miércoles, 3 de abril de 2019

Troyanas. Trío de damas: Hécuba, Casandra y Andrómaca. I.

La tragedia de Eurípides Troyanas tiene una estructura peculiar.
La intriga es mínima. Desde un comienzo parece que
todo ha pasado ya. Para las troyanas todo está perdido, decidido,
su futuro es oscuridad y poco más. Desde un principio parece
que nada más puede ocurrir a estas supervivientes de la
guerra, ya prisioneras y esclavas de los vencedores. En el «prólogo
», dos dioses, Atenea y Poseidon, en una escena ciertamente
original y muy significativa, abandonan la ciudad arrasada.
Son algo opuesto a la figura del deus ex machina, que surge al
final de una trama para darle una conclusión. Troya está aniquilada,
y ellos se van, pero la sagaz Atenea aprovecha para reconciliarse
con su tío Poseidon y para planear ahora la próxima
ruina de los vencedores. Les aguarda también a los conquistadores
una muerte terrible en el mar o en su propia patria, como
a Agamenón. En cambio, los dioses no sienten compasión por
las cautivas, como tampoco por la suerte de los griegos. Todo
está perdido en Troya. Con todo, la magia de la obra consiste
en ir ahondando en la situación desesperada hasta la aniquilación
de toda ilusión.
No hay aquí un protagonista central ni un único héroe trágico
según el molde antiguo. La pieza no está analizada en la
Poética de Aristóteles ni podría analizarse con sus categorías.
¿Dónde está aquí el error trágico, la hamartia, el reconocimiento
o anagnorisis, y la peripéteia o cambio de fortuna? ¿Dónde la
hybris, el exceso trágico? No, desde luego, entre las troyanas,
que sólo sufren los desastres de la larga guerra, tras el ocaso de
su ciudad y la muerte de los hombres, de sus hijos, maridos,
hermanos, caídos todos ya en el abismo de la muerte. Todavía
en su Hécuba, compuesta años antes, había cierta intriga, y la
protagonista, la vieja reina que también aquí ocupa un primer
plano, podía hacer algo, aunque fuera sólo un horrible acto de
venganza. Aquí no. Lo que caracteriza a estas grandes princesas
troyanas —Hécuba, Casandra, Andrómaca—·, es que no
pueden hacer nada para salvarse, como tampoco hicieron
nada para merecer su perdición. (Frente a ellas está, es cierto,
Helena, que sí hace algo y sí logrará, según se insinúa, librarse
de la muerte merecida. Pero dejemos el caso de Helena para
luego.) Como en ningún otro texto antiguo, aquí parece escenificarse
y representarse simbólicamente la condición de la
mujer sometida al mundo de valores masculinos, a ese mundo
heroico donde les queda un indiscutible papel de víctimas,
inocentes, o por lo menos no responsables, de los desastres de
la guerra.
El coro está formado por las cautivas troyanas. La mayoría
de tragedias griegas conservadas —unas veinte de las treinta y
tres— tienen un coro femenino. (De las restantes, nueve lo tienen
de ancianos. Los unos y las otras tiene algo en común. Están
alejados de la trama heroica. Son débiles para intervenir en
la acción.) Las mujeres —en ese mundo antiguo— están condenadas
al silencio y a la sumisión doméstica, mientras que los
hombres en sazón se han reservado el dominio de la política y
la guerra, la gloria y la historia. Ellos hacen la guerra y deciden
el destino de la ciudad. Ellas acatan y sufren. Pero el mito —y
también el teatro— es más generoso que la sociedad antigua,
en la democrática Atenas, para con las mujeres. Les deja la palabra
para que expresen su pasión y sus anhelos. Es sobre todo
Eurípides quien presta sus palabras en el teatro de Dioniso a
las mujeres míticas para que hablen con libertad, con gran escándalo
a veces de su público. Así en las Troyanas los padecimientos
y las voces de las mujeres expresan el lado oscuro de la
guerra.(La de Troya y de tantas otras semejantes.)
En la tragedia, reflexión cívica sobre mitos heroicos, se trata
de un tema mítico, por lo tanto, antiguo y de algún modo
ejemplar. Aunque su mythos trata del pasado heroico, también
advierte sobre el presente. (Los atenienses que, en la primavera
del 415 asistieron a la representación primera de las Troyanas,
tendrían en su mente el reciente episodio bélico de la conquista
y sometimiento de Melos, uno de los más crueles y significativos,
como vio Tucídides, de su guerra del Peloponeso. Los atenienses
vencedores pasaron a cuchillo a todos los hombres de
la isla y esclavizaron luego a las mujeres. Pocos meses después
Atenas se embarcaba en otra expedición guerrera, la de intentar
la conquista de Sicilia. Sin duda a los más sensitivos debió
de parecerles luego un triste augurio el recordado drama de
Eurípides.) Pero la guerra de Troya es, en alguna medida, el
modelo de toda guerra, de tantas y tantas guerras y ciudades
destruidas.
Frente a la visión épica, la homérica, por ejemplo, la visión
trágica insiste, no en la gloria de los guerreros, sino en el dolor
de los vencidos, en la muerte que se extiende mucho más allá
del campo de batallas heroicas y que envuelve no sólo a los
combatientes armados, sino también a sus familias, a sus hijos y
mujeres. (Ya es así en Los Persas de Esquilo, la tragedia más antigua
conservada.) Y también esa imagen de la guerra tiene en
Grecia su paradigma. Como ha escrito M. Yourcenar (en Peregrina
y extranjera), todas las guerras son variaciones y ecos de
la de Troya. «Una generación asiste al saqueo de Roma, otra al
sitio de París o al de Estalingrado, otra al pillaje del Palacio de
Verano. La caída de Troya unifica en una sola imagen toda esta
serie de instantáneas trágicas, foco central de un incendio que
hace estragos en la historia, y el lamento de todas las viejas madres,
cuyos gritos no tuvo tiempo de escuchar la crónica, encuentra
su voz en la boca desdentada de Hécuba.»
Esta Hécuba, la de Eurípides, pero ya antes patética en el
mito mismo y en Homero, es, por la grandeza de sus sufrimientos,
el foco central del drama. Ha perdido cruelmente a su esposo,
a sus numerosos hijos, fue reina y ahora es esclava, y va a
sufrir hasta lo más hondo la destrucción de todo lo que amó.
Tras perder a su ciudad y a sus hombres, confiaba que el horror
se detendría ahí. Pero va a saber pronto que también Políxena,
su hija menor, ha sido sacrificada bárbaramente en la tumba de
Aquiles, y va a asistir al asesinato de su nieto, el pequeño hijo
de Héctor, Astianacte. Intenta en vano buscar una mínima venganza
—que la maldita Helena sea castigada—, pero es impotente
también en su furia contra la bella seductora. La vieja reina
vela en vano por la suerte de sus hijas, se angustia por
Casandra, llora junto a Andrómaca, pero ya es sólo una vieja
esclava con rostro enloquecido por el dolor y la desesperación.
Junto a la figura de Hécuba, Eurípides ha colocado otras
dos impresionantes heroínas troyanas. En sendas escenas de
indudable efecto, ahí están, junto a la anciana, Casandra y Andrómaca,
otros dos rostros en los que se refleja todo el dolor de
la derrota, toda la crueldad del destino.
Este trío de damas patéticas parecen concentrar sobre sí los
mayores dolores. Tanto Casandra como Andrómaca son figuras
inolvidables. Más original la primera, la joven sacerdotisa,
antaño virgen profética consagrada a Apolo, que la segunda, la
digna esposa del gran Héctor, el defensor de Troya, el más valiente
y noble de los paladines de la ciudad. Pero bien representativas,
una y otra, de las mujeres de la familia de Príamo.
La escena en que sale Casandra, con una antorcha en la
mano, cantando un canto de bodas, un epitalamio, para celebrar
su suerte, es impresionante. La joven profetisa parece
enloquecida. La vieja Hécuba está angustiada, en medio de
tanta catástrofe, por ella. Su futuro está trazado: ha sido elegida
por Agamenón como concubina, compartirá su lecho e irá
con él a su palacio de Micenas. Allí Clitemnestra se encargará
de ambos. Casandra tiene el más terrible de los destinos, desde
que rechazó el amor de Apolo. Conoce de antemano la
verdad, pero por más que la grite no puede convencer de su
profecía a nadie. De modo que sufre las cosas dos veces, por
anticipado y cuando llegan inexorablemente. Sale pues a escena
como una bacante, danzando y cantando frenética, por
su boda futura, boda de sangre y muerte. El epitalamio deviene
un extraño treno por sí misma. Como el canto de triunfo
del kamikaze, que va a estrellarse con su bomba sobre el centro
enemigo.
Por otro lado, Casandra afirma estar contenta de su destino,
que la convierte en una especie de demonio vengador. Ella
garantiza el asesinato de Agamenón por Clitemnestra en Micenas.
Y razona que la suerte de los griegos vencedores ha sido y
es peor que la de los troyanos. En un discurso muy bien compuesto,
de retórica un tanto sofística, como otras heroínas de
Eurípides que, en medio de su pasión, se complacen en darnos
sus claras razones, la lúcida Casandra expone los horrores de
una guerra que degrada a los conquistadores y los arruina física
y moralmente, más que a los vencidos que murieron por su patria
y rodeados por los suyos. Recordemos que Casandra ha
sido ya violada por Ayante Oileo, sin respetar el altar de Atenea
—y justamente por ello la diosa se apartó de los griegos y ha
exigido a Poseidón una colaboración en su castigo—, antes de
ser entregada a Agamenón.
Siempre víctima de la agresión masculina, Casandra es tratada
más brutalmente por los griegos que por su amante divino
Apolo. Al menos el dios la dejó elegir y tuvo la elegancia —para
un dios me lo parece— de resignarse al rechazo, aunque se
vengara con su maldición. La bella hija de Príamo mantuvo su
doncellez y el servicio divino hasta ese final de la guerra, en que
fue violada por un héroe menor, brutal y torpe, y entregada
luego al caudillo aqueo que se apasionó por ella. Extraña lucidez
y delirio profético ajustado. Desde aquí Casandra ve su
muerte en Micenas, al lado de Agamenón. Pero lo toma como
un servicio a Troya, le alegra ser un definitivo instrumento de
destrucción de los destructores griegos.
Algunos espectadores griegos recordarían, como muchos
lectores modernos, la famosa escena del Agamenón de Esquilo,
en que la joven cautiva proclama en una visión patética su sangriento
final ante los muros de Micenas. E indudablemente
Eurípides ha tomado algún apunte de tan famosa escena. Sólo
que aquí le da a Casandra la palabra para dos afirmaciones sorpíendetes:
que el destino de los vencedores en la guerra es peor
que él de los vencidos, y que se alegra de convertirse en motivo
de la destrucción de sus enemigos. El treno se dobla en epitalamio
y el canto de derrota se trueca en un canto de victoria.
En contraste con la arrogancia desesperada de Casandra.
Andrómaca sale a escena como una mujer destrozada por la
muerte de su esposo y sus parientes, acurrucada junto a su pequeño
Astianacte. Andrómaca no tiene por sí misma una singular
personalidad. Es, ante todo, la mujer de Héctor y'la madre
de Astianacte. Todos los espectadores griegos recordaban
su figura en la litada, cuando en el canto VI se despide de Héctor.
En ese pasaje famoso y patético, por la admirable imagen
de un amor familiar tan cumplido, ambos esposos saben que
Héctor va a encontrar la muerte en los combates y que luego va
a ser conquistada Troya y hecha cautiva Andrómaca. Pero
mientras evocan el sombrío futuro de ambos, piensan que su
hijo sobrevivirá y recordará un día la gloria de su padre.
Al entrar en escena Andrómaca lamenta vivir todavía y repite
la antigua sentencia: «lo mejor es no haber nacido». Y ahora
es Hécuba quien la reconforta advirtiendo que debe cuidar de
su hijo. El niño es lo que les queda a ambas de Héctor. Astianacte
es la semilla del amado esposo y del gran héroe de Troya,
una razón muy clara para vivir y soportar las penas dé la esclavitud.
Y en medio de esa escena entra de nuevo el siniestro heraldo
de los griegos Taltibio que trae la orden de que el niño, según
ha aconsejado Ulises y ordenan los jefes aqueos, debe ser
eliminado, y se lo arrebata para ir a arrojarlo desde lo alto de la
muralla. En vano intenta resistir la madre. Las cautivas nada
pueden contra los vencedores, que pueden mostrar su crueldad
sacrificando a Políxena y Astianacte para evitar recelos o
agradar a los muertos.
Tras la muerte de Astianacte ya todo el cúmulo de desdichas
se ha cumplido. Las cautivas deben seguir a sus nuevos
amos: Casandra a Agamenón, Andrómaca a Neoptolemo, Hécuba
a Ulises. (En alguna versión de la saga Hécuba perece en
Troya, arrojándose tal vez a las llamas. Para ella es algo terrible
seguir al taimado Ulises, el que fue decisivo instrumento en la
conquista de Troya, el que veló por el sacrificio de Políxena, el
que aconsejó la muerte de Astianacte. A Casandra le espera el
viaje hacia Micenas y morir bajo el hacha de Clitemnestra. Andrómaca
tendrá un futuro más largo, junto al hijo de Aquiles.
Hay una Andrómaca de Eurípides.)
La última escena larga de Troyanas nos presenta a Menelao
y Helena, la famosa y bella Helena, la causa de la mítica contienda.
No nos detendremos mucho en esa evocación. Recor
demos el enfrentamiento entre la vieja Hécuba, desesperada
ya, pero deseosa de venganza de que por lo menos en esta ruina
total la causante de tantas muertes reciba su castigo, la frívola
seductora, que de nuevo envuelve a Menelao en sus hechizos, y
el rey de Esparta, fanfarrón y progresivamente seducido por su
esposa. En vano, Hécuba reclama justicia y castigo para quien
tanto destruyó con su alocada pasión. Helena es la única que
sale de la arrasada Troya para un futuro mejor. Volverá a Esparta
como la gran reina que fue. Menelao es, desde luego, poco
de fiar y cae de nuevo en sus redes.
Creo que podemos decir que el momento más alto patéticamente
está hacia el centro de la tragedia, cuando Hécuba y Andrómaca
reciben el cuerpo sin vida del niño Astianacte, recién
asesinado. Pero la escena final muestra otro de los aspectos terribles
de la guerra. Tan sólo la culpable es quien sale bien parada.
No hay justicia divina ni humana en este mundo de Eurípides.
Tras la escena inicial, que ya daba una idea clara del
comportamiento rencoroso de dioses como Atenea y Poseidon,
este final expresa bien la amargura de toda una concepción
del mundo. Los dioses se ausentan cuando les parece bien
y no hay castigo de los crímenes ni recompensa de las virtudes.
Los inocentes son sacrificados por conveniencias y supersticiones,
mientras que los convictos culpables encuentran buenos
pretextos de seducción para el éxito final.
II. Las Troyanas es el más antibelicista de los dramas de Eurípides.
Como ya advertíamos, no presenta una trama de intriga,
sino varias estampas centradas cada una sobre una figura femenina.
Pieza de fondo amargo, sin esperanza, cadena de lamentos
y gritos de dolor, está construida con un enorme sentido del
equilibrio, como si contrastara la brutalidad de su temática y la
elegancia de su arquitectura. Es no sólo una obra de caracteres,
sino incluso de tesis. La tesis es la de que en una guerra, aunque
sufren la aniquilación los vencidos y el feroz trato del cautiverio
las mujeres, tampoco los vencedores obtiene un triunfo
envidiable. Casandra sostiene en su amplio discurso la paradoja
de que los agresores han sufrido peor suerte que ios defensores
de la patria, pues aunque todos éstos hayan muerto, han
caído por su tierra y llorados y amados por los suyos. Los otros
se han envilecido en la lucha, han mostrado su ferocidad, y han
muerto lejos o no tardarán en morir ferozmente.
Los crímenes de la guerra están patentes. No sólo cayeron
los guerreros. El viejo Príamo fue asesinado ante el altar de
Zeus Protector del Hogar, ante la mirada de Hécuba. Casandra,
respetada por Apolo, fue violada en el templo de Atenea.
Políxena, la bella adolescente, la más joven hija de Príamo, es
degollada ante la tumba de Aquiles. El niño Astianacte fue
arrojado desde lo alto de los muros, sin otro delito que el ser
hijo de un noble príncipe. ¿Qué han respetado los vencedores?
¿Qué pueden esperar de otros?
No es extraño que la obra se haya repuesto numerosas veces
para protestar de los desastres de las guerras, que tanta
crueldad derraman sobre los vencidos, mujeres y niños, supervivientes
frágiles e impotentes de la ciudad perdida. Ahora
puede ser Sarajevo. Hubo otras muchas antes. Y las guerras
modernas no han supuesto, como puede verse en Bosnia, por
ejemplo, grandes avances de humanidad en el trato de mujeres
y niños.
En el mundo antiguo se escribieron otras piezas del mismo
nombre. Pero sólo nos ha quedado las Troyanas de Séneca, que
está inspirada en la de Eurípides, si bien tiene mucha más acción
y variación dramática en sus episodios (ya que contamina
Troyanas con Hécuba). Veto justamente uno de los rasgos valiosos
de la tragedia euripídea es, como decíamos, su falta de
intriga, su mínima acción, su nula peripecia. Por eso mismo resulta
tan clara como exposición y denuncia de las crueldades y
horrores de la guerra.
Entre las versiones europeas modernas de la obra de Eurípides,
la que fue más famosa durante los años de la primera y
aun la segunda guerra mundial fue la del poeta austríaco Franz
Werfel (Die Troerinnen, 1914), representada en muchos países
y ocasiones. Luego ha sido la versión de J. P. Sartre, Les Troyermes,
1965, la que más se ha escenificado en estos últimos
años. Es ésta la que Eusebio Luengo ha escenificado —traducida
al castellano— recientemente en Mérida y Madrid. La versión
de Sartre, que en su día aludía a las guerras de Indochina y
Vietnam, ahora a Sarajevo, y mañana a X..., es de un terrible
nihilismo, prolonga el pesimismo de Eurípides sobre las ruinas
de las contiendas. Es una obra tremendamente eficaz para dejar
ver a los espectadores, con una sencillez y un lenguaje clásicos,
la imagen patética del saldo bélico habitual.
En el teatro alemán conozco otra versión más moderna del
drama: Der Untergang. Nach den Troerinnen des Euripides («La
derrota. Según las Troyanas de Eurípides») de Walter Jens, de
1982. Es, como la versión de Sartre, una pieza nihilista, donde
la desvalida condición de las cautivas vuelve a evidenciar la
crueldad de los vencedores y el abandono de los dioses. Otra
vuelta de tuerca, siempre a la sombra del gran trágico Eurípides.
III. Sobre la figura de Casandra, esa gran figura mítiqa de la
profetisa increíble, de la sacerdotisa ultrajada, me gustaría decir
algo más. Porque se trata, sin duda, de uno de los personajes
trágicos más originales del repertorio antiguo. Como
hemos visto, en Troyanas entra en escena con gran efecto,
bailando como una bacante, blandiendo furiosamente una antorcha
y cantando un disparatado epitalamio. (También Antí
gona antes de sueidarse canta una canción de bodas que es un
canto de muerte. Pero los motivos son distintos. No está mal,
sin embargo, suscitar aquí el nombre de esa otra princesa,
gran rebelde y audaz doncella.) Sobre Casandra el texto trágico
más famoso —-aunque en la tragedia ella tenga un papel
marginal— es el del Agamenón de Esquilo, donde ante los
muros de Micenas y el coro de ancianos la cautiva predica el
sangriento asesinato que Clitemnestra prepara. A su esposo
Agamenón, al que la pérfida finge acoger con excelsa pompa,
y a ella misma. Esa inolvidable escena de Esquilo está en la
base de la novela de Christa Wolf, Casandra (1983), que me
gustaría comentar brevemente.
Como es sabido, no estamos ante una obra teatral, sino ante
una novela construida como un largo y animado monólogo,
sostenido por la profetisa y ahora concubina del señor de Micenas
ante los ciclópeos muros de su fortaleza. La hija de Priamo
rememora, no en forma enigmática y convulsiva, como en
Esquilo, sino en un informe para sí misma y en alegato contra
la concepción heroica del mundo, toda su historia personal. La
trama novelesca está bien construida sobre un expediente fácil,
el monólogo interior, tan frecuente hoy en las novelas históricas
sobre personajes antiguos.(Como el Adriano de Marguerite
Yourcenar, por ejemplo.)
La novelista alemana, que no es una clasicista ni mucho menos,
ha partido del drama de Esquilo. No menciona, en cambio,
las Troyanas de Eurípides entre sus lecturas previas (en sus
Voraussetzungen zu ein er Erzählung: Kassandra, que publicó
casi a la vez que su relato, y donde explica su génesis). Ha querido
hacer de la princesa troyana de trágico destino el símbolo
de la condición femenina sometida a los valores de la sociedad
patriarcal y especialmente desgarrada en una guerra heroica
como la de Troya.
Olvida, pues, a la Casandra de Eurípides, convertida en
una especie de furia vengativa, novia de la muerte, glorificadora
de los suyos. Casandra enloquecida y con la antorcha, bailando
en la noche incendiaria de Troya, queda en el drama
euripídeo. Christa Wolf se contenta con un momento y una
imagen. Enhiesta ante la Puerta de los Leones, Casandra aguarda
la llamada de Clitemnestra. Y mientras se dispone a ser invitada
al palacio, donde la sanguinolenta asesina de Agamenón
va a sacrificarla, pasa revista a toda su vida en Troya. En un
flash back muy ágil, recuerda en los instantes que preceden a su
fatídica muerte toda su existencia en la ciudad donde su padre
fue rey y sus hermanos príncipes y ella sacerdotisa tan verídica
como incapaz de extender su verdad. Habituada a la soledad y
el monólogo, no proyecta su mirada hacia el futuro, ya insignificante,
sino que juzga lúcidamente su pasado, en una revisión
que es revelación de sentido y alegato contra los ideales de la
épica heroica.
Acusa en su relato no sólo a la guerra, sino al mundo heroico
en el que la lucha es (con el honor de las armas y el orgullo
de los hombres) un código esencial de conducta, que ha destrozado
tantas y tantas vidas en Troya, y ahora acaba con la
suya. Se descubre como símbolo de la condición femenina,
pero mantiene su orgullo de rebelde, de valiente en la negación
y en la expresión de la verdad y la razón. Por lo que fue tenida
por loca entre los suyos, desoída en sus advertencias, y ahora,
gracias al ambiguo beneficio de su don profético, sabe de antemano
su muerte brutal. Su conciencia, su vivencia, su orgullo
virginal, su afán de ser independiente y lógica, pacífica y feminista,
le ha valido más dolor, desprecio de otros, consciencia de
las trampas que no logra derribar ni eludir.
Y, sin embargo, hay algo magnífico en esta figura de Casandra.
Siempre ha sabido decir no, siempre ha sabido ver la ver
dad. Ha tenido siempre un valor: su propia verdad. Su derecho
a decirla le ha servido de poco. Pero ése ha sido su orgullo:
«Hablar con mi propia voz; lo máximo. No quise más: ninguna
otra cosa», se dice a sí misma. Enorme audacia la de esta princesa
que quiso expresar su propia voz en un mundo donde los
valores eran masculinos y heroicos.
La novelista utiliza el mito para deconstruirlo. Para darnos
una versión de los hechos que no es la del aedo oficial, sino la
de una testigo superior de los hechos. En la línea de ciertos trabajos
de «mitocrítica», aquí tenemos una inversión de los valores
habituales. A los ojos de Casandra los grandes héroes son
botarates crueles y sanguinarios, el culto del honor es una payasada,
Helena un vano fantasma (de acuerdo con la versión de
Estesícoro). Hay una inversión del sentido mítico, una JJmdeutung
des Mythos, según la cual Aquiles es una bestia feroz, Priamo
un torpe político entrampado en las redes políticas de su
vanidad, etc. Y no hay dioses junto a los héroes. Ni Casandra se
esfuerza demasiado en defender su virginidad. Su aislamiento
proviene de su anhelo de verdad, más peligroso que sus delirios
mánticos. No es que profetice, por don divino, un futuro
enigmático, sino que razona con claridad en contra de los planes
de los señores de la guerra. Es, pues, el símbolo de una mujer
sabia e insobornable que, en ese ambiente belicoso y cruel,
se atreve a levantar su voz contra la opinión de los políticos y
los guerreros.
Ha de pagar, por lo tanto, en su soledad y su marginación,
ella que pudo ser una bella y brillante princesa en el palacio de
su padre, su audacia. Habrá de ver luego cómo se cumplen sus
predicciones, que nadie, como por una maldición divina, tomó
nunca en serio. Fue considerada loca por su extrema y singular
cordura. El relato de Christa Wolf está construido con mucha
habilidad y tiene buen ritmo. Inventa algún detalle no antiguo,
como su amor por Eneas, al que no sigue en su huida porque
prevé que va camino de ser un héroe. Y Casandra detesta a los
héroes. Prefiere morir fiel a sus ideas pacifistas.
Ignoro si Christa Wolf pensó en la tragedia de Eurípides.
Va más allá de ésta, no en patetismo, pero sí en reivindicaciones
feministas. Creo que a Eurípides le habría atraído mucho
este planteamiento de la novelista germana, con su inversión de
valores (Umwertung) y su enfrentamiento crítico a la tradición
mítica. Algo parecido ya lo hacía él, en efecto, en algunas de
sus tragedias. Pero, en efecto, la crítica contra la guerra desemboca
aquí en un alegato contra el código épico de los valores
heroicos espléndidamente apoyado en la historia personal de
Casandra. Hécuba y Andrómaca han colaborado, con su obediencia
y su papel de madres, esposas, compañeras de héroes,
silenciosas, amantes, sufridas. Casandra, en cambio, está en
contra de ese código patriarcal, regido por el honor y el culto a
la fuerza y al poder, que impone la sociedad antigua. Ella busca
un nuevo tipo de sociedad donde las mujeres sean libres de
verdad y las guerras puedan evitarse. Eurípides no llegaba a
tanto. (Quizá Aristófanes, el de Lis ís trata, sí, pero sólo en una
farsa utópica, sin propuesta en serio.) La sabiduría de Casandra
no es —en la descreída Christa Wolf— un regalo de Apolo,
sino la experiencia de su propia razón, independiente, y su máximo
orgullo es esa libertad de expresión, que va unida a su
desdicha.
i
IV. Es muy curiosa, como hemos notado otras veces, là generosidad
que el mito tiene en cuanto a personajes femeninos, en
contraste con la poca libertad de palabra y acción pública que
la democracia ateniense, y en general la sociedad antigua, concedía
a la mujer. Que el mundo imaginario de los relatos míticos
tuviera tan grandes y varias figuras femeninas nos ha servi
do mucho, frente a la ausencia de las mujeres en la historia
griega. Pero junto a la riqueza figurativa de ese repertorio mítico
se requería que unos dramaturgos como los grandes clásicos
atenienses reactivaran y ahondaran en los posibles sentidos de
los mitos para que esas figuras —como Antigona, Medea, o Casandra,
por ejemplo-— nos llegaran tan vivaces y fuertes, sosteniendo
su carga rebelde y su impresionante simbolismo, a distancia
de tantos siglos. Todavía nos sirven para contemplar los
aspectos más trágicos de nuestro mundo, para denunciar los
desastres y los sufrimientos más terribles de la guerra, de esa
guerra que es un eco de Troya, pero dolorosamente real, para
mostrarnos que las Troyanas han adquirido otros nombres en
este turbio momento de la historia europea.

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