montura mágica, recomendándole no pisar jamás el suelo. Pero el estribo se rompe y Ossian cae a tierra; cuando se levanta del suelo se ha convertido en un anciano ciego, privado, además, de sus poderes divinos.
Con el tiempo, las sagas de Ossian disfrutaron de una enorme popularidad, sobre todo a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando la llegada del romanticismo permitió aunar la tradición -en este caso gaélica- con el sentimiento nacional, y dotar además a la antigua epopeya de elementos mágicos y maravillosos. Se comprende fácilmente, pues, que estos relatos suscitaran el entusiasmo de ilustres escritores como Goethe, Herder, Lamartine, Mme de Staël, Chateaubriand o Lord Byron.
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