jueves, 28 de febrero de 2019

Leyenda de la separación

En aquel tiempo, hace ya mucho, no abundaban los hombres en la tierra. No; no abundaban, y todas las familias de la tribu habitaban en una aldea grande. El Creador había hecho a los hombres; después, al gorila, después al mono, y después a los enanos de la selva, y después a los otros animales, y todos vivían juntos en la misma aldea grande; la paz reinaba entre ellos, y Ndun los mandaba a todos. Cuando surgía un altercado, sea entre los hombres, sea entre los animales, comparecían ante Ndun, quien juzgaba con sensatez, porque era viejo y prudente, y sus hermanos lo ayudaban. A menudo, el Creador descendía a la aldea, le tributaban los honores debidos, y se entrevistaba con Ndun. La paz reinaba en la aldea, y el Creador estaba contento.

  ¡Buenas son las palabras de los ancianos!

  Pero la discordia sobrevino pronto. Vino cuando entre las mujeres hubo muchas viejas y hubo también muchas jóvenes.

  Cuando iban al campo, las viejas caminaban aprisa, aprisa, y las jóvenes tenían que seguirlas. Al llegar a las plantaciones había que trabajar, trabajar duro. Las viejas cargaban a las jóvenes y estas se quejaban; pero sus maridos no les daban la razón y Ndun tampoco.

  ¡El trabajo es para las mujeres, para todas las mujeres!

  Pero por las mañanas no ocurría lo mismo. Cuando el anciano jefe salía de su choza; cuando el gallo, desplegadas las plumas, lanzaba su canto desde lo alto de un techo, todas las mujeres, según el orden que tenían, tomaban los cántaros y se dirigían a la fuente en busca de agua. La fuente estaba en el fondo del valle, porque Ndun había establecido la aldea en lo alto de la colina para estar más cerca del sol, que recalentaba su cuerpo viejo. El sol es cosa buena.

  ¡El sol brilla, viene al mundo el elefante!

  Todas las mujeres iban a buscar agua, las jóvenes y las viejas.

  Las jóvenes iban aprisa, aprisa, y las más viejas, despacio, despacio, porque tenían miedo de caerse (habría en la aldea diez y diez y diez, y aún muchas más; yo no estaba allí y no las he contado; mi padre sabe esta historia por su abuelo, y este tampoco la inventó: viene de mucho más atrás). En cuanto llegaban a la fuente, las mujeres jóvenes y las muchachas se apresuraban a llenar de agua los cántaros. Después entraban en el agua y se bañaban y bailaban dentro del agua. Cuando llegaban las viejas, el agua de la fuente estaba turbia; pero como tenían prisa por regresar arriba, tenían que coger el agua con tierra. Cuando el marido quería beber sólo hallaba agua fangosa, y gritaba fuerte. Por mucho que las viejas dijesen, el marido gritaba muy fuerte, y con algunos reproches a las jóvenes todo seguía como antes. Las viejas eran malvadas de tarde, y las jóvenes peores aún de mañana.

  Ahora bien: una mañana, las jóvenes se dieron más prisa que de costumbre; las viejas, por su parte, iban despacio, despacio, porque había llovido mucho aquella noche y el suelo estaba resbaladizo. De modo que cuando las viejas llegaron a la fuente, ya las jóvenes habían tomado el agua y habían terminado de bañarse; entonces las jóvenes se pusieron a cantar para burlarse de ellas. Y cantaban:

 
    Vamos, vamos, la primera

    que mire a la que viene en la cola.

    ¡Date prisa! ¡Apúrate!

    Las coyunturas chirrían: Kwark, kwark.

    ¡Ah, ohé, he! ¡Las frutas están maduras!
 

  Se burlaban de las otras, y cantaban: ¡Bowa, bowa! Las viejas estaban furiosas. En vano se habían dado prisa, una vez más llegaban las últimas, y, cuando al fin pudieron descender a tomar agua, ya las jóvenes se habían marchado, y el agua estaba fangosa. ¡Ah, no! Las viejas no tenían ganas de risa. Entonces, subieron a la aldea:

 
    ¡Oh! ¡Ya! ¡Oh! ¡Ya! ¡Oh! ¡Ya! ¡Fii! ¡Fii! ¡Alza la carga!

    ¡Dura es la colina, fii!

    ¡El sol calienta, fii!

    ¡Ah! ¡Qué vieja soy, fii!
 

  Y cuando las pobres viejas llegaron a lo alto, sin aliento, jadeantes, las jóvenes, sentadas en el umbral de las cabañas, se mofaban, cantándoles el irónico estribillo:

 
    ¡Ah, ohé, he! ¡Las frutas están maduras!

    ¡Ah, ohé, oh!
 

  Las matronas se sentían incapaces de soportar tamaña afrenta, de sufrir diariamente semejantes ultrajes, y pronto empezaron a llover los golpes: ¡Y, yi, yi kwas, kwas, yi, yi! Y los cántaros volaban, la sangre corría. Unas lloraban, otras cojeaban…

  Tal situación no podía continuar así. Cada día nuevas riñas, cada día nuevos golpes. Y pronto, naturalmente, los hombres terciaron en el asunto. Los jóvenes se pusieron de parte de las jóvenes, los viejos se pusieron, unos de parte de las viejas, otros, de las jóvenes.

  El jefe de la aldea dijo:

  —Esto no puede continuar.

  Todos los guerreros fueron de la misma opinión. ¡Aquello no podía continuar! Tanto más cuanto que las mujeres, jóvenes y viejas, gastaban ahora el tiempo en fabricar ollas nuevas, de tantas como rompían. Para ir a buscar tierra de alfarería, el trecho era largo, largo. Los hombres estaban disgustados, y las mujeres aún más.

  El anciano jefe de la aldea llamó, pues, al tañedor de trompa:

  —Toma tu trompa —le dijo— y recorre la aldea llamando a los hombres.

  El tañedor toma la trompa de marfil y recorre toda la aldea, llamando a los hombres. Vienen todos a la cabaña del gran jefe y ocupan puesto en las esteras. Las mujeres acuden también, pero las dejan afuera, como es ley, y miran por las rejillas de los bambúes, y escuchan.

  La deliberación es larga; cada cual toma partido por los suyos. Finalmente se decidió esto: cada grupo, por turno, descendería el primero a buscar agua. El primer día, bajarían primero las viejas, después las jóvenes; el segundo día, las jóvenes primero, luego las viejas. Y con esto, se separaron.

  A la mañana siguiente, las jóvenes, con los cántaros al hombro, esperaban impacientemente… Primero, el turno de las viejas… Pero se presenta otra cuestión… Las jóvenes esperaban, esperaban, y nadie quería ya pasar por vieja…

  Las disputas retoñaron… Tanto, que, no pudiendo arreglar las cosas, el anciano jefe resolvió ir a la aldea del jefe de la Raza, del Creador universal, para exponerle el altercado. Ordena, pues, a su mujer, que le cueza unos plátanos, los envuelve en hojas de amomo, añade un pedazo de jabalí, recoge el tonelete… y en marcha.

  Bvé, bvé, anda, bvé, bvé, anda mucho tiempo. Su corazón está contento porque los presagios han sido favorables. Al salir, el pájaro mbve cantó a su derecha, y las cigarras fifé le saludaron al paso. El sol ha rebasado el centro del cielo. El anciano jefe sube la gran colina, sube con mucho trabajo, porque el camino es duro.

  Llega, por fin, a la gran caverna del trueno. En la mano lleva el fetiche protector, y al mismo tiempo entona el cántico sagrado, el cántico que pone a cubierto a los furores del espíritu Nzalan:

 
    ¡Oh, Nzalan; oh, Nzalan; Trueno padre y señor, oh señor:

    Padre, escucha favorablemente las plegarias y acoge las peticiones!

    He comido el melan estoy iniciado.

    Y he sido consagrado a los sacerdotes de la noche.

    ¡Escucha, oh, Trueno; oh Padre: oh, señor, Nzalan!
 

  El anciano jefe deja atrás la caverna, llega a la aldea del Dios creador, y helo aquí en su presencia.

  —Aquí tienes a Mbola —le dice.

  Y Nzamé responde:

  —Mbola, jefe de los hombres, ¿has venido?

  —Sí; he venido, y oye mi pretensión: en mi aldea la paz ha huido, las mujeres no quieren ya obedecer, los hombres ya no escuchan mi voz. ¿Qué hacer?

  Y Nzamé le pregunta:

  —¿Por qué no quieren obedecer las mujeres? ¿Por qué los hombres no escuchan tu voz?

  Y el anciano jefe, apoyado en su báculo, se suelta la barba trenzada y comienza su discurso:

  —¡Oh, Dios, creador, dueño de todo: tú me has hecho jefe de la aldea de los hombres, y eso está bien! ¡Tú has creado a los hombres, que también es bueno!; pero has creado a las mujeres, y eso ya no es bueno. Los hombres cuidan la paz entre sí, pero con las mujeres no hay manera. A ti, que nos ha creado, te toca devolvernos la paz. ¡Mujer y puercoespín son una sola y misma cosa!

  Y Nzamé le responde:

  —Te la devolveré.

  —Bien —repuso el jefe—; tú puedes hacerlo, porque eres el Todopoderoso, pero sin eso…

  Y aquel día Nzamé y el anciano jefe de los hombres lo pasaron juntos. Lo que se dijeron sería muy largo para contarlo esta noche… y, además, yo no estaba allí.

  A la mañana siguiente, el anciano jefe de los hombres fue a decirle a Nzamé:

  —Me voy.

  Y este:

  —Voy contigo.

  Y juntos, se ponen en camino. Mucho tiempo van bajando, bajando, y, al fin, llegan de noche a la aldea de los hombres, donde todo el mundo dormía. Y Nzamé dice al jefe:

  —No despiertes a nadie, no anuncies a nadie mi presencia: mañana quiero juzgar por mí mismo la disputa de las mujeres.

  Y tal como Nzamé le ordenara, así lo hizo el anciano jefe. Y durmieron.

  Por la mañana, las mujeres bajaron al río a buscar agua.

  Ese día les tocaba a las jóvenes bajar las primeras, y las riñas no se hicieron esperar. Desde lo alto de la colina Nzamé observa el espectáculo. Y el anciano jefe le pregunta:

  —¿Qué vas a hacer?

  Pero Nzamé responde:

  —Soy el único ordenador de todas las cosas.

  ¡El huevo no hace advertencias a la gallina!

  Y cuando las mujeres regresan a la aldea, Nzamé manda llamar al tañedor de trompa:

  —Recorre la aldea —le dice— y haz que comparezcan ante mí todos los hombres. Llama también a todas las mujeres y hazlas presentarse también ante mí.

  Y todos los hombres acuden, y asimismo todas las mujeres.

  Y cuando aparece Nzamé de improviso en medio de la reunión, cae el viento, y cada cual siente en su corazón el frío de la muerte.

  Todos sienten mucho miedo. Nzamé toma la palabra.

  —Soy el orientador de todas las cosas.

  Y la reunión entera repite:

  —¡Tú eres el ordenador de todas las cosas, sí!

 
    ¡Tú eres el ordenador de todas las cosas, sí!

    ¡Tú eres el ordenador de todas las cosas, sí, sí!
 

  —Está bien —dice Nzamé—, y he venido a restablecer la paz entre mis hijos.

  —¡Has venido a poner paz entre tus hijos, sí!

  —He aquí, pues, lo que van a hacer.

  —¡He aquí, pues, lo que vamos a hacer, sí, sí!

  —Son ya demasiada gente para vivir en la misma colina, y me han desobedecido. Yo les había dicho: «Vivirán en paz y sin mover discordia». No me han obedecido.

  Los hombres lo interrumpen, gritando:

  —¡Son las mujeres las que han desobedecido!

  Pero Nzamé les impone silencio:

  —Hagan silencio, ustedes son los amos. El hombre es el hombre: la mujer es la mujer. Van, pues a separarse: unos irán por la derecha; otros, por la izquierda. Los unos hacia adelante, los otros hacia atrás, y quedarán en paz.

  Pero el anciano Ndun, jefe de la raza, al oír estas palabras, siente mucha pena en su corazón, cae de espaldas y se queda como muerto. Sus mujeres se ponen a gritar y comienzan las lamentaciones fúnebres; pero Nzamé dice:

  —He tomado para mí a Ndun, porque es vuestro padre.

  Debe permanecer con nosotros. Yo soy el Dueño de la vida y de la muerte.

  Y todos repiten:

  —Tú eres el Dueño de la vida. Tú eres el Dueño de la muerte.

  ¡Sí, sí, sí!

  Pero el Creador:

  —Ndun vive todavía, pero no puede quedarse así con ustedes.

  Los hombres no comprenden. El Creador repite:

  —Unos se irán por la derecha; otros, por la izquierda, y esto será la separación. Los unos irán derecho hacia delante, los otros irán hacia atrás, y quedarán en paz.

  Y los hombres le responden:

  —Bien está. Pero ¿qué harán los animales? ¿Se quedarán en la aldea?

  Y el Creador:

  —Tomen para ustedes los que quieran.

  Y escogen el perro y la gallina. Y el perro y la gallina se quedan con ellos. En cuanto a los otros. El Creador dice:

  —Voy a enviarlos a las selvas.

  Los hombres protestan:

  —Nos causarán daño.

  Pero el Creador responde:

  —Vayan a dormir a sus cabañas, que la noche ya ha llegado.

  Mañana verán «las cosas».

  Y al día siguiente vieron «las cosas». Eran dos.

  La primera, es esta: al volver a su cabaña, Ndun, padre de la raza, sintió frío en el corazón, porque iba a separarse de su pueblo, y dejar a su mujer predilecta:

  —Muerto soy.

  Se acostó en su cama. Al día siguiente todo él estaba frío, y las mujeres dijeron:

  —Está muerto.

  Nzamé dijo:

  —Lo sé. El Dueño de la vida soy yo. El Dueño de la muerte soy yo. Me llevo a Ndun. Hagan los funerales.

  Hicieron los funerales. Las mujeres comenzaron las lamentaciones y el cántico de muerte. El cántico de muerte ustedes lo conocen, lo hemos conservado.

 
    Cántico de la Muerte

    ¡Ay! ¡Ay, padre! ¿Por qué, padre, abandonas tu hogar?

    Un hombre te ha matado, ¡oh padre!

    Procuren la venganza de su muerte…

    Tu sombra va a pasar a la otra orilla.

    ¡Oh, padre! ¿Por qué abandonas tu hogar, oh padre?

    El cielo se esclareció, los ojos se oscurecieron.

    El agua cayó del árbol gota a gota, la rata salió de su madriguera.

    Vean, esta es la casa del padre.

    Sieguen las hierbas funerarias.

    Rocíen por el costado izquierdo, rocíen por el derecho…

    Un hombre ve ahora las cosas invisibles.
 

  Tras el cántico de muerte, el Creador ordena:

  —Tomen dos mujeres: una vieja y otra joven.

  Las toman. Y el Creador dice:

  —Hagan que corra su sangre, porque el Dueño soy yo.

  Hacen correr su sangre, y ambas mueren. Y cuando han muerto, el Creador dice:

  —Caven una fosa grande.

  Cavan una fosa grande. Después ordena el Creador:

  —Pongan a Ndun en el fondo.

  Y cuando lo dejan allí tendido:

  —Ahora quemen a las dos mujeres.

  Y las queman. Y cuando las han quemado, el Creador dice:

  —Esto es el sacrificio. Y lo harán así siempre que yo lo ordene: soy el Dueño.

  Todos responden:

  —Tú eres el Dueño. ¡Sí!

  Nzamé dice, además:

  —Bien está; tomen las cenizas y guárdenlas. Es el signo del misterio. Yo los protegeré. Tomen lo que queda de las mujeres y échenlo sobre el cuerpo de Ndun.

  Así lo hacen.

  —Ahora ejecuten las danzas fúnebres.

  Cuando acaban de bailarlas, el Creador dice aún:

  —La noche que murió Ndun, ¿qué animal han visto en sueños?

  Cada uno había visto un animal, Nzamé lo había querido así.

  Y cada hombre nombra a un animal, y Nzamé dice:

  —Está bien —alza el dedo y dice solamente—: ¡Yo lo quiero!

  Y los animales acuden, uno de cada especie, como cada hombre lo había soñado, y había de ellos gran cantidad. Cada animal vino a ponerse al lado de cada hombre, como cada uno lo había soñado.

  El Creador dice:

  —Que corra la sangre.

  Cada hombre toma el cuchillo de sacrificio y corta el cuello del animal. La sangre fluye, fluye y cubre la colina.

  Pero los hijos de Ndun protestan:

  —¿Por qué nosotros no tenemos también un animal?

  El Creador responde:

  —Tienen la cabeza huera. ¿No son hijos de Ndun, y criaturas mías? Vuestro padre fue el lagarto que yo hice en el comienzo de las cosas, cuando aún no existía nada. ¿Qué reclaman? ¡Estoy cansado!

  Y los hijos de Ndun se callan, porque el Creador se enfurece y porque tienen las cenizas de su padre Ndun. No resuellan. La sangre de los animales fluye, fluye y cubre toda la colina.

  Pero allí estaban unos hombres que no habían obtenido animal alguno. El Creador les dice:

  —Está bien. Vayan a cortar los árboles que han visto en sueños.

  Van a cortarlos y regresan con la leña. El Creador dice:

  —Está bien.

  Aquellos hombres, en efecto, no habían visto en sueños ningún animal, pero habían visto árboles, cada uno un árbol, cada uno un árbol. Y amontonaron toda aquella leña, un árbol encima de otro, un árbol encima de otro, un árbol encima de otro. Y allí estaban los otros animales, llegados de todas las aldeas. Entonces, el Dueño de la vida dijo aún:

  —Pongan los animales encima de la leña.

  Se hace como lo manda, y, de pronto, eso que ahora llamamos «fuego» se levanta; verán cómo: cuando todos los animales están ya colocados encima de la leña, y había muchos, muchos, el Creador hace una seña, el trueno viene, estalla, y el relámpago viene también, el relámpago brilla, y enseguida se ve alzarse una gran llama y la leña arde. Y el Dueño dice:

  —Este es el fuego.

  —Los hombres dicen:

  —Sí; está bien. El fuego es bueno.

  Y el primogénito de Ndun entona el cántico del fuego, el que todos ustedes conocen. Fue el hijo mayor de Ndun el primero que cantó al fuego.

 
    Cántico del Fuego

    Fuego, fuego, fuego del hogar de abajo,

    fuego del hogar de arriba;

    luz que brilla en la luna, luz que brilla en el sol,

    estrella que chispea en la noche,

    estrella que hiende la luz, estrella errante.

    Espíritu del trueno, ojo brillante de la tempestad.

    Fuego del sol que nos brinda la luz,

    te llamo para la expiación, fuego, fuego.

    Fuego que pasa, y todo muere en tus huellas.

    Fuego que pasa, y todo vive en pos de ti,

    los árboles ardieron, cenizas y cenizas.

    Las yerbas crecieron, las yerbas fructificaron,

    fuego amigo de los hombres,

    yo te llamo, fuego, para la expiación.

    Fuego, yo te llamo fuego protector del hogar;

    pasas, y todos son vencidos, nadie te aventaja,

    fuego del hogar, te llamo para la expiación.
 

  Consumidos todos los animales, los hombres, según la orden recibida, recogieron los huesos calcinados y, después de reducirlos a polvo, los guardaron con las cenizas de Ndun, cada cual su parte, cada cual su parte. Y el Creador les dice:

  —Esto es la alianza de la unión.

  Todos los hombres dicen:

  —Así nos gusta. Somos hermanos de raza.

  Después de esto echan las cenizas sobre el cuerpo de Ndun, y, cuando se llena la fosa, el Creador añade:

  —Vayan a buscar piedras.

  Van a buscar piedras, las ponen sobre la tosa y las piedras suben muy alto, muy alto. El Creador dice:

  —Este es el signo. Cuando, en medio de un viaje, vean el lugar donde reposa un hombre, echarán una piedra o una rama o una hoja: lo harán así.

  Los hombres responden:

  —Así lo haremos. ¡Sí!

  Y cuando las piedras forman un montón muy alto, muy alto, el Creador dice a los hombres:

  —Ha llegado la hora de la separación y es menester separarse.

  Los hombres se van, pues, unos hacia la derecha, otros hacia la izquierda; unos van hacia adelante, otros vuelven atrás, y no queda ninguno.

  Y esta es la primera cosa.

  La segunda, hela aquí: ocurrió en el momento en que los hombres iban a separarse. La segunda cosa hela aquí, pues:

  El Creador dice a los hombres:

  —Esto se acabó. No me ocuparé más de ustedes.

  Responden:

  —Perdón. ¡Oh! perdón. Eres nuestro Padre y nuestro Guardián.

  Pero el Creador les replicó:

  —El espíritu de la raza permanecerá con ustedes fuerte y poderoso; él los cuidará.

  Todos dicen:

  —Pero ya ha llegado la noche.

  —Irán, pues, a sus cabañas y dormirán.

  Todos los hombres se dirigen a sus cabañas y duermen.

  Al siguiente día, de mañana, regresan a la cabaña común, y el Creador les pregunta:

  —¿Han tenido sueños?

  Responden:

  —Hemos tenido sueños.

  Y el Creador pregunta:

  —¿Qué animal han visto en sueños?

  Y cada hombre había visto el mismo animal que había inmolado a Ndum. El Creador lo había querido así, pues dijo:

  —Está bien; soy el Señor de la vida y el Señor de la muerte.

  Salgan a la plaza de la aldea.

  Salen, pues, y he aquí que los animales acuden también, cada uno al lado de cada hombre, como cada cual lo había soñado. Los demás animales se quedan en sus aldeas.

  El Creador dice:

  —Tomen sus cuchillos de sacrificio y hagan que corra vuestra propia sangre.

  Cada uno toma el cuchillo de sacrificio y hace correr su propia sangre. Y dice además:

  —Tomen sus cuchillos de sacrificio y hagan que corra la sangre del animal.

  Así lo hacen.

  —Ahora tomen la sangre del animal y mézclenla con la vuestra.

  Así lo hacen. Pero muchos no quedan satisfechos. Todos querían al tigre por hermano de sangre. Entonces el Creador añade:

  —No tomen en consideración la envoltura; cada cosa tiene su virtud particular. Yo soy vuestro Padre.

  Y así se hizo.

  Y al día siguiente, todos se separan, cada cual con su animal particular. Los otros animales se van a la selva, abandonan la aldea donde habían vivido todos juntos y cada uno funda su propia familia. Cada hombre parte, llevando consigo a su familia, y nadie queda en la aldea, y cada familia posee su animal; en él penetra, después de la muerte, la virtud de la raza.

  Y ya saben por qué nosotros, los Ndun, tenemos al cocodrilo.

  Se acabó.

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