miércoles, 3 de abril de 2019

modelo de caballeros andantes y fíeles amadores.
Lanzarote aparece como el héroe caballeresco de un
amor no fatal, sino altamente cortés, pasión ejemplar en la literatura
del medievo. Su figura aparece de pronto en la novela de
El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes, escrita hacia
1180. (Algunos le han buscado antecedentes en alguna figura
de las leyendas o mitos celtas, pero nada preciso sale de esos
rastreos.)
El novelista compone su roman para una noble dama, la
hija de la fascinante Leonor de Aquitania, y lo deja muy claro
en su prólogo: la condesa María de Champaña le ha ofrecido
el tema y su orientación (matière et sen), y a él sólo le queda
aplicarse a obedecerla y para ello presentar su desarrollo en
una novela bien construida. (Del Chevalier de la Charrete / comance
Chrestiens son livre;/ matiere et sen l’en don e et livre /
la contesse, et il s ’en trem et / de panser si que rien n ’ii m et / fo rs
sa painne et s ’en ten cion .) Surge así uno de los relatos románticos
más deslumbrantes de la Alta Edad Media, en torno a
los dos nobles protagonistas de una historia de amor apasionado
y adúltero de enorme resonancia: la reina Ginebra y
Lanzarote.
Es muy interesante notar que el novelista dejó sin concluir
su texto y no sabemos bien por qué. Tal vez, podemos pensar,
porque no sabía muy bien cómo concluir con un final feliz,
como era de rigor en sus novelas, esta trama, que a él, partidario
de historias donde el amor y la aventura se hacían compatibles
con un matrimonio feliz de los protagonistas, no le gustaba.
Y que debía de recordarle el desenlace fatal del Tristán,
contra el que se hallaba en guardia. (Aunque también él había
escrito un lai sobre Tristán que se nos ha perdido.)
Recordemos la trama de esta temprana novela. Nos cuenta
cómo Lanzarote (Lancelot) va a rescatar a la reina Ginebra,
raptada por un enigmático caballero, que se la lleva «al país de
donde nadie retorna». El héroe sufre tremendos ultrajes —como
el montar en la deshonrosa carreta— y desafía espantosos riesgos
—como el cruce del Puente de la Espada y el combate con
el feroz Meleagante—. Logra salvar del castillo maligno a la bella
prisionera y ella le trata desdeñosamente —porque intuye
que tuvo un instante de vacilación al subir a la carreta—, pero
luego le recompensará con una noche de intenso amor en su
dormitorio. Eso es lo esencial en la trama, que contiene muchos
otros episodios, como los protagonizados por Gauvain,
por ejemplo, y la liberación final de Lanzarote. Como novela
de búsqueda —de queste—, en El caballero de la carreta tenemos
un esquema narrativo que hará furor en la novelística del
género y encontramos aquí muchos elementos que serán típicos
de las novelas de aventura protagonizadas por paladines artúricos.
Pero dejemos para más adelante esos aspectos y detengámonos
ahora un momento en el núcleo amoroso de la
historia.
La materia parece provenir de una narración céltica de muy
antiguo trasfondo mítico: es fácil reconocer aquí el esquema de
un viaje al País de los Muertos, al que va el héroe, como un
nuevo Orfeo, en pos de la amada desaparecida. En una versión
anterior —de la que tenemos un reflejo muy curioso en un relieve
de un capitel de la catedral de Módena— sería el esposo
—es decir, el rey Arturo— qyien iba a rescatar a su esposa al tenebroso
reino y del fiero castillo. En la novela de Chrétien ya
Arturo está visto como un rey que delega en sus caballeros las
aventuras peligrosas, un tipo de roi fainéant que se queda en su
asiento real, presidiendo la Mesa Redonda, mientras parten en
pos de la raptada otros —como el senescal Keu, de buena intención,
pero torpe, y el cumplido Gauvain, y, por su propio
impulso, el apasionado y misterioso Lanzarote—. La sustitución
del esposo por el amante en esa búsqueda muestra bien el
cliché cortés de la trama. El rescate de la amada ha cambiado
significativamente de héroe. (El final feliz de la aventura aparece
también en otro texto medieval bien conocido, el poema
inglés del siglo XIV, Sir Orfeo.)
Lanzarote es un héroe inventado por Chrétien —sobre la
pauta de algún héroe bretón tal vez— que perdurará en ese
universo fantástico de las novelas artúricas como el más cumplido
ejemplo del caballero esforzado y del amante desdichado,
tan valeroso e invencible en los combates como sumiso a la
dama amada e imposible. Por eso se convierte en el paradigma
de los caballeros románticos, en su gloria y su desventura. (Recordemos
que todavía es el modelo de Don Quijote en sus intentos
de hacer méritos frente a Dulcinea.) Por amor a Ginebra,
a la que ha rendido vasallaje, por su pasión secreta y
ascética, permanecerá célibe y sordo a las ofertas de tantas damiselas
seductoras como encuentra en los castillos de las novelas.
Es casto y fiel hasta el extremo. Ya lo anotaba el capellán
Andreas: amor rediit hominem castitatis quasi virtutem decoratum.
Aunque tiene algún desliz —que le permite ser padre del
puro Galaad en las novelas del Ciclo\—, es por caer en la trampa.
Soporta los desdenes de la amada y obedece a sus mandatos
de capricho (como cuando le ordena portarse primero mal y
luego bien en dos días de torneo). Su amor cumple todas las reglas:
procede de una iluminación interior y le domina entero
(en su cabalgada en pos del raptor de Ginebra va como
en trance hipnótico, ensimismado en su cuita y su nostalgia).
Su amor ha de mantenerse secreto —como recomendaban los
trovadores y conviene a las pasiones con adulterio cortés— y,
por otra parte, es una pasión que inspira las mejores hazañas
del caballero, para gloria de la amada y de la corte entera.
Por otro lado, también este amor llevará, a la larga, a la catástrofe,
tanto al caballero como a su amada y a toda la corte
del rey Arturo. Pero esta peripecia final se cuenta en otra novela
distinta, ya en prosa, anónima y trágica: La muerte d el rey
Arturo.

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