miércoles, 3 de abril de 2019

Gilgamesh

El poema de Gilgamesh es un impresionante
relato épico de origen sumerio, que tuvo una amplia difusión
por Mesopotamia y Anatolia desde antes de mediados del tercer
milenio antes de nuestra era hasta el siglo VII a. de C. La versión
más completa de la epopeya está en doce tablillas asirías
de barro cocido en escritura cuneiforme, procedentes de la Biblioteca
de Asurbanipal en Nínive, de hacia el siglo VII a. de C.
Pero el mito remonta a unos dos mil años antes y circulaba,
oralmente y por escrito, en muy varios idiomas, pues tenemos
restos del mismo, de muy varias épocas y diversa extensión, en
sumerio, acadio, babilonio, hitita (seguramente a partir de una
versión hurrita, también atestiguada) y asirio.
El héroe fue un antiguo rey de la ciudad sumeria de Uruk
(en la primera dinastía, hacia 2600 a. de C.) Su madre era la
diosa Ninsun, y su padre un tal Lillah, un gran sacerdote local.
Era, pues, un héroe semidivino, pero mortal («dos tercios dios,
y un tercio hombre»). Fue un rey poderoso y famoso, y un gran
constructor, pues se le atribuía la construcción de la gran muralla
de Uruk y un templo de la diosa Ishtar.
Comienza el poema alabando en breve prólogo el gran saber
del héroe rey, su mucho viajar, su imponente figura y su
fuerza admirable. Cuenta luego que reinaba con rigor despótico
sobre su pueblo: obligaba en exceso al trabajo a los hombres
y se apoderaba de todas las mujeres. De modo que la gente se
lamentaba de su tiranía al dios Anu, quien, oyendo sus quejas,
se dirigió a la diosa Aruru, la creadora de Gilgamesh, para que
creara a otro individuo semejante que pudiera enfrentarse a él
y frenar su arrogancia desmedida.
Aruru moldeó con barro a un ser primitivo, cubierto de
pelo, de enorme fuerza, un ser salvaje, que vivía como las bestias
y protegía los animales frente a los cazadores. Era Enkidu,
el doble del rey, no inferior a él en fuerza y valor. Al enterarse
de la existencia del feroz salvaje, Gilgamesh le envió, para domesticarlo,
a una prostituta sagrada, una hieródula, Shamhat,
que pasó seis días y siete noches haciendo el amor con él y mostrándole
los atractivos de la vida social. De tal modo Enkidu se
hizo más sabio y menos violento, y al final cedió al consejo de la
sutil educadora para ir a la ciudad de Uruk y conocer allí al rey
Gilgamesh. A éste, su madre, la diosa Ninsun, vino para interpretar
sus sueños, que auguraban que Enkidu no sería su rival,
sino su amigo.
Fue Enkidu a Uruk y, tras un combate cuerpo a cuerpo con
Gilgamesh, se hizo gran amigo del rey. Y juntos planearon una
hazaña que les diera nombre y fama: matar a Humbaba, el gigante
terrible de la montaña del Bosque de los Cedros. Fue una
tremenda empresa, porque el gigante era monstruoso por su
tamaño y vomitaba fuego. Tanto Gilgamesh como su madre
imploraron la ayuda del gran dios Shamash, que en el momento
decisivo envió a los vientos para atontar a Humbaba y auxiliar
a los dos héroes. Vencieron en la lucha y Gilgamesh decapitó
al monstruo y envió su enorme cabeza en una balsa por el
Eufrates hacia Nippur.
Ya de regreso en Uruk, el triunfador Gilgamesh se reviste
de sus galas, cuando la diosa Ishtar lo ve y siente un apasionado
deseo de tenerlo como amante. La diosa se le declara con vehemencia,
pero el héroe la rechaza recordándole el triste fin de
sus amantes anteriores. Ishtar se enfurece y acude a solicitar
venganza al dios Anu, y le pide que envíe a Uruk al Toro Celeste.
El monstruo entra en Uruk; es tal su fuerza que de un bufido
abre una fosa y derriba a cientos de jóvenes guerreros. Pero
Enkidu sale a su encuentro y lo sujeta mientras Gilgamesh le
hinca la espada en el cuello y lo mata, arrancándole las entrañas.
Cuando Ishtar se lamenta de su muerte, Enkidu le arranca el
lomo y se lo echa en la cara a la diosa, en medio de unos fuertes
insultos. Mientras Gilgamesh dedica los cuernos del gran toro
al dios Lugalbanda (su padre, en algunas versiones), la diosa
Ishtar llora de rabia sobre los despojos, escoltada en su dolor
por un coro de prostitutas sagradas.
Enkidu tiene un sueño, que luego relata a Gilgamesh. Ha
visto en él a los dioses supremos, Anu, Enlil, Ea y Shamash,
que deliberan en el cielo que, por haber matado a Humbaba y
al Toro Celeste, los héroes deben pagar con la muerte de uno
de ellos. Y Enlil decidió que muriera Enkidu. Enkidu se lamenta
y maldice a la cortesana Shamhat que le educó para una
vida consciente y breve. Pero el dios Shamash lo consuela: le
habla de sus funerales y la gloria que le espera, gracias a su amigo
Gilgamesh. Y Enkidu se consuela, se consume y muere. Espléndido
es el planto de Gilgamesh por su amigo; al tiempo
que convoca al país entero para hacerle una estatua preciosa de
lapislázuli, cobre, plata y oro, invita a todos a llorar por él:
Que lloren por tí el oso, la hiena, el leopardo, el tigre, el ciervo, el
chacal,/ el león, los toros salvajes, la gacela, la cabra montés, las manadas
de las fieras, / llore por tí el puro Eufrates / en cuyas aguas solíamos
refrescarnos. / Lloren por tí los jóvenes de la amplia ciudad de
Uruk, la bien amurallada, / ellos que vieron la lucha en la que abatimos
al Toro Celeste...
Y Gilgamesh observa con espanto la frialdad del muerto:
Hemos vencido todos los peligros, hemos escalado los montes, /
¡ apresamos al Toro Celeste y lo matamos ! / ¡ Matamos a Hubaba, que
vivía en el Bosque de los Cedros! / Y ahora, ¿qué sueño se ha apode
rado de ti? / Tienes el rostro inmóvil y no me escuchas. / Pero Enkidu
no abre los ojos. / Le puso una mano sobre el pecho. ¡No late su corazón
! / Entonces cubrió a su amigo como sí fuera una novia / y su voz
resonó como un rugido pavoroso, / como el de un furioso león. /
Como una leona privada de sus cachorros, / va y viene ante el lecho
mortuorio, / arrancándose el pelo y arrojándolo, / rasgando sus vestidos
y quebrando sus adornos...
El final, perdido, de esta tablilla VIII debía referir los espléndidos
funerales de Enkidu. En la tablilla IX vemos a Gilgamesh
vagando enloquecido por el terror de la muerte. Decide
ir al sabio Ut-Napishtím, que sobrevivió junto con su mujer al
Diluvio y que tal vez conoce el secreto de la vida eterna. Se encamina
hacia la montaña Nashu, en un viaje muy penoso: las
fieras lo acechan y en las puertas del monte están de guardia la
pareja abyecta y feroz de «Hombres-escorpión». El héroe logra
persuadirlos y penetra en un túnel de densas tinieblas al pie de
la montaña, un camino que nadie antes intentó, un abismo sin
luz de más de doce leguas. Tras un penoso recorrido llega al
final a un jardín resplandeciente: en él hay árboles divinos de
piedras preciosas y, al fondo, el mar azul.
Allí vive Siduri, la tabernera’divina, con sus jarras áureas
para la cerveza. La cervecera se espanta del aspecto salvaje y
demacrado de Gilgamesh. Él le explica su pena por el amigo
muerto y le pregunta por el camino hacia Ut-Napishtim. Debe
cruzar el mar, que nadie sino el dios Shamash ha vadeado. Siduri
le da el consejo de gozar al máximo de los placeres de la
vida y olvidar su empeño. Pero, al insistir Gilgamesh, le‘envía
hacia el barquero Urshanabi. También éste se espanta del aspecto
del héroe, y al fin responde a su demanda. Debe cortar
trescientas largas pértigas para cruzar el mar y evitar que las
aguas de la Muerte le salpiquen. Gilgamesh así lo hace y llega
hasta encontrarse con Ut-Napishtim. Dialogan Gilgamesh y
Ut-Napishtim. Cuenta el primero su penoso viaje, el segundo
le invita a meditar sobre lo inevitable de la muerte, que a todo
alcanza y a nadie avisa.
Luego Ut-Napishtim le cuenta —ya en la tablilla XI— cómo
sobrevivió al tremendo Diluvio, tras encerrarse en su barco,
con su mujer y sus animales durante los seis días y siete noches
del mismo. (El mito del Diluvio Universal encuentra aquí su
forma más antigua. Se halla también en otro mito sumerio-acadio
parecido: el de Atrahasis. Los textos bíblicos han retomado
este motivo mesopotámico; Noé es el viejo Ut-Napishtim, y hay
paralelos muy significativos entre ambos relatos.) Shamash al
final otorgó la inmortalidad a la pareja sobreviviente del Diluvio
de modo excepcional.
Ut-Napishtim propone una prueba a Gilgamesh: que permanezca
sin dormir seis días y siete noches. Pero el héroe, agotado,
se queda dormido enseguida y duerme todo ese tiempo.
Al despertar reconoce su fracaso y se dispone a regresar. Ut-
Napishtim hace que Urshanabi le traiga vestidos nuevos y que
le acompañe. Pero le hace un regalo magnífico: le revela que
existe en el fondo del mar la planta de la juventud. Y quien la
coma podrá rejuvenecer y así demorar la muerte. Gilgamesh
encuentra la planta, la recoge y emprende el viaje de vuelta.
Pero, por el camino, mientras se baña una noche en un estanque,
una serpiente atraída por el aroma de la planta, se la roba.
Entonces el héroe se resigna a su fracaso. «Entonces Gilgamesh
se sentó y lloró.» Acompañado por Urshanabi llega hasta
Uruk, y allí le muestra al barquero la muralla de su ciudad, la
obra de su vida.
Probablemente ahí concluía la epopeya. El gran viaje en
pos de la inmortalidad se ha mostrado inútil. Gilgamesh sabe
que sólo su obra, la gran muralla en la ciudad y su fama, va a
sobrevivirle. Ahora ha vuelto de su esforzado viaje, con las ma
nos vacías y tan sabio como se dice al comienzo del poema. En
vano pretendió el más audaz y tenaz héroe encontrar remedio a
la muerte. La planta rejuvenecedora —tal vez no de inmortalidad,
sino de nueva juventud— será provechosa sólo a las serpientes.
Pero queda la tablilla XII, que fue probablemente un episodio
independiente. En ella se nos cuenta que Gilgamesh hizo
dos objetos musicales; un pukku y un mikku, para la diosa Ishtar.
Pero se le caen a los infiernos. Aparece Enkidu que se ofrece
a ir a por ellos. Sin embargo, Enkidu no cumple los consejos
de su amigo y se encuentra retenido sin poder regresar. Gilgamesh
suplica al dios Enlil y luego al dios de abajo, a Nergal,
que vuelva su amigo, y al final Enkidu consigue salir por muy
breve tiempo, para contarle a Gilgamesh la triste condición del
mundo de los muertos. Es un mundo de polvo, oscuridad y
miseria, donde vagan los espíritus entre sombras y desolación.
Tal es el amargo final del episodio. (En algún aspecto, este último
relato puede recordar cómo, de modo muy parecido, al
final de la Odisea, se ha añadido al primitivo poema una bajada
de los pretendientes muertos por Ulises a los infiernos, una segunda
Nekuia, el canto XXIV, de tono también lúgubre* aunque
no tanto.)
El poema de Gilgamesh es de una fuerza mítica inolvidable.
Sus personajes, a diferencia de otros poemas de Sumeria y
de Babilonia, son humanos y expresan un hondo anhelo de la
estirpe humana. La busca de la inmortalidad, fallida aventura
del héroe, es el núcleo de esta epopeya, cuyos ecos vienen resonando
desde el tercer milenio antes de nuestra era. Sin duda, la
epopeya se ha ido formando durante siglos hasta adquirir la estructura
compacta de la narración de las doce (u once) tablillas
asirías. El encuentro de los dos héroes, el doble combate contra
los monstruos (el gigante Humbaba y el Toro Celeste), la
muerte de Enkidu, la larga peregrinación del sufrido Gilgamesh
hasta el jardín de Siduri y el mundo de Ut-Napishtim, y
las conversaciones y encuentros del camino constituyen una
trama de espléndido empuje. Pero también un personaje como
Enkidu, el salvaje civilizado por la hieródula, que luego resulta
no un rival, sino el gran amigo del rey de Uruk, es un magnífico
personaje. Como magnífico es el pesar de Gilgamesh por su
amigo muerto, y su desesperación y su obstinación en el duro
viaje en pos de la inmortalidad. Es la amistad y la nostalgia de
Enkidu lo que mueve al protagonista a desafiar todos los riesgos
de tamaña expedición al mundo más lejano. (En otro poema
sumero-babilonio es la diosa Ishtar quien penetra en el
Otro Mundo, en busca de su amado Tammuz, y se enfrenta a
Ereshkigal, la diosa de la muerte, quien, celosa, consigue retenerla
en su reino subterráneo por un tiempo, pero al fin Ishtar
logra rescatar del mundo de la muerte a su amado.)
Toda esa odisea peregrina de Gilgamesh está impulsada no
por el ansia erótica, sino por el sentido más noble de la amistad.
Y el dolor por la ausencia del amigo es tan importante
como el afán de obtener un escudo contra la muerte. (El dolor
de Gilgamesh resuena luego en la litada en el lamento furioso
de Aquiles por Patroclo, como el afán de visitar el otro mundo,
encuentra un eco en el viaje de Ulises al mundo de los muertos,
en el canto XII de la Odisea. Ulises es también un viajero que
vuelve sabio de sus andanzas penosas, como Gilgamesh, pero a
Ulises le inquieta muy poco la inmortalidad.) Al final, Gilgamesh
se resigna. Su empresa ha sido un fracaso, pero le queda
la experiencia del viaje y el relato de la aventura desesperada.
Nos deja su muralla en Uruk y su espléndida y desgarrada historia.
Es el primer gran viajero al Otro Mundo. Le han seguido,
en la tradición de ese motivo mítico y literario, otros famosos
visitantes de los infiernos, como Ulises, Eneas, Luciano y Dan
te. Ninguno de ellos nos resulta más emotivo que el héroe sumerio.
Los motivos para viajar tan lejos han variado; pero ninguno
hay más noble que el de Gilgamesh. A él le impulsaron el
denso dolor por la pérdida de su gran amigo y el anhelo —insensato
y heroico— de escapar de la trampa universal de la
muerte.


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