miércoles, 3 de abril de 2019

¡SIRENAS A LA VISTA! ‘MERMAIDS’ Y ONDINAS

Cuenta Cristóbal Colón en su Diario que el 9 de enero de 1493 vio tres sirenas “que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara”.76 Otros muchos hay que después del descubridor de América han divisado sirenas por aquellas costas, tan lejos de los escenarios odiseicos, tan remotas de las costas del sur de Italia donde las ubicaron los eruditos antiguos. Otras noticias, de origen popular, atestiguan más avistamientos de sirenas en costas americanas: “La primera vez, cuando fundaron los españoles la ciudad de Coquimbo en este reino (Chile) vieron en la mar una sirena, de donde piensan algunos que se le puso por nombre a aquel pueblo la ciudad de la Serena”. “El año de 1632 vieron muchos indios y españoles en el mar de Chiloé que se acercó una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos o crines largas, rubias y sueltas; traía en los brazos un niño. Y al tiempo de zambullirse notaron que tenía cola y espaldas de pescado, sobrepuesta de gruesas escamas, como pequeñas conchas”.77
En muy diversos lugares de América, en la tradición popular y la literatura oral, se cuentan parecidas apariciones o avistamientos de fugaces sirenas, como ha recogido bien, en muy variopinta colección J. M. Pedrosa.78
No está muy claro que esas sirenas avistadas en mares lejanos fueran parientes o réplicas transoceánicas de aquellas a las que oyó cantar Ulises y desafió con su canto el argonauta Orfeo. Son, más bien, espejismos acuáticos, mujeres pez de un bestiario exótico y rara belleza que proceden del folktale local y la fantasía popular.
También en el viejo mundo hay noticias de anónimas sirenas avistadas, como la que refiere Antonio de Torquemada en su Jardín de flores curiosas (1570):
Se habla y trata de esto de las sirenas, diciendo que del medio cuerpo arriba tienen forma de mujer, de allí para abajo lo tienen de pescado; píntanlas con un peine en la mano y un espejo en la otra, y dicen que cantan con tan gran dulzura y suavidad, que adormecen a los navegantes, y, así, entran en las naos y matan a todos los que en ellas están durmiendo; y para decir verdad, que yo no he visto escrito en autor grave cosa ninguna de estas sirenas. Solo Pedro Mejía dice que se vio una sirena que salió en una red entre otros pescados que se tomaron, y que mostraba tan gran tristeza en su rostro que movía a compasión a los que la miraban, y que, meneándola, la trastornaron, de manera que se pudo volver al agua y que se sumió luego, de suerte que nunca más la vieron, y aunque sea así, que haya en la mar este género de pescado, yo tengo por fábula lo de la dulzura de su canto, con todo lo demás que se cuenta de ellas.79
En ese abigarrado libro, un centón de relatos sobre seres fabulosos y exóticos, después de tratar de los tritones, Torquemada dedica esas pocas líneas a las sirenas y mezcla los datos clásicos con lo que contaba Pedro Mexía en su miscelánea Silva de varia lección (1550). Destaquemos que Mexía, muy buen conocedor del mundo clásico, no calificaba a la extraña criatura marina de “sirena”, sino de “nereida” (un dato que me parece interesante subrayar porque revela muy bien que en esta época ya se habían confundido las unas con las otras).
En el capítulo titulado “De los tritones y nereidas, que llaman hombres marinos; si es verdad que los hay, y dello algunos casos notables” escribe el docto Mexía80 que contaba el sabio Teodoro Gaza (1398-1471): “que, estando él en Grecia, en la costa de la mar, y aviendo passado una muy grande tormenta y tempestad extraña, la mar echó en la costa alguna cantidad de peces, y entre ellos vio un pece o nereyda de rostro perfectamente humano, de muger muy hermosa, y assí lo parescía hasta la cintura, y de ahí abaxo, fenecía en cola como de langosta, según vemos pintada la que dize el pueblo ‘serena de la mar’. la qual estava en la arena, viva, y mostrando gran pena y tristeza en su gesto. Y dize más: que él mismo Teodoro Gaza, tirando della y como pudo, (la volvió a la mar) y començó a nadar con grande fuerza y destreza y desaparesció, que nunca más la vieron”.
Y añade otro testimonio, de otro sabio renacentista, Jorge de Trebisonda, quien también había visto “en el agua un pez que todo lo que descubría, que era medio cuerpo, era de forma de mujer muy hermosa… Y se encubría y descubría hasta que sintió que era vista, y se metió en el agua y no tornó a salir nunca más”.
Si los antiguos recelaban del canto de las sirenas, ahora algunos eruditos dicen haberlas visto, más de lejos que de cerca, o incluso informan que alguna fue pescada o varada en una playa cualquiera. (Contaremos luego algún ejemplo más de tales capturas).
Pero lo que vale la pena anotar ya es que el humanista Pedro Mexía, al tratar de ellas, las coloca junto a los tritones y a las nereidas, es decir, a famosas criaturas míticas habitantes de las honduras marinas, acomodadas en los dominios del acuático Poseidón. Al hacerlo las clasifica como ninfas marinas, con razones que nos parecen estimables. Recordemos que los tritones eran representados con cola de pez, y, careciendo de unos instrumentos musicales más complejos, solían trompetear soplando en grandes conchas de caracoles marinos, acompañando el cortejo de Poseidón y su esposa Anfitrite, una nereida. Las hijas de Nereo, náyades que poblaban alegres el hondón marino y solo alguna vez salían a saludar a los héroes navegantes –como en el caso de los argonautas– no tenían cola pisciforme, sino unas esbeltas piernas. La más famosa de ellas fue Tetis, la madre de Aquiles, a la que los dioses casaron con el héroe Peleo, a quien abandonó tras haber dado a luz a su famoso hijo, el renombrado héroe de pies ligeros. Homero y Hesíodo cuentan que las nereidas fueron cincuenta y nos dan sus nombres, en dos listas distintas y sugestivas.
Las sirenas suplantan a las nereidas en el imaginario moderno, pero ya no guardan relación especial con el viejo dios del mar ni con Poseidón. Según algunos la cola de pez que en su metamorfosis vino a compensar la pérdida de alas y garras pudo estar tomada de la que tuvieron los tritones en las representaciones clásicas. Los viejos tritones, como las nereidas, desparecieron pronto del repertorio de la literatura medieval. Es interesante observar que, en su nuevo papel de ninfas marinas, las sirenas conservan su uso de instrumentos musicales, e incluso añaden otros como el violín o la vihuela. No sabemos si para tocarlos tenían que salir fuera de las aguas o daban también conciertos submarinos. La clásica orquestina de dos o tres instrumentos y una vocalista –que nos muestran las imágenes– no se acomoda bien a su habitual residencia húmeda. Por otra parte, conviene no olvidar que en la mitología antigua había también otras ninfas de las aguas, las náyades, que alguna vez podían raptar a algún bello joven –como Hilas el argonauta– para llevárselo con ellas al fondo de un lago, como intentarán hacer las sirenas de la época romántica, según veremos.
EL ABORDAJE ERÓTICO DE LAS SIRENAS
Las antiguas sirenas aladas, seductoras y mortíferas, usaban el canto y la música como hechizo para atrapar fatalmente a quienes se aproximaban a su atalaya costera. Más tarde, a medida que fueron interpretadas como figuras alegóricas de la taimada y una tanto demoníaca seducción femenina se erotizaron, presentándose como emblemas de la seducción sexual, como hábiles cortesanas o refinadas rameras cazadoras de ricos y jóvenes ingenuos mediante su belleza y amable trato. La explicación alegórica reducía su prestigio mítico y disolvía en su erudición la corporeidad de las sirenas. Pero pronto la imaginería de la época medieval les restituyó su aspecto mitológico híbrido, solo que en vez de dotarlas de alas y garras, las imaginó como acuáticas doncellas pisciformes. Seguían, con todo, siendo exóticas criaturas seductoras y peligrosas, de desvergonzada femineidad y de muy acentuado encanto erótico, que invitaban, ahora ya no tanto con el arte musical como con la propia belleza, resaltada por su fresca desnudez, al placer sensual y al comercio sexual.

Pero no acaban aquí las metamorfosis de las bellas damas, convertidas ya en ninfas marinas, porque los poetas de la época romántica verán en ellas una invitación mucho más honda que la que habían imaginado los moralistas y alegoristas cristianos. No a un placer sexual ni a un deleite voluptuoso y ocasional, sino al amor, temerario e imposible, inspirador de una terrible e incurable nostalgia. De eso trataremos ahora.
Conviene, pues, que pasemos más allá de la época humanista y barroca y veamos cómo en la representación romántica de las sirenas estas son imaginadas como ágiles ninfas marinas (como antes eran, entre los griegos, las nereidas y las náyades) de larga cola de pez, largas cabelleras y espléndidos pechos y bellísimo rostro. Seguían siendo peligrosas seductoras –en general más por su belleza que por sus melodías– y habitaban en el fondo del mar, como espíritus de las aguas, pero desde luego lejanas de los prototipos odiseicos. (Se confunden, pues, con las llamadas “doncellas del mar”, mermaids en inglés, meerjungfrauen en alemán, y las ondinas de otras mitologías).
No le pasará inadvertido al lector que al tratar de los vislumbres de sirenas en la literatura moderna avanzamos hacia los extensos dominios del folktale y de la literatura comparada, ante incontables relatos, unos de tradición popular y otros de la poesía y la cuentística de los últimos siglos, es decir, en un escenario y un repertorio narrativo de infinitos horizontes. Sobre ellos hay una abundante y atractiva bibliografía reciente que podría aportar notable erudición a este capítulo, pero lo alargaría en exceso. No es esto lo que pretendemos, sino solo subrayar cómo la imagen mítica reviste nuevos rasgos. Conviene destacar que las imágenes e historias sobre las doncellas marinas o féminas acuáticas –mermaids– forman un motivo o espacio mítico que es mucho más amplio que el de las sirenas clásicas, como ya hemos apuntado. Esas criaturas híbridas de encantos femeninos aparecen y están extendidas en diversas culturas, y además tienen curiosas variantes modernas. Valga como ejemplo, la imagen de la sirena en el folklore actual del Congo, presentada como una bella indígena con cola de pez, que sirve como espíritu acuático mediador entre los blancos ricos, a los que seduce, y los jóvenes negros, a los que protege. Es la llamada mami wata (mami water, “madre del agua”),81 una representación de la sirena como intermediaria entre dos mundos: el de los colonos y los colonizados, mediante su papel de seductora y su erotismo.
FASCINANTES Y AGRESIVAS HIJAS DE LA MAR
Con respecto a la tradición europea que resalta el reclamo erótico que asumen las doncellas acuáticas, bellas y enamoradizas en muy varios relatos, podemos recurrir, afortunadamente, como un documentado y sólido punto de partida, al excelente estudio de conjunto con excelente y ordenada antología crítica de Andreas Krass Doncellas marinas. Historias de un amor imposible.82

En este libro Krass comienza analizando el cuadro de Herbert James Draper, Odiseo y las sirenas (de 1909) como muestra de la concepción neorromántica, muy de época victoriana, del famoso encuentro. Me parece un acierto evocar así esa conocida ilustración. La sorprendente imagen pictórica, que muestra a tres hermosas y ágiles sirenas asaltando el navío y a los remeros tan asustados como el mismo Odiseo atado al mástil, es sumamente reveladora de la nueva visión del episodio mítico. Dos de ellas, ya fuera del agua, tienen piernas femeninas, mientras que la otra conserva su cola de pez. No voy a resumir los aguzados comentarios de Krass, sino solo a destacar algunos trazos y textos que apuntalan el contraste entre esa imagen y la que nos ofrece el texto homérico:
El escenario está, a diferencia del de Homero, en gran medida erotizado. El encuentro entre Odiseo y las sirenas aparece aquí como alegoría de las relaciones entre los dos sexos marcadas románticamente. La mujer está representada como la seductora que intenta someter al hombre. Lo femenino está subordinado al elemento amenazador del agua, que rodea al navío por todas partes.… El agitado mar es un símbolo del ansia violenta que se desboca en los hombres ante el ataque de las tentadoras mujeres. Lo seductor y amenazador de la mujer está representado en la figura romántica de la ninfa, que busca alejar al hombre de su patria y su esposa… Las miradas de los hombres reflejan el peligro que ven en el asalto de las impetuosas mujeres.83
Esas bellas asaltantes, surgidas del mar agitado, parecen prontas a abalanzarse en su salvaje abordaje sobre Odiseo y sus marineros con desenfrenado impulso erótico. Según Krass, “la doncella marina –die meerjungfrau –es un símbolo del amor. (Pero, precisemos, del deseo erótico más impulsivo y desbocado, amor de criaturas indómitas). La sirena deviene así una figura feérica de extraños poderes y anhelos sin freno social”. La doncella marina representa un fantasma masculino de lo femenino, que sublima la mujer como hada.84 La representación masculina de la mujer como juguete demoníaco, movido por la pasión y la pulsión sexual encuentra su mejor testimonio en estas sirenas. El amor aquí aludido es un impulso apasionado y violento, tempestuoso como las olas, y está fuertemente marcado por la afición romántica a lo fantasioso y desmesurado. En destacar este nuevo aspecto de la sirena como símbolo de la feminidad indómita y a la par amenazadora y seductora, tan característico del romanticismo tardío de la época victoriana, coincide otro estudioso germánico del tema, W. Wunderlich, cuando escribe:85
El romanticismo animó una extraordinaria invasión de sirenas anfibias pisciformes. La mujer en su peculiar estado de naturaleza es, según la representación de los románticos, un ser no civilizado y por entero natural, frente al cual el hombre se caracteriza por el espíritu –y por ello paga con su falta de arrojo. Pero la unión de ambos sexos reconcilia espíritu y naturaleza –naturalmente sobre la base de la subordinación femenina. Por eso nos encontramos sirenas como personificación de la naturaleza impulsiva, pero también como símbolo de la feminidad que amenaza el orden del mundo masculino.
La imagen romántica de las sirenas se bifurca en imágenes divergentes: por un lado la de esas sirenas agresivas, por el otro la figura de la bella sirenita enamorada que populariza el famoso cuento de Andersen. Puesto que hemos comenzado por la primera, tal como se representa en el cuadro de Draper, veamos otros ejemplos de esa imagen de amenazadora y bastante vampírica. La encontramos en las representaciones de finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando surge apoyada en cierta tendencia misógina del fin de siècle, en la pintura y la literatura. Invoca en esa configuración de las sirenas como implacables raptoras y acosadoras de hombres una imagen de lo femenino como un impulso agresivo, sensual, desbocado, y amenazador. (Lo que contrasta, no solo con la imagen antigua de las sirenas que atraen con su encanto musical, pero no asaltan; y también con la otra versión de las amorosas criaturas de las aguas, como las náyades y las ondinas que veremos luego).
Esta imagen de las sirenas agresivas, de una salvaje y demoníaca sensualidad, está muy bien estudiada, en su contexto histórico, en el libro de Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, que les dedica unas páginas muy brillantes en el capítulo titulado: “Las flores venenosas: las ménades de la decadencia y el tórrido gimoteo de las sirenas”.86 Como creo que el tema está muy bien tratado y como creo que no es muy conocido, citaré por extenso algunos párrafos:
Las sirenas y las mujeres-pez eran otro de los problemas urgentes con los que se enfrentaban los investigadores del alma. Estas hijas del mar parecían estar en todas partes. Agresivas y depredadoras, guiadas por la incesante necesidad sexual de la ninfómana, no deben ser confundidas con ese otro grupo de criaturas acuáticas, las ondinas, es decir ‘mujeres-ola’, que encontramos en las obras de los mismos pintores…
La sirena era lo opuesto de la manifiestamente violable ondina. Había permitido que resurgiese en ella la fuerza masculina del estadio bisexual primitivo, por eso representaba el elemento regresivo y bestial de la naturaleza de la mujer. No era precisamente la perla cultivada de la femineidad pasiva y moderna, sino la atávica, brutal y peligrosa de las entrañas húmedas y frías del mar.87
Dijkstra analiza algunos significativos cuadros de la época, y sigue comentando: “Pero a la mayoría de estas criaturas increíblemente bellas les gustaba morar a lo largo de las costas rocosas cuyos recortados acantilados eran expresiones de la pétrea agonía del infierno material que estaba aguardando a cualquier hombre que cediese a la suavidad de sus cuerpos. Esperaban a su presa en un estado de ensimismamiento casi de momia… o gimiendo en un apretado círculo de relación homoerótica ente gaviotas y niebla. Representaban la naturaleza en su estado más elemental y regresivo, lo que significaba muerte y destrucción. Gustave Moreau solía pintar a las sirenas fundiéndose virtualmente con las rocas, como parte integral de la materia orgánica corrupta y descompuesta que se interponía en la búsqueda de la trascendencia del varón ideal.
Algunos pintores, sobre todo si eran británicos o alemanes y habían recibido una educación clásica, se sentían llamados a añadir alguna precisión histórica refiriéndose al encuentro de Ulises con las sirenas. John William Waterhouse podía presentar al héroe griego amarrado a su mástil mientras le acosaban las sirenas, quienes se habían despojado de su femineidad seductora para convertirse en las arpías voladoras y depredadoras que eran en la realidad. Otto Greiner utilizaba el mito para combinar el músculo ario masculino con el calor femenino. Otros destacaban el vínculo entre la mujer-pez y la sirena, y la intensa necesidad que sentían ambas de materia gris masculina. Sin embargo, para la mayoría de los pintores del período el mito de Ulises era poco más que una conveniente alusión que servía para dar una profundidad narrativa añadida a una escena contemporánea, una práctica muy generalizada a la que James Joyce iba a insuflar una nueva vida al escribir el capítulo de sirenas en su propia versión de esa omnipresente referencia cultural”.88
La pesada carga de responsabilidad espiritual que el hombre de entre siglos había elegido acarrear hizo que su temor a las tentaciones de la sirena se reprodujera en inquietantes elementos de satisfacción del deseo y un anhelo de liberarse del peso de tal responsabilidad. En consecuencia, los numerosos documentos pictóricos que reflejaban el asalto de esa mujer regresiva a hombre ascendente, intentando arrastrarle a las aguas del desenfreno físico, tendían a poner gran énfasis en los encantos físicos de la gran depredadora femenina. Las fantasías masculinas de desamparo ante los atractivos físicos de la sirena se asociaban con frecuencia al ansia de ser seducido. Esta fantasía de seducción permitía combinar los placeres del desenfreno con la postura inocente de la víctima involuntaria, y sí, una vez más, cargaba la responsabilidad de su propia debilidad sobre los hombros de la mujer.
Y tampoco las mujeres-pez eran, ni mucho menos, las dulces amas de casa en las que las ha convertido la parafernalia de Hollywood. Solían ser tan viciosas como las sirenas. Podían tener aliento de pescado y colas llamativas, pero sus cuerpos estaban formados con la misma perfección clásica que hacía tan deliciosas a las sirenas… Aristide Sartorio, por ejemplo, en su obra El abismo verde combinaba los temas de la luz de la luna, la sinuosidad y las profundidades del olvido al pintar a un joven pescador desnudo que se dejaba tentar con el cuerpo medio fuera de su barca, mientras que se inclinaba para ayudar a una doncella de pechos lechosos, cuya larga cola de pez –que simbolizaba su naturaleza fría y depredadora, todavía no descubierta por el joven– se cernía a su espalda en las oscuras aguas.89
ACERCA DE MELUSINA Y LORELEY
En relación con las sirenas hemos de recordar algunas figuras femeninas que de algún modo se relacionan con ellas, pero que no vienen ya del mundo antiguo, sino de la literatura europea medieval y romántica; bellas damiselas seductoras y misteriosas, surgidas de las aguas y con una originaria cola de pez que desaparece y reaparece. Son figuras del mundo féerico que no tiene ya que ver con la mitología helénica, sino tal vez con el imaginario del folktale europeo, aunque su configuración es claramente literaria. No nos vamos a detener en la difusión de estas leyendas, puesto que la relación con las sirenas míticas es un tanto marginal; pero resultaría torpe dejarlas olvidadas, cuando se trata de creaciones poéticas de la tradición europea tan interesantes. Es fácil, en efecto, señalar la aparición de Melusina y de Loreley en un determinado contexto histórico, y seguir el rastro de las recreaciones de sus mitos respectivos. Pero vamos a limitarnos a resumir lo esencial de esas dos figuras feéricas con algo de sirenas y más de hadas.

La leyenda de Melusina aparece en la crónica de Jean d’Arras Histoire de Lusignan, compuesta para el conde Jean de Berry, a fines del siglo XIV (1392), para celebrar los orígenes míticos de su noble linaje. Melusina, hija del hada Persina, se casa con el caballero Raimundo, que la ha encontrado en el bosque, con la condición de que no se acerque ella los sábados. Ese día se retira a su habitación secreta y allí se convierte en una mujer serpiente y en las aguas del baño mueve su cola de rara sirena. El matrimonio es feliz durante años, y Melusina le da a su esposo diez hijos. Pero un sábado Raimundo espía a su mujer y descubre su transformación: en el baño tiene medio cuerpo de pez. Al saberse descubierta, Melusina huye, entre lamentos, con forma de dragón, y nunca más volverá junto a su esposo.
La leyenda tuvo pronto gran difusión popular –en Francia y en Alemania –y fue reelaborada por escritores románticos (como Tieck), simbolistas (como J. Péladan) y algún surrealista (como A. Breton) y novelistas modernos (como Heyse y Fontane).90 Paracelso incluyó explícitamente a Melusina, en la categoría de ninfa, como las ondinas y sirenas, en su tratado sobre los seres fabulosos (Liber de nymphis, sylphis, pygmeis et salamandris et de caeteris spiritibus, de 1590).
No menos literaria es la creación de otra figura mítica de silueta sirénica: la Loreley, una creación más moderna, puesto que aparece en una balada del poeta romántico alemán Clemens Brentano, incluida en su novela Godwi (1801). En un principio fue una muchacha, vecina del Rin, cuya belleza seducía fatalmente a muchos hombres y los llevaba hasta el suicidio. El obispo, también enamorado de ella, para acabar con su maldita y mágica seducción, la obliga a entrar en un convento, pero ella, desesperada por la traición de su amado infiel, se suicida arrojándose de una alta roca al Rin. Más tarde Brentano retocó la trama, e hizo de Loreley un hada o sirena de eterna juventud, que vive en lo alto de una gran roca sobre el Rin (y en su castillo guarda el áureo tesoro de los Nibelungos). Loreley se casa con un príncipe que luego la abandona y ella, en lo alto de la roca, canta o llora, se mira en un espejo y peina sus largos cabellos dorados, como una sirena, atrayendo las miradas de los navegantes, que, fascinados por su belleza, estrellan su barco en los escollos. Fue este último episodio el que se impuso sobre el resto de la leyenda y el que alcanzó una extraordinaria difusión popular, sobre todo, en el romanticismo y gracias a versión lírica de H. Heine.
Como anota E. Frenzel, “la figura creada por Brentano, que unida a las fuerzas de la naturaleza, sobre todo del agua (y, añadamos, del paisaje magnífico del gran río), irradia un poder mágico de seducción, no ofrece base suficiente para una verdadera acción dramática; el argumento parece más apropiado para la lírica, la balada y las formas narrativas menores”.91
A. Krass comenta: “las ninfas del romanticismo no viven como las sirenas de la Antigüedad en el mar, ni tampoco como la Melusina medieval, en la fuente de un castillo, sino en los ríos del país”. Cada ninfa (Nixe) habita su río centroeuropeo: el Saal, el Ilm, el Danubio, el Rin. Y cada poeta romántico celebra “a la ninfa fluvial más cercana a su ciudad”. La novela de Christian August Vulpius La ninfa del Saal (Die Saal-Nixe) es el texto fundacional de la poesía romántica sobre ninfas. Se publicó en 1795, iniciando ese tipo de relatos que reflejan el gusto romántico por las leyendas y los paisajes germánicos, con una cierta nostalgia sentimental que combina fantasía y colorido local. Vulpius escribió novelas con ninfas del Saal, del Ilm y del Danubio. Es importante señalar de nuevo que su primera narración precede a la ya mencionada de Brentano, cuya balada de la Loreley será la huella más perdurable de estas ninfas fluviales, y a la Undine de La Motte–Fouqué, de 1811, que veremos enseguida.92
ONDINAS. TRES CUENTOS DE AMOR Y MUERTE
En el libro de Paracelso sobre los seres misteriosos de la naturaleza, el famoso Liber de Nymphis, Sylphis, Pygmeis et Salamandris, et de ceteris spiritibus, de 1590, se define a las ondinas como ninfas que viven en el fondo de las aguas, que tienen bella forma humana, pero que carecen de alma inmortal, que solo pueden adquirir si se unen a un humano para siempre. Las ninfas gozan de una larga vida de trescientos años en su mundo acuático, pero algunas ansían lograr el amor de un hombre para así poseer un alma y con ella acceder a la inmortalidad. Por eso, según Paracelso, algunas ondinas salen a las orillas de los lagos y ríos para dejarse ver en sus riberas y conquistar el amor de un humano, y ser acogidas por este y mediante el matrimonio dejar su condición de ninfas y adquirir un alma. Pero les acecha un cierto peligro: si el esposo o amante las abandona o traiciona, pierden ese alma y recaen en su anterior estado, y se ven forzadas a regresar al submundo acuático. Si se irritan o se ven ofendidas por su pareja, al pronto abandonan el mundo de los humanos y no se las vuelve a ver, y pueden tomar alguna venganza.
Por eso aconseja Paracelso que quien se haya casado con una ninfa debe tener mucho cuidado de no ofenderla, sobre todo en las cercanías de un lago o un río. Ella se enfada terriblemente y se esfuma, en las aguas, para siempre. E incluso entonces, tras la desaparición de la ondina novia o esposa, el sedicente viudo deberá tener mucho cuidado y no casarse de nuevo, porque su traición puede ser castigada con la muerte. Se entiende que la unión con una ondina vale para siempre. Si un caballero ve a una ondina y se casa con ella, y luego ella desaparece, y él toma una nueva esposa, la ninfa vuelve y le trae la muerte. El tabú es doble: no hay que irritar a la ninfa cerca del agua, porque ella puede desaparecer para siempre (como Melusina), y, aviso más grave, el que desposa a una ninfa de las aguas no debe casarse de nuevo, bajo pena de muerte.
Esta concepción de las ninfas como figuras mágicas de seductora belleza en un universo donde su relación con los humanos las expone a ellas y a los que las rescatan a los riesgos del amor y de la muerte está muy lejos de la imagen mitológica de las sirenas clásicas de la Antigüedad, porque introduce en la trama narrativa dos nuevos elementos esenciales: la búsqueda del amor (entre el hombre y la sirena) y la aventura peligrosa de un alma inmortal (para un ser de otro mundo). Queda como fondo permanente del mito la figura de la bella seductora (que ya no atrae con su canto, sino con su misteriosa belleza) y el encuentro del héroe con la bella surgida de las aguas, a medias humana.
El mito romántico de la ondina amorosa y su joven amante encuentra su prototipo en la novela de Friedrich de La MotteFouqué Undine, publicada en 1811. Es la primera de una serie de relatos (que incluyen cuentos, novelas cortas y obras de teatro) entre los que destacaremos dos, que son los más conocidos: La sirenita de Hans Christian Andersen (1836) y El pescador y su alma de Oscar Wilde (1888).




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