miércoles, 3 de abril de 2019

DON JUAN

Don Juan —como Fausto y Carmen— es el protagonista
de un mito literario cuyos orígenes y evolución, en
textos modernos bien conocidos, podemos rastrear con precisión.
Incluso podemos registrar la fecha de su nacimiento, en la
obra de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y convidado de
piedra, que se editó en 1630.
Ese drama barroco de firme estructura dramática define
muy bien al héroe y su destino. Don Juan es un seductor de
doncellas, un tipo gallardo y calavera, sin escrúpulos religiosos
ni morales, que busca el placer y las diversiones sin reparar en
el castigo divino, y a quien, al final, la estatua del comendador
le arrastra al infierno. Cuatro son las mujeres engañadas que
aparecen en la obra de Tirso: la duquesa Isabel ■—a quien engaña
con la apariencia de su amante Octavio—, doña Ana de
Ulloa —a cuyo padre, don Gonzalo, don Juan da muerte en
duelo—, y dos jóvenes campesinas, a las que ha dado rápidas
promesas de matrimonio. En sus andanzas donjuán llega hasta
un cementerio donde se topa con la tumba y estatua de don
Gonzalo de Ulloa, y en un arranque burlón don Juan invita a
una cena a la estatua del viejo comendador. El convidado de
piedra acepta y acude a la casa de don Juan, y se sienta con él a
la mesa, pero es para invitarle a su vez a otra comida nocturna,
en su cementerio. Don Juan acude y el comendador le tiende
una mano que don Juan estrecha con gesto audaz. Pero la estatua
pétrea ya no le suelta, sino que arrastra al burlador al fuego
eterno infernal.
Ahí están ya los elementos sustanciales de la trama mítica:
la serie de las mujeres burladas, el airado y fantasmal comendador,
asesinado por don Juan y convertido en estatua de piedra,
huésped de últimas cenas, y el tipo de donjuán, pertinaz y jactancioso
libertino, pecador desconfiado de una sanción divina,
que al final recibe de manos de la vengativa estatua de piedra.
Son los tres elementos que Jean Rousset —en El mito de Don
Juan (1978; trad, esp., México, 1985)— considera constitutivos
del mito. Tal vez Tirso tomó de la tradición alguno de esos elementos,
como el del convite de burlas a un muerto que acude
para castigar al atrevido, y la historia de un seductor de mujeres
sin cuento y sin arrepentimiento que recibe un ejemplar
final catastrófico. Pero fue la unión de esos trazos en una misma
trama dramática la que logró ese mito de tal admirable éxito
en la literatura europea ·—desde el siglo XVII al XX— .
En sucesivas recreaciones, dramáticas y operísticas, pero
también en novelas y en ensayos, la figura de don Juan es reinterpretada
con nuevos matices y se le añaden nuevos tonos a la
peripecia dramática. El mito se hace popular y recibe luego
fuertes tonos románticos. El «donjuanismo» resulta un carácter
analizado por diversos pensadores, condenado por los moralistas
y también por los psicoanalistas. Pero desde los románticos
no parece ya adecuada la condenación final de don Juan
al fuego del infierno. El amor —que no estaba en el drama de
Tirso— aparece, primero en alguna figura femenina —ya en
Molière— y luego en el propio protagonista, cautivado al final
por la pasión de la que tanto se burlara. Otros tratan ya el mito
con ironía cáustica. En fin, se suceden los nuevos tipos de don
Juan, en rápida y numerosa serie en Francia, Italia, Alemania,
Inglaterra, etcétera. El éxito de la trama donjuanesca resulta
asombroso, pero son muy importantes los giros que adopta en
manos de unos y otros autores. Como si el personaje se prestara
a esas nuevas interpretaciones por una especial textura
mítica.
Recordemos los textos más destacados, unos pocos entre
más de un centenar, los que dejan una fuerte impronta en esa
tradición literaria. De 1665 es el Don Juan ou le Festín de Pierre
de Molière. (Aquí donjuán es un libertino, ágil en sus razona
mientos, incrédulo e insatisfecho de sus victorias. Junto a él
está su criado Sganarelle ■—más ingenuo que el Catalinón de
Tirso— y una mujer amante, Elvira, raptada del convento y casada
con él.) De 1763 es el Don Giovanni Tenorio ossia il dissoluto
de Goldoni. De 17 87 11 dissoluto punito ossia il don Giovanni,
libreto de Da Ponte, que Mozart trasforma en una ópera
fulgurante y de inolvidable éxito. (Donjuán es un cínico, vuelve
a tener un primer plano doña Ana, el criado ahora es el cómico
Leporello, la acción tiene un buen ritmo, pero la música
es la que impone su magnífico y alegre contrapunto a las mejores
escenas.) La breve novela de E. T. A. Hoffmann Don Juan
(1813) marca una variación que será muy influyente en la interpretación
del protagonista: aquí don Juan está visto como el
buscador de un ideal de mujer que no encuentra en sus devaneos.
Es un idealista desencantado en sus aventuras, un hombre
que anhela más altas empresas, un espíritu de ansias que
chocan con la realidad. Con esta visión se abre ya la romantización
del personaje, que ofrecerá muchos nuevos donjuanes en
el siglo. El Don Juan de Byron (1818-1824) es un largo poema
que toma fundamentalmente el nombre del protagonista y su
talante libertino y aventurero como eje para una larga serie de
aventuras, muy representativas del talante de su autor. Es una
buena muestra del romanticismo que insufla nueva pasión en
la figura del burlador, aunque ya lanzado a peripecias que no
son otras que las de la trama originaria. Otros autores románticos
toman del mismo modo la figura de don Juan para imaginar
sólo un episodio, de notable originalidad, como hace
A. S. Pushkin en su El huésped de piedra, de 1830. En el drama
de Grabbe Don Juan y Fausto, de 1829, se enfrentan esas dos
figuras míticas, que el romanticismo acerca como audaces
transgresores de la moral rutinaria, buscadores inquietos de
una acción apasionada.
De 1844 es el Don Juan Tenorio de Zorrilla, que retoma la
interpretación romántica del protagonista con nuevos bríos.
Don Juan sigue siendo el tipo gallardo y calavera, orgulloso de
su larga lista de mujeres seducidas y abandonadas —tantas
como las «mil y tres» de la ópera de Mozart, por lo menos—,
pero ahora está dispuesto a redimirse por el amor. El seductor
acaba profundamente enamorado de doña Inés de Ulloa y
doña Inés le ama, más allá de la muerte de su padre el comendador,
y aun después de muerta. De modo que, por intervención
del espíritu de la amada, que se enfrenta en la última escena
a la estatua de su marmóreo padre, se salva don Juan
—arrepentido en el último instante— de la condena infernal.
Escapa el seductor del fogoso infierno y sube al cielo de la
mano de doña Inés. Es un final feliz al gusto de la nueva época
y del público.
Son numerosos los escritores que después de Zorrilla hasta
mediados de nuestro siglo han vuelto a presentar a don
Juan en escena o en un relato novelesco. En los más recientes
domina muy fuertemente la ironía —como en las comedias
de M. Frisch, Don Juan o e l amor de la geom etría (1953), de
H. de Montherlant, Don Juan (1958) o en la novela de G. Torrente
Ballester, Donjuán (1963). Luego, el mito de donjuán
parece haber llegado a un ocaso fácil de explicar. En su primer
creador, en Tirso de Molina, está muy claro el trasfondo
religioso del drama. El burlador es un pecador contumaz y
que desprecia la oportuna contrición y penitencia, embriagado
por sus conquistas femeninas y su vanidad. Tirso,' fraile y
moralista, muestra en su pieza cómo esa conducta arrastra a
don Juan a los infiernos, y castiga su arrogancia y sus burlas
con una merecida condenación, que el comendador ejecuta
con pétreo aplomo. El trasfondo moral católico de la pieza es
evidente; tanto seducir doncellas como agraviar a los difuntos
son ofensas a un código religioso y el final fantástico resulta
ejemplar.
Luego ese trasfondo moral católico se difumina en muchos
autores y aparece una nueva visión de don Juan menos moralizada.
Don Juan es un idealista, un deportista, un coleccionista
de mujeres, en fin, un personaje de quien se exalta la audacia,
la arrogancia, el afán de aventuras. Es alguien que puede ser
amado (y la primera en amar a don Juan es Elvira en el drama
de Molière y la más fiel amante es en doña Inés en el de Zorrilla)
e incluso amar él mismo. Más tarde el aspecto del seductor
ya no se ve como tan reprobable; podría decirse que en algunos
casos las mujeres que no saben saciar sus ansias ideales son más
culpables que él mismo. Y a medida que la moral sexual evoluciona
hacia una permisividad mayor, parece perder riesgos,
pero también atractivos, el empeño donjuanesco. No es ya el
pecado contra la castidad de las doncellas seducidas, sino el engaño
sufrido lo que parece más reprobable en don Juan. Y,
avanzado el romanticismo, se deja sentir una clara corriente de
simpatía hacia el apasionado y frívolo don Juan, que a la postre,
gracias a alguna de sus amadas, se salva.
Finalmente, en nuestros días, ni la perturbación del código
católico moral ni el tener una lista de doncellas rápidamente seducidas
y abandonadas parece algo tan hondamente reprobable
como para mover a espectros respetables a castigar al inculpado.
El tema de don Juan anda muy gastado. Ni siquiera las
feministas gastan ya pólvora contra el donjuanismo, vicio menor
y raro, en un mundo donde las mujeres han adquirido una
mayor libertad y en el que los acosos sexuales basados en la galante
retórica donjuanesca no parecen ser los más desagradables.
Por otra parte, el elemento fantástico —la muerte y el infierno—,
esencial en el mito, que está vinculado a la actuación
de la estatua del comendador es muy difícil de mantener en
una época tan descreída. Y ese antagonista de ultratumba es,
como J. Rousset ha analizado bien, un ingrediente esencial en
el mito.
Es el comendador quien se enfrenta a don Juan y quien detiene
con un gesto sorprendente la carrera triunfal del burlador.
El encuentro entre el frívolo, raudo, inquieto y versátil
don Juan y el sombrío y pétreo don Gonzalo es una invención
genial de Tirso,, y el mito adquiere su tono simbólico más impresionante
mediante este retumbante episodio. Donjuán, tan
hábil para ofrecer y pedir las manos de las doncellas seducidas,
tan diestro para escapar siempre de sus pactos fingidos, acaba
atrapado por el apretón de la mano fría de la estatua. Y el comendador
le arrastra con su mano al infierno. (La idea de Zorrilla
de que doña Inés acuda en el último instante a darle su
mano angélica para contrarrestar, con su tirón hacia arriba,
hacia el cielo de ambos, el peso infernal de la de su padre, es una
invención romántica genial, e invierte el sentido del drama, sin
disminuir el efecto patético de la escena.) Conviene insistir en
lo apropiado del final de donjuán, porque su condena o salvación
es decisiva.
Donjuán, que ha olvidado tantas y tantas noches dé seducción
y que ha dejado deslizar su vida en aventuras sin peso ni
huella, ve su existencia truncada por el choque con la estatua
de piedra. La escena no es el centro del drama, pero sí proporciona
la esperada catástrofe y en su retumbo final envuelve en
un halo mítico al héroe. La estatua del comendador actúa ahí
de juez y de verdugo, con una tremenda eficacia simbólica,
como glosa J. Rousset:
Al amnésico le recordará, finalmente, su existencia pasada, y esta vez
de una manera draconiana, el más autoritario de los encargados de la
permanencia: el Difunto. No es casual que éste sobrevenga en la for
ma implacable que el inventor español tuvo el mérito de elegir: la estatua,
l’itom d i sasso; ni el espectro ni el esqueleto del folklore legendario,
sino la forma consumada de lo inmóvil, de lo petrificado, de lo que
hay de más estable en el mundo. Como portavoz calificado de lo inmutable,
el emisario del Cielo pone fin, brutalmente, a las idas y venidas
del pertio en metamorfosis Al hombre del presente, la Estatua le parece,
a la vez, la memoria encarnada, puesto que le recuerda un acto olvidado
de su pasado, y la mensajera de un futuro que él no ha dejado de
eludir. El más tarde incluido en el lema tantas veces repetido por el frívolo
se cambia brutalmente en un ahora que ya no tendrá mañana.
Vemos el poder de un símbolo fuerte: el hombre de piedra aplasta
al hombre de carne, al hombre de viento. Para detener la movilidad
misma hacía falta ese tope, este peso de lo inamovible. Al confiar el
oficio del desenlace al mármol de la permanencia, contrapartida estricta
del inconstante, Tirso aseguró al mito uno de sus principios de
coherencia y su eficacia sobre la imaginación colectiva. (J. Rousset,
pp. 105-106.)

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