EL CALENDARIO ROMANO
La vida religiosa, política y civil de los romanos se regía por un calendario de importación etrusca o preetrusca. Nos ha llegado hasta nosotros en gran parte, esculpido en piedra, bien que estos fragmentos datan de los últimos años republicanos y primeros tiempos imperiales. La tradición atribuye a Numa, el piadoso rey, el establecimiento de las bases del calendario. Por eso, los citados restos toman el nombre de dicho monarca: Calendario de Numa. Los elementos solares provendrían de Babilonia y los lunares de los pueblos itálicos. La coordinación final la habrían llevado sacerdotes de origen etrusco.
Para ayudarnos a reconstruir la agenda estatal de festividades religiosas de la antigua Roma, contamos también con otra fuente de incalculable valor. Se trata de los Fastos (Fasti) del poeta Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.), un largo poema de 4772 versos en el que describe mes a mes y día a día las festividades romanas de la primera mitad del año. Su plan era terminarlo, pero por circunstancias desconocidas nunca lo hizo.
En los tiempos primitivos los romanos poseían un año de diez meses. Pero no es que dividieran el año decimalmente (de diez en diez meses, cada uno de los cuales dividido de diez en diez días, décadas en lugar de semanas), sino que calculaban diez meses desde marzo a diciembre e ignoraban los meses muertos de enero y febrero.
Así, el año romano primitivo se «iniciaba» en el mes de marzo, Mars, dedicado a Marte, a continuación venía abril, Aprilis, derivado de aperire = abrir, porque la tierra «se abre en este mes». Entonces venía mayo, dedicado a Maia, una diosa antiquísima quizás esposa o compañera de Vulcano. Seguía junio, consagrado a la deidad etrusca Uni o Juno. Los restantes meses se trataba de numerales: quintilis y sextilis, quinto y sexto, después desde septiembre a diciembre del séptimo al décimo. En la época imperial, quintilis y sextilis fueron sustituidos por julio y agosto en honor de Julio César y de Octavio Augusto.
Los etruscos introdujeron enero y febrero, dando así vida a los meses muertos. Enero estaría dedicado a Jamis (Jano) el dios de las puertas, de las entradas, pero, expulsada la dinastía etrusca a fines del siglo VI a. C., este plan fracasó y el primero de marzo continuó siendo el primero del año hasta mediado el siglo II a. C.
El mes de febrero se consagró a Februus o Februs (Februo), dios de los muertos, identificado más tarde con Plutón. Personificaba el rito de purificación, realizado sobre los difuntos para que no hicieran daño, o molestaran.
Este calendario era lunar. Marzo, mayo, quintilis y octubre eran de 31 días, febrero de 28 y los restantes de 29, sumando en total 355 días. Como doce lunas no llegan a sumar el año solar, para tener aproximadamente el calendario en relación con el año solar, se intercalaba de cuando en cuando un mes, colocándolo entre el 23 y el 24 de febrero.
Julio César, que como Pontífice Máximo era responsable del calendario, advirtió que el año oficial había sobrepasado en tres meses el año solar. Para subsanar esto, encargó entre el 46 y el 45 a. C., al matemático griego Sosígenes, la adecuación de un calendario egipcio comprobado. Esta reforma dio como resultado el Calendario Juliano (de Julio César, su impulsor), usado todavía en ciertas iglesias orientales y en el Occidente europeo hasta 1582, año en que el Papa Gregorio XIII, lo corrigió y es el que todavía utilizamos en la actualidad.
El mes lunar tenía tres puntos señalados: calendae, el primer día (de donde viene la palabra calendario); dies (idus), la luna llena, y nonae, a medio camino, llamado de esta manera porque se trataba del día noveno, contando desde la luna llena inclusive.
Se llamaba calendae, o avisos, el primer día porque en este día los pontífices, utilizando una fórmula ancestral, avisaban desde el Capitolio si las nonae caerían el séptimo o el noveno día del mes, variación impuesta por la variación de duración de los meses. Así se fijaban los días de luna nueva, cuarto creciente y luna llena. Los famosos idus, recordados por el asesinato Je Julio César (los idus de marzo del año 44 a. C.) correspondían al día 15 de marzo, mayo, junio y octubre; el 13 en los meses restantes.
LAS FESTIVIDADES
Imperfecto, confuso, inexacto o no, el calendario introdujo un orden definido en las prácticas religiosas de los romanos considerados como cabezas de familia o como miembros de la misma y como ciudadanos romanos.
Actuaba pues como una agenda en la que existían 235 días fasti (fastos), hábiles, en los cuales se podían realizar negocios y administrar justicia, y los nefastos (feriados o festivos, aunque no todos funestos o de mal agüero). Entre los días fastos se contaban los 192 comiciales, en especial propicios para la vida política. Existían también días mixtos, en los que sólo ciertas horas eran nefastas.
En el mes de marzo, hacia el 23, los hermanos Salios, sacerdotes saltadores de Marte, bailaban su danza blandiendo las espadas y golpeando los escudos sagrados llamados ancilia, cuyo original se decía que había caído del cielo. Los sacerdotes iban vestidos como los antiguos guerreros latinos y el objetivo de la danza, en la que se invocaba no solamente a Marte sino también a Saturno, dios de la siembra, era doble: hacer huir a todos los espíritus malignos que habían entrado en la ciudad durante el invierno y, con los saltos, simular el crecimiento mediante la denominada magia simpática o imitativa.
El día 19 se purificaban los escudos y el 23 las trompetas. El 14 lo hacían los caballos del ejército. Así pues, las espadas, escudos y caballos, la base militar, se ponían en buen orden espiritual-religioso durante el mes de marzo, consagrado a Marte. El 27 de febrero existían una purificación previa de los caballos. El 24 existía una festividad denominada huida del rey (¿el último rey, Tarquinio el Soberbio?).
Con la llegada del octubre se terminaba la estación bélica y era necesario someterse a un segundo proceso de purificación. El día 19 los Salios plantaban los escudos para significar que se había terminado el período de las acciones militares.
El mes de abril se hallaba más relacionado con la agricultura. El día 15 se sacrificaba una vaca preñada a Tellus, la diosa Tierra y se incineraba el ternero nonato, con el probable fin de asegurar la fertilidad de las semillas. El 19 la fiesta era a la diosa Ceres. El 21 a Pales, el antiquísimo dios rústico que había precedido incluso a la fundación de Roma. Se trataba de una purificación del ganado antes de que marchara a pastorear, a semejanza de lo realizado con el ejército antes de salir para una campaña.
Como se creía que Roma había sido fundada aquel día 21 de abril del 753 de nuestra Era, el 21 de abril era día grande para la ciudad. El 23 se buscaba la protección para las viñas (fiestas vinalias) y el 25, cuando se iniciaba la formación de la espiga, se invocaba formalmente al Róbigo malo para que no perjudicara.
Al término del mes de mayo se purificaba la totalidad de lo que se denominaba el campo romano o dominio del Estado. La ceremonia corría a cargo de los hermanos Arvales, cuya misión era llevar la fertilidad a los campos. Se trataba de una fiesta móvil, que dependía del tiempo atmosférico y el tiempo real solar; por esto no figuraba en el calendario oficial.
Los días 14 o 15 de mayo una solemne procesión visitaba las 27 capillas de la ciudad, llamadas Argeos, en donde recogían muñecos de paja que probablemente se habían colocado dos meses antes; como 27 era tres veces 9 tenía un significado mágico. Los pontífices, las vestales, los pretores y todos los ciudadanos que podían asistir a estas ceremonias legalmente, llevaban estos muñecos al Puente Sublicio, puente de madera debajo del Palatino, única comunicación entre las dos orillas que había defendido el héroe Horacio Cocles. Inmediatamente después del sacrificio arrojaban los muñecos al Tíber. De esta manera se lanzaban hacia el mar todos los males acumulados el año anterior o bien se pacificaba al dios río por el hecho de que aquel puente ahorraba a las gentes tener que mojarse en él para pasar a la otra orilla o bien ahogarse en él mismo, lo cual equivalía a robar una presa a la divinidad. Con esta interpretación se relacionaría la palabra pontifex (pontífice), literalmente hacedor de puentes, por eso eran los encargados-penitentes, como culpables que eran, de intentar aplacar al dios río.
En junio, la tarea más importante de las fiestas era la limpieza de la despensa de Vesta, para prepararla para recibir el grano de la nueva cosecha. Las festividades de las cosechas se iniciaban en agosto: las consualias, el 21, y las opisconsivas, el 25, y se relacionan con el almacenaje de la nueva cosecha. En medio de las dos se hallaban las vulcanalia, para proteger a los pajares de los incendios y fuegos por accidente más frecuentes en tiempo caluroso.
El 17 de diciembre tenían lugar las saturnales. Saturno se relaciona con una raíz que significa sembrar. Poco antes se realizaban unas segundas consualias y unas opalia. Las saturnales terminaron siendo una alegre fiesta invernal que, olvidado su origen agrícola, servía para animar el espíritu poco antes del tiempo más crudo del año, y la fiesta cristianizada fue nada menos que nuestra Navidad.
EL SACERDOCIO
En los tiempos más remotos, el supremo sacerdote de Roma fue el rey. Caída la monarquía, sus poderes religiosos los heredó el rex sacrorum, que siglos más tarde perdió su supremacía en favor del pontífice máximo y únicamente tuvo por misión proclamar las festividades, dirigir el culto a Jano, así como ciertos sacrificios.
Entre los sacerdocios más primitivos, atribuidos según la tradición al piadoso rey Numa, se hallaba el de los flamines, término derivado de flamen, proveniente de la misma raíz indoeuropea que la palabra sánscrita (lengua india sagrada desaparecida) brahmán. Los flamines llegaron a ser quince y cada uno se adscribió vitaliciamente a un dios. Los principales flamines maiores eran los de Júpiter, Marte y Quirino.
El de Júpiter era el más importante y recibía el nombre de Flamen Dialis. Se hallaba rodeado por una extraordinaria cantidad de tabúes que nos dejan conjeturar su origen ancestral. Así no podía comer ni beber nada fermentado (es decir, entre otras cosas ni pan ni vino) ni mirar armas, ni hombres armados o entregados al trabajo, ni cadáveres, ni tocar un caballo, un nudo o un anillo. Todo ello entre decenas de otras prohibiciones y deberes positivos. Tampoco les estaba permitido pasar una noche fuera de casa.
El sacerdocio romano era comparable a una magistratura, en cuanto significaba una forma de servir al Estado y no suponía una vocación ni una santidad especial. Su dedicación era vitalicia y constituían colegios (semejantes a los colegios profesionales de hoy día) especializados en aspectos específicos del culto.
Los cónsules representaban a la ciudad ante sus dioses y efectuaban los sacrificios públicos, presidiendo las festividades, inaugurando templos o consultando los auspicios. El Paterfamilias, por su parte, fue siempre el oficiante del culto doméstico.
Así pues, los sacerdotes romanos tenían el carácter de mediadores necesarios entre los humanos y las divinidades, a la manera de peritos sagrados, expertos en el oficio de realizar el ceremonial formulista que constituyó el único lenguaje que sólo los dioses admitían.
El colegio más alto e importante de los sacerdotales fue el de los pontífices o «constructores de puentes», oficio remontado al de las invasiones itálicas, tiempo en el que tal saber técnico era de importancia transcendental para salvar los ríos y abismos cómodamente. Al llegar la época histórica no sabemos porque transformación se convierten en los supremos guardianes de la pureza de los ritos cumplidos tanto por los magistrados como por los particulares. Las autoridades tenían la obligación de consultarlos y seguir sus prescripciones en los casos de duda que se presentaran respecto de los deberes religiosos del Estado; su presencia en todas las ceremonias públicas constituía la plena garantía de la exactitud de las invocaciones, ofrendas y plegarias.
Los pontífices aumentaron de tres a quince, fueron elegidos primero por el propio colegio llenando las vacantes que se producían y después lo hicieron los comicios por tribus de entre los candidatos presentados por la corporación. A su cabeza se colocó el pontifex maximus, que pronto se convirtió en el principal jerarca religioso de Roma; sus atribuciones le llevaban a designar a los flamines, al rex sacrorum y a las vestales, y le estaban reservados exclusivamente diversos sacrificios. Custodiaba los Libros Pontificios, recopilación de plegarias y ritos, los Grandes Anales y los Comentarios, redactados por el colegio, que reunían los acontecimientos considerados importantes y la jurisprudencia jurídico-religiosa.
Los augures poseían como misión consultar la voluntad de los dioses y verificar su consentimiento antes de las reuniones de las asambleas para las elecciones o para tratar cualquier otro negocio público, según las diversas formas de adivinación, en especial de origen etrusco, y a las que nos referiremos en el culto. Explicaban el significado de los prodigios que después eran conjurados por los pontífices; se trataba pues de los intérpretes de las decisiones divinas.
Los arúspictsse encargaban de la adivinación por medio del examen de las entrañas, haru, en etrusco, de los animales sacrificados. Se trataba de adivinos extranjeros entre los que se contaban verdaderos «especialistas» de origen generalmente etrusco.
De las seis Vestales ya hemos hablado en el lugar de la descripción de la diosa Vesta. Lo propio hemos realizado en su lugar con los hermanos salios —danzantes— sacerdotes de Marte, los arvales, los lupercos, que ejecutaban ritos primitivos con residuos de magia, acompañados de un latín tan arcaico que pronto fue incomprensible. Los feciales se ocupaban de la declaración de la guerra y de las conclusiones de los tratados de paz y alianza.
Por último los sodalicios eran fraternidades de origen gremial a las que, a fines de la república y con el imperio, el Estado encomendaba el culto a una determinada divinidad.
EL CULTO
Los primitivos altares con los que se marcaban los lugares que se entendían frecuentados por los dioses cedieron pronto su importancia a los templos. Sin embargo, continuaron ofreciéndose culto en algunos altares aislados así como bosques y fuentes. Sea como fuere, el santuario pertenecía al dios y se debía limitar con exactitud por medio de un muro o un surco regular que se interrumpía por la entrada orientada hacia el oeste. Frecuentemente la piedad de los particulares levantaba altares callejeros, únicamente preparados para el culto público si los pontífices los dedicaban al dios.
La ceremonia del culto se componía básicamente de dos elementos, la oración y el sacrificio. Previamente se tomaban los auspicios, ceremonia efectuada también antes de los actos civiles: comicios, sesiones del senado, etc. y también antes de las operaciones militares: una batalla, un cruce de un río, una acampada; si los hombres no deseaban conocer previamente la voluntad divina los dioses quedaban resentidos y predispuestos para la venganza.
Con el tiempo, la oración perdió el carácter conminatorio de la primitiva fórmula mágica que intentaba predisponer a la divinidad de forma favorable o parando cualquier acción suya desagradable. Primero se la nombraba, si era conocida, o se usaban fórmulas de precaución si era malévola. Después se le solicitaba el favor deseado, rogándole que aceptara el sacrificio compensatorio. La plegaria se efectuaba rítmicamente y es casi seguro que en la mayoría de los casos se cantaba; tras el sacrificio se repetía, para dar por finalizada la ceremonia como si fuera un resumen de lo realizado.
AUSPICIOS Y ADIVINACIÓN
Los augures eran los sacerdotes especializados en presagiar acontecimientos. Interpretaban la voluntad de los dioses a través de distintos tipos de señales. El augur señalaba en el cielo con su lituus (bastón curvado) y con un templum, rectángulo cuyos lados correspondían a los cuatro puntos cardinales y dividido por una cruz, observaba el sur, aguardando la producción de los signos, que podía ser ex avibus, por la aparición de la aves, de las que según la especie importaba el número, el grito, la manera de volar y por dónde venían o cambiaban de dirección durante el vuelo. También presagiaban cosas funestas las que lo hacían volando a poca altura al contrario de las que volaban muy alto.
Ex coelo, fijándose en el trueno o el relámpago; o signos imprevistos —casi todos de mal agüero—, como el encontrarse concierto tipo de animales, un traspié o la caída de un objeto. Los fenómenos observados en el cielo a la izquierda de augur, al igual que el vuelo de las aves por provenir del este —región de la luz— eran favorables, los de la derecha funestos.
En una observación muy utilizada por los ejércitos o flotas en campaña eran los auspicia pullaria, vinculados a la forma de comer los pollos sagrados que los augures cuidaban en una jaula. Indicaban mal auspicio si al comer se mostraban inapetentes o al comer dejaban caer restos.
El búho era considerado como anuncio de grandes calamidades, mientras que la abeja, insecto sagrado y mensajero de los dioses, era portadora de buena suerte. El águila, ave sagrada de las legiones romanas, anunciaba desgracias imprevistas y tempestades.
Además de esta forma de augurar, que llegó a provocar la ironía de muchos romanos intelectuales como Cicerón, los augures interpretaban los sueños, así como las respuestas de los oráculos y preveían la ira de los dioses, aconsejando sobre cómo protegerse de ellos. El Estado llegó a sostener peculiarmente a seis augures oficiales.
LOS SACRIFICIOS
Constituían el acto más importante del culto. En el ritual doméstico eran incruentos, puesto que el paterfamilias ofrendaba fruta, vino y alimentos. Pero en el culto público, en general, eran cruentos. En ellos no cabía la improvisación, todo se hallaba reglamentado con extrema minuciosidad. Cada divinidad mostraba su predilección por una clase de ofrendas. A Ceres se le ofrecían cerdos, a Júpiter bueyes blancos, a Venus palomas, a Diana una cierva, etcétera.
Degollada la víctima, se dejaban a la vista las entrañas. Venían entonces los arúspices, sacerdotes de origen oriental y etrusco, y examinaban el estado de las mismas. Si detectaban una anomalía era interpretada como mal presagio y conllevaba que la víctima fuera rechazada y se escogiera otra. Una vez aceptada la víctima por los arúspices, se quemaban las entrañas y el resto de la carne se asaba y se ofrecía a los asistentes en una especie de ágape sagrado o comunión.
Tal vez el más típico de los sacrificios fuera el de la suo-ove-taurilia (suovetaurilia), consistente en la inmolación de un cerdo (suo), una oveja (ove) y un toro (taurilla) realizado en especial con motivo de la inauguración o restauración de un templo. Sacrificio realizado también por las familias pudientes en honor de Marte para invocarle su protección sobre las cosechas y el ganado (en este caso, el dios de la guerra posee, como tantos otros dioses romanos, sus atributos típicamente agrícolas).
Asimismo se consideraban sacrificios las lustraciones, purificaciones colectivas que se realizaban en circunstancias importantes y cada cinco años. De ahí la palabra lustro, que ha llegado hasta nuestra lengua.
LOS JUEGOS
Por último, hay que mencionar en el conjunto variopinto de la religión romana, los juegos (ludi). Al igual que las danzas accesorias de muchísimos actos de culto, parecen significar una expansión de energías destinadas a propiciar la fecundidad de la naturaleza. Los más notables fueron los ludi romani o ludi maximi y los ludi plebei, que tenían lugar respectivamente en los idus de septiembre y de noviembre. Después de un ofrecimiento de alimentos y un solemne desfile, se disputaban carreras de carros y competían púgiles por equipos. Paralelamente, se representaban piezas festivas de teatro o pantomimas. Todo ello, remedo de los juegos de origen griego.
Sin embargo, al igual que los combates de gladiadores (al parecer de origen etrusco) que tenían lugar primero con ocasión de los funerales y más tarde como complemento de los juegos, perderían con el tiempo su carácter religioso para asumir el de entretenimiento ofrecido por los magistrados al pueblo de las ciudades y en último término por el propio Emperador, para que la plebe no pensara en reivindicaciones políticas: en ellos se repartía trigo gratuito a los necesitados. De aquí la famosa expresión: panem et circenses = pan y circo.
LA GRAN MADRE
Hacia el año 205 a. C., consultados los Libros Sibilinos, los sacerdotes llegaron a la conclusión de que Aníbal, el gran cartaginés enemigo de Roma, quien aunque derrotado continuaba sus correrías en el sur de Italia, dejaría el país si se traía a Italia el ídolo asiático que simbolizaba la Gran Madre, conocida también como la diosa Cibeles. Se trataba de un aerolito negro esculpido que poseía el rey de Pérgamo (pequeño Estado surgido en Asia Menor a la muerte del gran Alejandro Magno), Atalo I, aliado de los romanos. Atalo escuchó los ruegos de éstos y les cedió la imagen.
Todo Roma se volcó en el puerto de Ostia cuando la estatua de la diosa desembarcó. El propio Escipión, el hombre fuerte en aquellos momentos, que llevaba la campaña contra el cartaginés, salió a recibirla y las más honradas matronas de la ciudad la transportaron en brazos hasta el Palatino, en donde fue solemnemente entronizada en el templo de la Victoria. La gran ceremonia significaba una prueba más de los lazos que unían a la ciudad del Tíber con la famosa y malograda metrópoli de Asia Menor: Troya.
Desde aquel día, 4 de abril del 205 a. C., se celebraron todos los años los Juegos Megalenses, de megala = grande, gran. Todas las familias aristocráticas latinas crearon gremios que se colocaron bajo la protección de la Gran Madre. Y así fue en efecto… Al año siguiente, Aníbal abandonaba el suelo de sus tenaces enemigos para no volver a él jamás.
Cibeles llega a Roma sin su compañero original, Atis, éste lo hará a su vez a partir del siglo I d. C., al parecer importado por los libertos (esclavos liberados) del emperador Claudio. El mito de Atis, pastor de genealogía divina, se halla impregnado de elementos sexuales. En sus fiestas de primavera se dramatizaba su muerte y resurrección por medio de flagelaciones y mutilaciones con cuchillos de pedernal cuya finalidad era fortalecer, por medio del derramamiento de sangre, los poderes generatrices de la tierra.
Según el poeta Ovidio, Atis era un pastor frigio de singular belleza que fue amado por la diosa Cibeles de forma casta. Sin embargo, la pasión se apoderó de la ninfa Sagaritis, que quiso unirse carnalmente con él. Cibeles, llena de celos, mató a la ninfa derribando el árbol cuya vida se hallaba ligada a él y enloqueció a su amado, que se autocastró. Arrepentida la diosa de lo que había desencadenado, volvió a colocar a Atis bajo su tutela y servicio. De aquí las extrañas y cruentas prácticas masoquistas.
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