miércoles, 3 de abril de 2019

Zeus

Comencemos por Zeus, a quien jamás los humanos dejemos sin nombrar.
Llenos están de Zeus todos los caminos, todas las asambleas de los
hombres, lleno está el mar y los puertos. En todas las circunstancias,
pues, estamos todos necesitados de Zeus. Pues también somos todos
descendencia suya. El, benévolo con los hombres, les envía señales favorables;
incita a los pueblos al trabajo recordándoles que hay que ganarse
la vida, les dice cuándo el campo está en mejores condiciones para los
bueyes y el arado, y cuándo son las estaciones propicias para plantar y
sembrar semillas de todo tipo. Porque él mismo fijó los signos en el cielo
después de distinguir las constelaciones, y ha previsto a lo largo del año
estrellas que señalen con exactitud a los humanos la sucesión de las estaciones,
para que todo crezca a un ritmo pautado. A él siempre se le adora
al comienzo y al final. ¡Salve, Padre, prodigio infinito, inagotable recurso
para los hombres, salve a tí y a la primera generación [¿de
dioses?] ! ¡ Salve también a las Musas, tan de voz de miel todas!
Con esta salutación comienza Arato de Solos (siglo ΠΙ, a. de C.)
su poema astronómico fen óm en os. Como docto poeta helenístico
prodiga ecos y alusiones a otros textos anteriores, especialmente
a los poemas de Hesíodo. (Las advierte en sus notas y comenta
muy bien Esteban Calderón en su traducción del poema: Arato,
Fenómenos, Madrid, 1993.) Si analizamos este párrafo, advertimos
que dice lo esencial sobre Zeus: él es quien mantiene el orden
en el cosmos, en el universo físico y astral, pero también en el
mundo moral, es el dios que está en todas partes y que vela por los
humanos manteniendo el ritmo de las estaciones y las cosechas.
Se superponen así varios rasgos del dios supremo griego: una divinidad
de origen indoeuropeo, que fue el gran dios de las tor
mentas y luego el ordenador del cielo y la tierra, y luego el garante
máximo de la justicia, y, finalmente, el dios de la Providencia y padre
de todos los seres racionales, que pudo convertirse en un símbolo
de la razón universal, según los filósofos estoicos.
En un principio está Zeus, ese Zeus que Homero califica con
los epítetos formularios, es decir, tradicionales, de «el amontonador
de nubes», «el que se deleita con el rayo». (Su nombre procede
de la raíz indoeuropea que indica el brillo celeste: dyeu-, que
está en el nombre del dios védico Dyaús y del romano Júpiter,
pues Júpiter viene de Dyeu-pater,) Es un dios que luchó para obtener
el poder celeste (contra su padre Crono y contra los Titanes y
contra el terrible Tifón), y que luego ha sabido imponer un orden
en el Olimpo. Allí sobre ese Olimpo que es una montaña altísima
y, al mismo tiempo, el cielo donde residen los dioses de su familia,
Zeus ha instalado su dominio estable, su hogar y su trono, el centro
de control del cosmos. Nadie puede retarle o desobedecerle
sin castigo. Cuando mueve sus cejas azul oscuro, se estremece el
Olimpo. Se le llama «Padre de los hombres y los dioses» (Pater
andron te theon te) no porque sea progenitor de todos (tan sólo lo
es de unos pocos dioses y algunos héroes, nacidos de sus varios
amoríos), sino porque protege como un padre a dioses y humanos.
Desde su trono, armado con el rayo, vela por todo cuanto corre,
y desde allí planea cuanto va a acontecer sobre la tierra.
Pero es también el dios de la Justicia. De él, que es el rey supremo,
han recibido los reyes su poder y cetro. Hesíodo insiste en
ese aspecto de Zeus: a su lado está la Justica, Dike, y quien se alzó
como tirano del Olimpo se revela justiciero y providente. (Su justicia
actúa unas veces a la corta y otras veces a más largo plazo.)
De todos sus hijos y parientes dioses, Atenea es la más cercana en
espíritu, justamente por su inteligencia y su afán de proteger a los
héroes (como a Ulises, por dar un ejemplo). Ya en la litada se advierte
que Zeus está muy por encima de las contiendas y parciali
dades de los otros dioses. (A pesar de que el gran Zeus se duele
mucho de la muerte de su hijo Sarpedón, no interviene milagrosamente
—como hacen otros— para salvarle de su muerte fatídica
en la guerra de Troya y deja que se cumpla su destino.)
Es sin duda una progresiva evolución espiritual la que
transforma al dios de las tormentas en un dios de la justicia y al
dios que velaba por la lealtad a los juramentos y a los huéspedes
en un dios de la ciudad y la paz social. Zeus se va haciendo
progresivamente un dios más justo y más abstracto, personificando
un principio divino, único, sabio y providente que,
como dice un fragmento de Heráclito (32 DK), «quiere y no
quiere ser llamado con el nombre de Zeus».
Desde el enfoque de la mitología debemos recordar, aunque
sea de pasada y brevemente, algunos rasgos arcaicos de
Zeus, como su infancia en Creta, donde lo escondió su madre
Rea para evitar que lo engullera su padre Crono, y los múltiples
y curiosos amoríos del dios. Su esposa Hera es una divinidad
taimada y celosa, que le obliga a ciertos disfraces y subterfugios
para lograr su trato sexual con otras diosas y bellas humanas.
Son pintorescas las metamorfosis amatorias y oportunas de
Zeus: en toro, en cisne, en lluvia de oro, etc. De sus varias uniones
nacen, como todos sabemos, seres muy distintos.
Hay una serie de uniones primordiales, que imponen la
presencia de seres benéficos en el·cielo; hay otras que producen
grandes figuras divinas; y otras son el origen de espléndidos
héroes. De su unión con Temis nacen las Horas, las Moiras,
y las Gracias; de su relación con Mnemósine, las nueve Musas.
De su trato con Deméter nació Perséfone. Con Leto tuvo a
Apolo y Artemis. De Metis, a la que luego, ya embarazada, se
tragó, produjo a Atenea. De su esposa legítima, Hera, le nacieron
Hefesto, Ares y Hebe. A Hermes lo tuvo de una ninfa de
Arcadia, Maya, hija del titán Atlante.
Y en bellas mortales, a las que accedió con trucos y disfraces varios,
engendró Zeus algunos de los más grandes héroes. Como Dioniso,
hijo de la princesa tebana Sémele, hija de Cadmo. O Heracles,
hijo de Alcmena, esposa del rey Anfitrión. O la bellísma Helena y
su hermano Polideuces, nacidos de Leda, esposa del rey de Esparta,
Tíndaro. O Perseo, hijo de Dánae, princesa de Argos. Y de la
raptada Europa tuvo a Minos y Radamantis, de amplio prestigio en
este y el otro mundo. Pero a todos estos personajes míticos, hijos de
Zeus, ya los hemos ido encontrando en estas páginas.
Para los acostumbrados a un tipo de dios más abstracto y carente
de pasiones, único y fundamentalmente extraño a todo impulso
erótico, esos amoríos de Zeus parecen pintorescos y escandalosos,
excesivamente humanos y frívolos; pero esas uniones y
sucesivas esposas de Zeus juegan un papel y tienen una función
muy importante en la mitología griega. (Véanse los agudos comentarios
de J. C. Bermejo en los capítulos iniciales de Los orígenes
de la mitología griega, Madrid, 1995.) Los amores de Zeus colaboran
en la ordenación y embellecimiento del Olimpo y de la
Tierra. A través de esas uniones se construye el repertorio mítico
más noble, refulgente y aristocrático.
Zeus es el ser supremo y el más venerable dios griego. Su figura
regia, en su aspecto solemne, sentado en su trono, flanqueado
por el águila que es su símbolo, y empuñando el rayo que es su
rama preferida, se encuentra por doquier en el mundo griego.
Muchísimos son los textos que rememoran su radiante gloria,
muchísimos los artistas que evocaron sus imágenes. Contra las
sentencias prudentes de los antiguos poetas mencionar su grandeza
se nos ha quedado para el final. ¡ Ojalá que no parezca un sacrilegio
o una descortesía haberlo dejado para el final y acabar, así
tan pronto, con un relato tan apresurado y resumido, sus historias
interminables ! Zeus, para concluir y en tan breve espacio.
La culpa es, en todo caso, del alfabeto

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