Cuando el rey San Fernando avanzaba por tierras andaluzas, el rey Abib fue despojado de sus dominios y se refugió en la corte de Granada, alquiló un palacio y en él guardó sus tesoros. Sin embargo, sólo le consolaba el tener junto a él a sus amadas hijas, bellas como la luna del Ramadán y blancas como la nieve de la sierra. Nunca salína de palacio y jamás visto a ningun hombre.
Y sucedió que una tarde oyeron voces armoniosas, que deberían venir de algunos ocultos mancebos, que decían que nunca se casarían con los propuestos por el rey Abib; se lo aseguraban en nombre de los genios que habitaban el palacio. A continuación vieron sobre sus regazos tres sortijas iguales. Cada una imaginaba que el suyo habría de ser el más arrogante. S ino oían sus voces a la hora acostumbrada, se ponían tristes; ni su propio padre pudo hacer nada por saber y, alarmado, se preguntaba qué era lo que había cambiado a sus hijas, antes tan alegres y despreocupadas.

Al enterarse el rey Abib de la fuga de sus hijas, mandó registrar el palacio, más todo fue inútil; en ninguna parte se encontró el más leve rastro de las princesas. Cuando la gente supo de lo ocurrido, no creyó que aquellos misteriosos raptores fueran genios, como afirmaba una vieja esclava que decía haber presenciado la escena, sino unos guerreros cristianos que habían logrado burlar la guardia de palacio.

Mas poco después la familia empezó a notar cambios raros en su carácter, blasfemaba sin ton ni son y siempre quería estar sólo. Pasó un año y llegó la Nochebuena. Por la noche salió de sus habitaciones y fue a donde estaba su familia. Emperzó a beber vino alegremente y, de pronto, le vieron palidecer. Aterrado, retrocedió hacia la pared, mientras hacía ademán de alejar a alguien. Acababa de ver al diablo, que con voz siniestra le pedia su alma a cambio de la ayuda prestada. Su familia nada veía y, por lo tanto, no podía comprender lo que ocurría. Poco después vieron cómo el hombre caía muerto, empezó a descomponerse y atribuyeron su muerte al exceso de vino.
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