miércoles, 3 de abril de 2019

JOB, el justo sufriente.

El Libro de Job está incluido entre los
del Antiguo Testamento. La fecha de su composición puede
discutirse, pero está entre el siglo VI y el III a. de C.; probablemente
puede situarse en el siglo V a. de C. Pero el mito del justo
que, abrumado por sus muchas desdichas, reclama justicia a su
dios, es mucho más antiguo que ese famoso texto bíblico. Mil
años, y más de mil, antes del texto hebreo unas tablillas de arcilla
habían recogido ya una lamentación semejante, en un texto sumerio
que S. N. Kramer llamó «El primer Job». (Ese texto se
fecha hacia el 1700, pero copia otro de hacia el 2000 a. de C.,
escrito durante la tercera dinastía de Ur.)
Un hombre inocente, atormentado por incesantes desdichas
eleva su queja a un silencioso dios, dispensador de los bienes
y los males. Su queja es, a la vez, una plegaria: acata la voluntad
divina, pero no comprende la crueldad del castigo;
glorifica al dios soberano, pero le suplica tregua y compasión.
Dios mío, el sol brilla luminoso sobre la tierra;
para mí el día es negro.
Las lágrimas, la tristeza, la angustia y la desesperación
se han alojado en el fondo de mi corazón.
Se me engulle el sufrimiento
como a un ser destinado sólo a los llantos.
La mala suerte me tiene en sus manos,
se lleva el aliento de mi vida.
La fiebre maligna me baña el cuerpo...
Dios mío, oh tú, padre que me has engendrado,
levanta mi rostro.
Como una vaca inocente, a tu compasión elevo mi gemido
¿Cuánto tiempo me abandonarás,
cuánto me dejarás sin protección?
No blasfema contra el orden divino, pero se humilla aguardando
la divina piedad. Al fin, el dios se la concede y las quejas
del justo atribulado obtienen respuesta. El relato se hace piadoso
y ejemplar con su final feliz: la fe del justo es retribuida
con una renovada dicha venida de lo alto. La queja es oída y
atendida por fin.
En otro texto babilónico de unos siglos después, el Diálogo
del ju sto sufriente con un amigo, vuelve a resonar el mismo tono
y el mismo reproche a un dios tardo en responder. El justo dolorido
reclama. De nada le han servido su piedad ni sus rezos.
Ha vivido en la miseria mientras los injustos medraban. Ha
sido humillado y atormentado mientras otros gozaban y se enriquecían
sin atender a los dioses ni los preceptos divinos. El
amigo intenta en vano consolarle, advirtiendo que el plan
de los dioses es con frecuencia enigmático para los humanos.
El sufriente está dispuesto, a esperar en medio de su amargura.
Como señala L. A. Schökel —en su sabio libro Job, 'Madrid,
1982— en estos textos se encuentra un claro precedente del
Libro de Job, incluso en detalles de forma.
Pero los supera en su patetismo y su dramaticidad el poema
hebreo, que va precedido de un breve prólogo y un breve epílogo
en prosa. Su anónimo autor conocía bien la literatura
anterior y compone sus diálogos con maestría y una firme ironía.
La estructura del poema es clara: Job comienza con un monólogo
y dialoga luego con tres amigos, luego interviene un cuarto
consejero, y al final se le aparece Dios que responde a sus lamentos.
Al comienzo se nos explica que Dios deja a Satán que
ponga a prueba la paciencia de Job, ejemplo de hombre piadoso.
Al final se cuenta que Dios premia con numerosos bienes
materiales al paciente y quejumbroso Job.
A una sugerencia de Satán, Dios, para probar la fidelidad
de su siervo, permitió que cayeran sobre Job todos los males.
En breve se quedó sin ganados, ni casa, ni familia; sólo su mujer
quedó a su lado. Pero una hedionda y pustulenta enfermedad
le atormentó entonces. Aunque su mujer, ya desesperada,
le aconsejaba el suicidio, Job resistió el dolor y la angustia,
echado en el polvo y miserable en extremo. Sin ganados, ni
casa, ni hijos, ni salud ni esperanzas, no renunció a su dignidad.
Con orgullo elevó su queja tenaz reclamando justicia al Señor.
Acudieron sus amigos escandalizados y aconsejaron a Job que
se reconociera culpable y no reclamara nada al Altísimo. Incluso
un teólogo, Elihú, vino a recriminarle por no aceptar el dolor
como instrumento de su purificación. Pero Job no cedió;
se sabía justo y proclamaba la injusticia del Dios que así, con
tan fieros tormentos, retribuía su piedad. Y, al final, resonó la
voz del propio Dios para dar sus razones. Dejó en claro su inmenso
poder ante el que nada es un hombre. ¿Quién puede a
Dios ponerle pleito? Job se sintió anonadado. Luego, satisfecho
de la lección, Dios premió con nuevos bienes los bienes
perdidos.
Cuenta el texto hebreo que compensó con creces las riquezas
destruidas. Nada menos que catorce mil ovejas, seis mil camellos,
mil yuntas de bueyes, mil asnos, siete hijos y tres hijas y
ciento cuarenta años de vida le dio Yahvé, de modo que quizá
alguno pensará, haciendo cálculos ingenuos, que el pobre Job
salió muy beneficiado de su pleito con Dios.
Pero la cuestión es otra. ¿Tenía razón Job al reclamar al Altísimo?
¿Junto a su inmenso e indiscutible poderío tenía Dios
la razón de su parte? ¿Era vana osadía el desafío de Job invitando
a Dios a mostrar su sentido de la justicia? ¿No oculta este
impresionante libro un mensaje impío, almendra amarga recubierta
de un aparente y dulzón final feliz, conlusión convencional
para espíritus débiles y para camuflar su texto entre los admitidos
por la autoridad religiosa de la Biblia? Así lo supone
Ludwig Marcuse, en su Philosophie des Glücks (Zurich-Viena,
1962), cuando dedica un primer capítulo titulado «El derecho
de Job a la felicidad» a analizar este texto.
En el amargo diálogo de Job con sus amigos, él pone en
duda el fundamento divino de la moralidad, es decir, que la dicha
o desdicha venga como retribución justa de los méritos
humanos. Como a los amigos les va bien no tienen motivos
para desconfiar de ese principio. «Algo malo habrás hecho,
Job, para merecer tus dolores», le espetan los piadosos y taimados
amigos. Consuelo y consejo son, en estos casos, como señala
Marcuse, máscaras de la distancia. Frente al que sufre quien
está sano se goza en darle consejos morales. Fray Luis de León,
en su Comentario al Libro de Job, llama a estos amigos «corazones
de piedra»: «Dios nos libre de un necio tocado de religioso
y con celo imprudente, que no hay enemigo peor». (Lo sabía
por propia experiencia fray Luis.) >
Al final, Dios aparece para anonadar a Job con su aparato
de poder. Le enrostra unas cuestiones un tanto sorprendentes:
¿Qué sabe el desdichado de la construcción del mundo?
¿Cómo va a dominar a los brutos que Dios creó formidables y
raros? ¿Cómo osa encararse con Él? Si no puede enfrentarse a
monstruos como el hipopótamo o la ballena, ¿cómo intenta
pleitear con su Creador? ¿Acaso medirá la fuerza de su brazo?
¿Es que sabe tronar como Dios truena? Job se siente polvo en
el polvo y no es para menos. Pero, con todo, ésa no era la cuestión.
No se discutía aquí de fuerza y poder, sino de justicia. Job
era sólo un débil súbdito malherido sin motivo. Se trataba de
ver si uno es feliz o es torturado en razón de su conducta moral,
y no por el azar o el despotismo. Dios a eso no responde. Se
muestra generoso con el vasallo humillado, a la postre, y ofrece
muchos regalos y da a la historia su final tradicional. Pero podría
preguntarse un astuto lector de la trama: ¿Queda así el dolor
del justo compensado? ¿Queda demostrada aquí la justicia
de Dios?
Del mito de Job son incontables los ecos en la literatura
de nuestro tiempo, desde Kafka a J. Roth y muchos otros.
J. L. Borges decía preferir este libro a todos los otros de la Biblia,
y anotaba que Max Brod decía que este texto nos recuerda
que «el mundo está regido por el enigma», y H. G. Wells
que era «la respuesta de los hebreos a los diálogos de Platón».
Fray Luis de León tradujo y comentó dos libros de la Biblia; de
joven, el Cantar de los cantares, y en su vejez, el Libro de Job.
El trayecto del uno al otro puede expresar todo un itinerario
espiritual.

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