En la maravillosa iconografía de la moneda griega, de la inigualable
moneda griega, nos encontraremos con un abundante repertorio de
representaciones del dios, ya sea triunfal, con su cabeza cubierta con la testa del
vencido león de Citerón, o en pie, completamente desnudo y empuñando
amenazadoramente en su brazo derecho una maza de madera, mientras que el
brazo derecho sujeta una lanza afilada. En apariciones posteriores, se aúnan los
elementos y Heracles lleva la piel del león en torno a su brazo izquierdo,
mientras que el derecho blande la maza. Por contra, Mirón, el gran escultor, nos
lo reviste de una cierta madurez, con el aspecto de un hombre sumamente
musculado, incomparablemente fuerte, para que no nos quede ninguna duda de
su adscripción mitológica, y esa personalidad es la que vence para la posteridad.
Los otros dioses, incluso el poderoso y tunante Zeus, destructor de sus
contendientes, o el tempestuoso e irascible Posidón, capaz de atar y desatar
tormentas a su paso, son figuras imponentes, pero no son rivales de talla
suficiente para contender con el poderoso y maduro Heracles, tal y como ha
pervivido el modelo genuino del dios admitido por el conjunto de normas del
clasicismo. Heracles, el eterno y divino luchador, el esforzado adalid del triunfo
constante, se va estrellando contra los continuos obstáculos que el destino pone
a su paso, pero termina siempre por vencerlos con su esfuerzo personal.
Heracles es un héroe incansable, una deidad invencible, que no cesa en sus
tareas sobrehumanas, y al cual se le abre una vía sólo a base de muertes ajenas y
trabajos imposibles, como a ningún otro dios se le ha exigido jamás; hasta se
podría decir que es el único dios por méritos propios, la única deidad que
alcanza la gloria inmortal por oposición, superando, uno tras otro, todos los
exámenes exigidos por el Olimpo.
SU COMPLEJA ASCENDENCIA
Se sabe que Zeus fue el padre de Heracles, cosa que en sí no tiene nada de
extraño, ni tampoco demasiada importancia, en cuanto a la estricta cuestión de la
paternidad, dada lo abundante y dispar que fue la prole que ayudó a concebir,
con tantas mujeres, divinas o humanas, el dios supremo. Alcmena, esposa de
Anfitrión, el poco afortunado regente de Micenas, y la hija del rey Electrón de
Micenas. También hay que destacar que era dama de noble linaje, ya que se
trataba de una nieta de Perseo, y, sobre todo, la sorprendida madre de Heracles y
la involuntaria pareja de Zeus, pero debemos decir que Alcmena no supo, ni
pudo sentirse tampoco orgullosa de tal hecho, hasta bastante después de
sucedido. Así que los primeros momentos de Heracles son otra de esas aventuras
de Zeus, una de esas historias rebuscadas y pícaras del dios caprichoso y
sensual. El caso es que Alcmena tardó bastante en comprender que fuera cierto
que Zeus, bajo disfraz, hubiera sido el que engendrara a la criatura que llevaba
en su vientre. Como de costumbre, Zeus, antojadizo y complicado en sus
aspiraciones amorosas, combinó una serie de elementos muy propios de él para
dar más color a la gestación de la criatura, para poder después contar la aventura
a sus colegas celestiales, y este hecho merece ser contado con detalle, para situar
mejor al dios en su pasión tempestuosa y breve, y mejor también a la honesta
reina, de modo que no se pueda jamás dudar de su buena voluntad y mejor fe, ya
que nunca pudo llegar a sospechar que tenía junto a sí a Zeus transmutado en
otra persona muy familiar y cercana.
ALCMENA SE QUEDA SOLA
Sucedió en un día ya muy lejano, que Anfitrión, el que hubiera sido regente
de Micenas, tuvo que salir rápidamente de allí. La regencia fue un hecho que no
le trajo más que disgustos y sinsabores por aquel maldito asunto del ganado
robado por Pterelao y el rescate que él pagó como solución. Electrón no le
perdonó lo que él consideraba afrenta, el no haber querido o sabido arreglar por
la fuerza de las armas el robo, como le hubiera gustado a su tío y rey. Pero
también el espinoso asunto le había valido recibir como prometida a la bella
Alcmena, así que lo malo era compensado, con creces, por lo bueno del
matrimonio que se avecinaba. Con Alcmena y el hermanastro Licimio junto al
infeliz Anfitrión, el grupo salió de Micenas en busca de un mejor sitio para vivir
en paz. Licimio era el único superviviente de la aventura del ganado robado, los
otros ocho hermanos habían encontrado la muerte en el incidente del ganado.
Decidieron, pues, dirigirse a Tebas y a ella llegaron, pero no se consumó el
matrimonio, ya que Alcmena exigía la venganza por las muertes de todos sus
hermanos como condición sine qua non para poder acostarse con su esposo. El
rey Creonte de Tebas, además de dar a su hija a Licimio, reunió una tropa para
que Anfitrión se lanzase a la venganza requerida por los hados, operación bélica
que culminó con la victoria para el buen Anfitrión y con la recuperación de su
buen nombre. Pero la expedición dejó a Alcmena sola en palacio, detalle que no
pasó inadvertido a Zeus, quien decidió hacerse con la exacta figura del ausente y
aparecer junto a la dama, asegurando que ya se podía reunir la pareja como tal,
puesto que la venganza había sido cumplida. Alcmena concedió gustosa permiso
al supuesto marido y pasaron la larga noche juntos, amándose con rabia, para
recuperar el tiempo perdido. Conviene aclarar lo que quiere decir larga noche,
puesto que, por si no fuera suficiente el engaño, Zeus alargó la noche,
triplicando su duración para gozar más de su treta, con la complicidad de Helios
y las Horas, de la Luna y el Sueño, para, de paso, engendrar a conciencia al
héroe más grande que pudiera imaginarse.
LA VUELTA DE ANFITRION
Día y medio, treinta y seis horas seguidas había durado la noche trucada
por Zeus y Alcmena estaba feliz, pero exhausta. Así que, al llegar a casa el
verdadero esposo, anhelando el cariño largamente esperado de su mujer, quedara
atónito al ver que ésta le venía a decir que ya estaba bien servida con la primera
y agotadora noche en vela, entre el relato de las hazañas y el premio compartido
por ambos, para pasar a repetirla en una segunda. Anfitrión, en lugar de discutir
con Alcmena lo que a duras penas comprendía, se fue a consultar con Tiresias, el
sabio y adivino, cuál podía ser la razón de aquella respuesta tan poco razonable.
Tiresias le confirmó sus sospechas: alguien había pasado la noche en su lugar y
ese alguien no era sino el mismísimo Zeus, un rival imbatible, así que Anfitrión
(cuentan algunos) abandonó la liza y no volvió a intentar consumar su
matrimonio, ya que no deseaba tener también a Zeus por enemigo, después de
todo lo que había tenido que sufrir en su corta vida. Definitivamente, para el
pobre Anfitrión, el destino se había tornado en contra.
EL DIFICIL NACIMIENTO DE HERACLES
Pero no terminaron aquí los problemas. Todavía tenía que pasar el nonato
por muchas calamidades. Cuando ya faltaba poco para el parto, Zeus, que no era
un dios prudente, se jactó en el Olimpo, ante todos sus correligionarios, de la
maravilla de hijo que había engendrado en Alcmena, al que ya había puesto el
nombre de Heracles, y que sería quien tomara sobre sí la jefatura de la casa de
Perseo. Hera escuchó el relato y urdió una de sus venganzas acostumbradas.
Tomó la palabra a su infiel marido y le hizo comprometerse ante la corte
celestial, haciéndole jurar que aquel de la casa de Perseo que naciera antes del
anochecer seria el rey del que se hablaba. Zeus, orgulloso y seguro de sí mismo,
juró lo demandado y Hera, poniéndose en acción, se fue a Micenas, para hacer
que se adelantara el parto de Nícipe, también de la casa de Perseo, yendo
después a la proximidad de Alcmena, con sus tretas mágicas, a retrasar el
nacimiento de su hijo.
Nació el de Nícipe, sietemesino, y retrasó la aparición en el mundo de
Heracles en una hora (dejando también paso a un hermano que se llamaría
Ificles), lo suficiente para desbaratar los planes de Zeus. Contenta por el
resultado de su operación de castigo a la madre involuntaria y al niño inocente y
de regreso en el Olimpo, la cruel, o cansada esposa Hera, tampoco se molestó en
callarse y dijo en público, y orgullosa de su astucia, todo lo que había hecho en
la tierra para hacer fracasar los planes de su marido. Esta arrogancia fue un
error, pues Zeus asió por los cabellos a Ate, hija habida con Hera, al enterarse
que ella era quien había encubierto a la madre y había impedido que el padre se
enterase de tal maniobra, y la lanzó al espacio. Después se dirigió a Hera, para
exigirle, encolerizado, que marcase una solución que —sin hacerle faltar a su
palabra— permitiese a Heracles acceder al destino inmortal que él había soñado.
La condición aceptada fue la imposición de una docena de casi imposibles
trabajos que tendría que realizar Heracles para llegar a ser dios.
ATENEA AYUDA AL NIÑO Y EMPIEZA LA AVENTURA
Alcmena dejó a Heracles abandonado a su suerte en los campos de Tebas y
salió despavorida con el otro, el habido con Anfitrión, hecho difícil de explicar,
puesto que éste no se había atrevido a yacer con la esposa poseída por Zeus. Con
lógica, o sin ella, ocurrió que Zeus, que había visto el abandono de su muy
especial hijo, se buscó la complicidad sensata e inteligente de su hija Atenea, y
ésta consiguió que Hera la acompañase en un paseo casual, justo por la zona en
donde había quedado la criatura. Atenea se aproximó al niño, lo tomó en sus
brazos y se lo mostró a Hera, comentando la suerte de Hera, que podía
amamantar al hermoso niño. Hera cayó en la trampa y dio de mamar a Heracles,
a ese hambriento niño, que tan fuerte chupó el pezón de la diosa, que de su
pecho brotó un río de leche que fue a parar al cielo, en donde quedó para
siempre con el nombre de Vía Láctea, aunque haya quien diga que fue Zeus el
que hizo que el río de leche saltase del pecho de Rea. Lo cierto es que Hera
quedó dolorida por la violencia de la criatura y, asustada, lo arrojó lejos de sí,
pero no importaba ni el dolor de Hera ni el lanzamiento del niño, Heracles ya era
un ser inmortal, la divina leche de su enemiga lo había transformado en un ser
eterno. Atenea, contenta de haber arreglado las cosas conforme a los deseos de
su padre, recogió a la criatura del suelo y se lo entregó de nuevo a Hera,
encomendándolo definitivamente a su cuidado. Aceptado por Hera, fue ella
quien crió y amamantó, ahora ya con más precauciones, al abandonado niño
durante los primeros meses de su vida, aunque haya otros puntos de la historia
que no encajan con este relato, pero la abundancia de versiones sobre el mito de
Heracles hace que no sea extraña la disparidad, y esto nos hace pasar al
siguiente episodio.
DE NUEVO EN CASA
La cosa es que Heracles niño estaba de nuevo con sus padres, con Alcmena
y Anfitrión, aunque se haya visto que ambos habían huido aterrados por todo lo
que había sucedido a su alrededor. Pues bien, estando el niño Heracles y su
semimellizo Ificles en la cuna, Hera volvió a la carga contra su persona,
mandando en la noche dos serpientes terroríficas no sólo por su tamaño, ya que
se trataba, además, de animales mortalmente venenosos. Las dos serpientes
treparon por la cuna y atenazaron con fuerza a las dos criaturas durmientes.
Heracles, que sólo contaba ocho meses de edad, fue alertado por la luz que el
vigilante Zeus le envió a la habitación, desde los cielos, y, sin perder un
segundo, se puso en acción, y ya tenía la fuerza suficiente para terminar con la
amenaza y destrozó a los animales sin mucho esfuerzo. Alcmena y Anfitrión
oyeron el estrépito de la lucha, pero cuando pasaron al cuarto de los niños, ya no
había peligro ninguno. Entonces Heracles disfrutaba de su victoria, mientras el
aterrorizado Ificles lloraba, buscando desesperadamente refugio en brazos de su
madre. Digamos también que hay muchos autores que opinan que las dos
serpientes ni eran tan tremendas ni habían sido enviadas por Hera, sino que era
Anfitrión quien las había metido en el cuarto, para ver cuál de las dos criaturas
era la suya. Esta versión tiene menos sentido, puesto que todos los autores
afirman que Heracles, ya desde la cuna, era fuerte y despierto y, dado que sólo
contaban ocho meses, los mellizos deberían ser cualquier cosa menos gemelos.
EMPIEZA EL APRENDIZAJE DEL HEROE
Anfitrión fue un buen padre para Heracles y se ocupó de su educación de
guerrero, de hombre de armas, enseñándole personalmente a guiar con maestría
el carro y a manejar con destreza el arco, aunque aquí también hay discrepancias
en cuanto al maestro arquero, con muchos candidatos para el puesto, entre los
que podemos mencionar a Eurito, al arquero Radamantis, a Teutaro el boyero,
hasta el mismo Apolo está en la lista de preceptores del tiro con arco; el bueno
de Quirón, el bondadoso y sabio rey de los centauros, también estuvo a su
servicio, como lo estuvo Castor enseñándole esgrima con toda clase de armas,
artes militares, táctica y estrategia. El dios Ismeno le enseñó la literatura y de no
se sabe bien dónde sacó Heracles los conocimientos necesarios del resto de las
ciencias para ser maestro en ellas. También se cuidó su educación en las artes
del canto, con Eumolpo; fue iniciado en los secretos de la música instrumental,
con Lino, aunque este pobre hombre tuvo la mala fortuna de atreverse a predicar
una armonía distinta de la que Eumolpo le había hecho aprender, y la discusión
entre maestro y discípulo terminó con la muerte del maestro, de un nada musical
golpe de la lira magistral, como respuesta del niño a un golpe anterior del
maestro, que no suponía la reacción del educando con el que se enfrentaba tan
osadamente. La muerte de Lino le valió un juicio y Heracles salió bien librado
citando en su defensa la necesidad de la legítima respuesta a una agresión, algo
que no había olvidado de las enseñanzas del cretense Radamantis. Su edad le
sirvió tanto como la cita legal y quedó exonerado del cargo de homicidio,
aunque Anfitrión comprendió que era más prudente dar por finalizados los
cursos juveniles, y consideró oportuno enviarle lejos, a cuidar ganado en
soledad, hasta que cumpliera los dieciocho años y pudiera ser considerado todo
un hombre.
HERACLES MADURA PRONTO
Con una vida austera, una rígida disciplina y una aguda observación del
mundo, el joven Heracles estuvo listo para iniciar su largo periplo de pruebas. Y
comenzó con un servicio a sus compañeros los pastores, acabando con las
andanzas de un león que tenía atemorizados a todos los de la zona de Citerón;
león que se refugiaba en una cueva del monte Helicón, dominando Tespias. A
esa ciudad se fue el joven, estableciendo en el palacio del rey su cuartel de caza,
en donde gozaba del mejor trato imaginable, incluido el disfrute de Procris, la
hija mayor de los reyes, que le fue generosamente ofertada como compañera
durante todo el tiempo que estuviera alojado en palacio. Pero este disfrute era
una artimaña real, puesto que Tespio y Megamede, los reyes, tenían nada menos
que cincuenta hijas solteras y deseaban que todas quedaran preñadas por el
héroe. Heracles, en sus cincuenta noches en el palacio, fue poseyéndolas
ordenadamente, sin que él, cansado de la jornada cinegética, pudiera darse
cuenta de que los padres iban cambiándole por turno de compañera,
aprovechando la oscuridad del dormitorio y el agotamiento del cazador. Con esta
rotación nupcial el matrimonio real se pudo asegurar contar con otros tantos
privilegiados descendientes de Heracles. Esto es lo que se cuenta de su estancia
en Tespias, aunque también hay quienes aseguran que fueron cincuenta y dos los
hijos del héroe, porque la mayor y la menor tuvieron, cada una, dos hijos en el
mismo parto, mientras que una decidió permanecer virgen para servir mejor a
los dioses. Bien, pasadas las cincuenta o cuarenta y nueve noches, Heracles dio
con el león y lo mató sin más arma que una maza arrancada de un olivo. Desolló
a la fiera vencida y, con su piel se hizo una túnica, coronada por su cabeza, por
cuyas fauces asomaba el rostro fornido del joven victorioso, que ya se alejaba
del Helicón y volvía a sus tierras.
LAS HAZAÑAS DE HERACLES
A su regreso, Heracles vino a tropezarse con los enviados de Ergino, que se
encaminaban a Tebas para exigir el periódico tributo de sumisión a la ciudad. No
sabiendo quienes eran, el joven les preguntó su misión y destino y el grupo,
demasiado seguro de su poder, no hizo más que desairar al muchacho con una
contestación tan necia como arrogante, afirmando que iban a cobrar las cien
reses que los tebanos tenían que pagar anualmente al rey Ergino, como precio
por haberse librado de su castigo, castigo que bien podía haber consistido en
perder manos, orejas y narices. Heracles, airado, cortó a los enviados las manos,
las orejas y las narices, y los reexpidió a Orcómenos, con las partes mutiladas
adornando el cuello de las víctimas. Ergino, al recibir semejante tropa, exigió al
desarmado rey de Tebas que le entregase al responsable del desaguisado.
Heracles, por su parte, levantó un apresurado ejército en Tebas y, con la
oportuna licencia de Atenea, lo armó con cuantas armas había depositadas en los
templos de la Tebas, puestas en ellos como ofrendas a los dioses. Entrenó a
fondo a los tebanos en las artes marciales que él tan bien conocía y los dispuso
para la lucha contra Ergino, no sin antes haber oído el oráculo que exigía la
muerte del decano de Tebas para asegurar la victoria. Como éste, Antípeno, no
quisiera entregar su vida, sus hijas Androclea (gloria de los hombres) y Alcis
(poder) dieron las suyas sin perder ni un segundo más. Ante tal ejemplo, la tropa
de urgencia salió a luchar, segura de su victoria, con Heracles y su padre
putativo Anfitrión al frente. Los tebanos se apostaron en el camino por el que
debería venir Ergino a dar batalla a Tebas y allí el rey y sus oficiales murieron en
la emboscada. Tras la primera y definitiva batalla, Heracles y sus hombres
fueron a Orcómenos, desmontaron sus defensas, inundaron sus campos y,
finalmente, entraron en la ciudad sin encontrar la más mínima resistencia por
parte de los sorprendidos minias; después saquearon a placer sus riquezas y
establecieron un tributo doble del que Ergino antes había recogido de los
tebanos. En el curso de los combates, Anfitrión, el buen padre de Heracles por la
fuerza de las circunstancias, perdió la vida.
HERA ATACA DE NUEVO
Parecía que la gloria y la fama habían llegado para establecerse
definitivamente junto al héroe y los suyos, pero la siniestra Hera no descansaba
en su siempre renovado afán de venganza. Ahora Heracles había casado con
Megara, la hija mayor del agradecido rey Creonte de Tebas, mientras que su
hermanastro Ificles casaba también con otra hija de Creonte. Recibía Heracles el
constante homenaje de los tebanos y se podía asegurar que la felicidad reinaba
en torno suyo, pero la sombra de la locura planeaba sobre su mente, enviada
desde el Olimpo por Hera. Esa locura se apoderó de su voluntad y el que fuera
héroe admirado se convirtió, instantáneamente, en verdugo de sus seis hijos y de
dos de los de su hermanastro. Arrojó después los cadáveres de las ocho criaturas
a una hoguera e intentó también matar a Creonte, pero la piadosa Atenea se
interpuso a tiempo, detuvo la acción y le hizo ver la luz de la razón. Anonadado
por lo sucedido, Heracles se retiró a una celda de palacio, allí estuvo durante
días, hasta que salió para ir al templo de Delfos en busca de una respuesta. La
pitonisa transmitió la instrucción divina: debía rebajarse a servir al rey Euristeo
de Tirintos durante doce años para expiar su parte de culpa, porque el orgullo de
ser el vencedor imbatido también había contribuido en buena medida a su
locura, especialmente si se quiere creer que, tras la derrota de Ergino, había
matado al rey Pirecmes y, no contento con ello, había hecho descuartizar su
cadáver por un tiro de potros, dejando los restos esparcidos sin enterrar para
escarmiento de la población eubea, que era amiga de los minias y, por tanto,
enemiga de los tebanos.
EURISTEO SEÑALA LOS TRABAJOS DE HERACLES
El primer trabajo que marcó Euristeo al penitente Heracles fue el de dar
muerte a un león invulnerable y monstruoso, precisamente puesto por Hera en la
región de Nemea para que el héroe tuviera que enfrentarse a él ineludiblemente.
Como las flechas del hábil arquero no consiguieron hacer mella en su dura piel,
Heracles decidió probar suerte con su extraordinaria fuerza. Se adentro en la
cueva de la bestia y, sin más medios que sus brazos, desnucó al león y lo
desolló, revistiéndose triunfalmente con la piel arrancada a la fiera derrotada en
su guarida, de modo parecido a como se ha contado que hizo con el león de
Citerón.
La lucha contra la hidra de Lerna, una monstruosidad hija de Tifón, con una
cabeza inmortal y otras ocho más, hasta cien, fue su siguiente tarea y la llevó a
cabo con el asesoramiento de Atenea y la ayuda de Yolao. Y no hubiera sido
posible luchar en solitario, pues, a medida que Heracles rebanaba cabezas,
aparecía doble número de ellas. Así que, con Yolao de aliado, se prendió fuego
al bosque, para quemar los cuellos cortados con sus llamas. Hera, que no quería
darle reposo al héroe, envió de refuerzo a un grandísimo cangrejo, pero eso fue
sólo una distracción para Heracles, que terminó con los dos enemigos y
aprovechó, de paso, la sangre de la hidra para hacer mortales sus dardos.
El jabalí de Erimanto tenía que ser capturado vivo, y era otro animal
pavoroso, pero Heracles estaba dispuesto a todo; sacó al jabalí de su guarida, lo
agotó y se hizo con él, sin más.
La captura de la singular cierva de Cerinia, con su cuerna de oro, su
velocísimo movimiento y, sobre todo, ser protegida de Artemis, no era trabajo
sencillo. Heracles estuvo todo un año corriendo hasta alcanzarla; y lo hizo,
aunque fuera casi sagrada. Es más, se encontró con los divinos hermanos Apolo
y Artemis cuando llevaba la presa, y éstos, indignados, fueron a liberar a la
cierva y estaban dispuestos a dar una lección al sacrílego Heracles, cuando este
se opuso a su acción, asegurando que no tenía más remedio que obedecer las
órdenes de Euristeo, porque Apolo mismo, a través de la pitonisa de Delfos le
había ordenado obediencia total durante doce años. Los dioses no tuvieron más
remedio que aceptar la sencilla y lógica explicación.
Las aves devoradoras del lago Estinfalos se habían convertido en una
pesadilla para todos los que vivían en su entorno, Euristeo exigió a Heracles que
terminase con ellas; él lo hizo, asustándolas con el gran ruido de los cróptalos de
bronce de Hefesto, suministrados por Atenea, y derribándolas luego con sus
flechas certeras, cumpliendo de este modo su quinto trabajo.
La suciedad de las inmensas cuadras del rey Augías era proverbial y su
limpieza fue ordenada por Euristeo como nueva prueba de humildad. A Heracles
le prometió Augías, ante su hijo Fileo, un décimo de su rebaño si le ponía en
orden la cuadra. Y Heracles lo hizo de un modo expeditivo con ayuda de su fiel
amigo Yolao: abrió las paredes y por ellas hizo pasar las aguas de los ríos Alfeo
y Peneo, que se llevaron todo lo que encontraron a su paso. En un día estaba
terminado el trabajo, pero Augías no cumplió lo pactado y el héroe reclamó a
Fileo que ahora fuera testigo suyo, para más tarde poder exigir al padre el pago
de su deuda.
Posidón había regalado a Minos, rey de Creta, un toro semental, y éste se
obligó a sacrificarlo cuando lo hubiera cruzado con sus vacas, pero no lo hizo
así, y conservó el animal con él. Posidón enloqueció al toro, para castigar el
quebrantamiento de la promesa y Heracles, humildemente, hubo de ir a Creta a
apaciguar la furia del animal.
En su octavo trabajo, Heracles se vio obligado a terminar con el cruel rey
Diomedes, quien mataba a sus huéspedes y con sus despojos alimentaba a sus
cuatro yeguas encadenadas. Heracles mató a Diomedes y su carne sirvió de
alimento a las yeguas, ahora ya liberadas del encierro de su establo.
Conseguir el cinturón de oro de Hipólita, reina de las amazonas, fue un
capricho que se le antojó a Admete "la hija de Euristeo. Heracles fue en su busca
y le fue fácil obtener aquel cinturón regalado por Ares a su hija, ya que Hipólita
quedó prendada del encanto de Heracles. Para Hera, esta entrega de Hipólita, la
feroz guerrera, fue un revés en sus planes, y —haciéndose pasar por amazona—
hizo creer que Heracles y los suyos querían raptar a la reina. Empezó la batalla y
su final fue la muerte de Hipólita, a la que Heracles creyó traidora.
Robar los rojos bueyes de Geriones, el gigante de tres cabezas y seis
brazos, fue el siguiente reto que planteó Euristeo. Era tarea difícil, ya que
requería cruzar el Océano y llegar hasta Tartesos, deshacerse del perro Ortro, y
del pastor Euritrón, matar a Geriones, cosa que hizo con una sola de sus flechas,
flecha que atravesó sus tres cuerpos descomunales, herir también con una flecha
a la terca Hera y dejar plantadas las dos columnas que marcan el confín del mar,
el estrecho entre Africa y España. Para conseguir las manzanas del jardín de las
Hespérides, frutas de oro celosamente guardadas por las hijas de Atlas, Heracles
inició un largo recorrido, comenzando por arrancar de Nereo la información
sobre el emplazamiento de la isla; después rescatando a Prometeo de su prisión
en el Cáucaso, y obteniendo de él la información sobre la necesaria colaboración
de Atlas, única forma de hacerse con las manzanas y evitar al horrible dragón
que las vigilaba. Llegado con ellas ante Euristeo, éste no supo que hacer con las
frutas, devolviéndoselas a Heracles, quien, a su vez, las ofreció a su eterna
auxiliadora Atenea y ésta, finalmente, las depositó en su lugar de origen, lo que
demuestra la inutilidad de los trabajos exigidos por Hera a través de Euristeo.
La captura del can Cerbero vivo fue el duodécimo y último trabajo
expiatorio exigido a Heracles. Para ello, tuvo que descender al Infierno, ayudado
en secreto por Zeus, Atenea y Hermes, no sin haberse iniciado antes en los
misterios de Eleusis. En el camino se encontró con Medusa y Meleagro; el relato
de este último le llenó de dolor y Heracles prometió casarse con su hermana
Deyanira tan pronto regresara a la tierra de los vivos. Liberó más tarde a Perseo
y a Ascálafo de sus tormentos, se llegó ante Hades y Perséfone y les pidió
permiso para llevarse con él a Cerbero. El permiso fue concedido, a condición
de que lo derrotara sin más armas que su fuerza, y así lo hizo Heracles,
plantándose con el sumiso monstruo de tres cabezas ante Euristeo, y éste se
espantó al ver al perro y huyó horrorizado. También se dice que Euristeo le
ofreció un trozo de carne de un esclavo, y que el héroe, harto ya del déspota,
acabó con la vida de sus tres hijos.
HERCULES EL ROMANO
En Roma, Hércules se convirtió casi en un dios nativo, puesto que se
entretejió una nueva leyenda local, para tratar de entroncar a tan atractivo
personaje con el alma romana y hacerlo todo lo latino que fuera posible. Para
acoplarlo a la mitología propia, sirvió muy bien el largo viaje de Heracles hasta
las islas Afortunadas, ya que se le narra pasando por el río Po; también se
aprovechó adecuadamente su largo caminar por Europa, en busca del reino del
gigante Geriones, ya que en su deambular hasta dar con las tierras de Tartesos,
en el sur del continente, en España, tuvo tantos incidentes, que fue fácil
colocarle uno más, relacionándolo, con Caco el hábil ladrón, convertido ahora
en cuatrero para asaltar el rebaño capturado por Heracles/Hércules. Caco logró
su primer propósito y se hizo con unas cuantas reses, pero naturalmente, para
quien había vencido al gigante y a sus aliados con tanta facilidad, el ladrón no
era más que un problema menor y Hércules lo persiguió hasta alcanzarlo y darle
muerte. Recuperados los bueyes rojos robados por Caco, tuvo que sortear más
tarde otro peligro latino, al encontrarse con el supuestamente hospitalario rey
Faunus, que buscaba arteramente la gloria, a costa de la vida de Hércules, ya que
pergeñaba sorprender a su huésped y matarle, para después aparecer ante
nosotros como vencedor del invencible. También Hércules supo a tiempo lo que
le aguardaba tras aquella aparente oferta de hospitalidad y el cobarde oponente
terminó muriendo a manos del héroe. Como se puede observar por lo narrado,
no se hacía una defensa de los valores éticos y pragmáticos del pueblo latino, ya
que se presentaba a los interlocutores como otros tantos canallas, pero el caso
era que ese dios-héroe magnífico quedase más unido al suelo italiano. Desde
luego, lo que sí se puede asegurar es que Hércules gozó de muchos y
espléndidos templos en toda la extensión del Imperio y que, además, eran
construcciones erigidas en los mejores emplazamientos posibles. En cuanto a su
representación, Hércules siguió el modelo griego y su estatuaria, adornada con
un físico menos maduro, más juvenil y lleno de vitalidad, no fue sino una
puntual copia del patrón original.
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