miércoles, 3 de abril de 2019

HÉROES GRIEGOS.

Según cuenta Hesíodo, la Edad de los
Héroes vino después de la violenta Edad del Bronce y antes de
la oscura Edad del Hierro en la que el poeta se lamentaba de
vivir. La época de los héroes estaba en un pasado, no muy lejano,
y más brillante que el duro presente. Citemos sus palabras
(Trabajosy días, w. 156-176):
Y luego, cuando también a esta raza —la de bronce— la tierra la
hubo sepultado, de nuevo ahora sobre el fértil suelo Zeus Crónida
creó otra cuarta, más justa y más noble, la raza divina de los héroes,
que son ñamados semidioses, la estirpe anterior a nosotros en la tierra
sin límites.
También a éstos los aniquiló la maldita guerra y el fiero combate, a
los unos en torno a Tebas la de siete puertas, en el país de Cadmo, peleando
por los rebaños de Edipo, y a los otros llevándolos en naves
por encima del inmenso abismo hasta el mar de Troya, en pos de
Helena de hermosa cabellera.
Ciertamente a ellos los envolvió el manto de la muerte. Pero a algunos
el padre Zeus Crónida les concedió vida y moradas lejos de los
humanos, en los confines de la tierra. Así que éstos habitan con ánimo
exento de pesares en las Islas de los Bienaventurados, a orillas del
Océano de profundos remolinos; felices héroes, a los que dulce cosecha
que tres veces al año florece les produce la tierra fecunda a instancias
de los Inmortales.
Reina sobre ellos Crono. Ya que el mismo padre de hombres y dioses
lo liberó, y ahora por siempre mantiene su gloria, como es justo.
De nuevo Zeus estableció otra raza de hombres de voz articulada
sobre la fértil tierra: los que existen ahora.
No habría querido estar entre los hombres de esta quinta generación,
sino morir antes o nacer más tarde. Pues la de ahora es la raza
del hierro.
El Mito de las Edades, designadas con nombres de metales,
es de origen oriental. Ilustra la progresiva decadencia de las estirpes
que pueblan la tierra desde la etapa dorada en que los
hombres estaban más cercanos a los dioses, donde la dicha era
espontánea, hasta el tiempo pesaroso que al poeta le ha tocado
vivir. En la lista de edades metálicas, con precedentes en otras
mitologías, Hesíodo ha intercalado esa cuarta, que quiebra la
línea de empeoramiento. Oro, plata, bronce y, luego, antes del
hierro, los héroes. Frente a la raza de bronce, «nacida de los
fresnos, terrible y violenta», que se precipitó en el Hades oscuro
sin dejar memoria, la de los héroes se presenta como un luminoso
espacio que suscita nobles recuerdos, Fueron los héroes
«una raza más justa y más noble», gén o s diakaióteron kat
áreion. No estaban dominados sólo por la violenta soberbia, la
hybris, como los broncíneos, sino que se interesaban por la justicia,
dike, y eran mejores, áreioi, o incluso los mejores, áristoi,
entre los humanos.
Son sus representantes los héroes venerados del pueblo
griego, esos que celebra la poesía épica, como los fieros reyes
que combatieron en torno a Tebas y Troya, que suministraron
materia de canto a los aedos como Homero. Hesíodo les ha
abierto un hueco esclarecido en el esquema de las edades.
Como J. P. Vernant ha señalado en su excelente análisis del
mito, representan el aspecto positivo de la función guerrera en
el esquema triunfacional latente en la estructura de ese relato,
mientras que los hombres del bronce tienen un aspecto negativo:
la violencia brutal y la soberbia sin freno.
Los héroes son figuras del pasado y son muertos memorables.
Como los magnánimos aqueos o los campeones tebanos.
Eran mejores que los de ahora. De ellos puede bien decirse lo
que ya dice el viejo Néstor en la litada, al comparar a los guerreros
de su juventud con los posteriores: «Con ellos ninguno
de los mortales que ahora son sobre la tierra podría combatir»
(i, 271-272). Tenían una enorme superioridad corporal y también
anímica, escribe Aristóteles (Política, 1.332b) frente a los
hombres de después.
Y no todos fueron a parar al Hades. A algunos los dioses les
dieron un retiro privilegiado en las Islas de los Bienaventurados
o los Campos Elíseos. Allí fue a parar el rey Menelao, el
ilustre esposo de Helena, como le profetizara Proteo (Odisea,
IV, 560 y ss.). Pero incluso los que han ingresado en el Hades,
siguiendo la suerte común, no se quedan sin nombre ni gloria.
Perduran prestigiosos en la memoria de las gentes. Además de
lo que cuenta Homero en la Odisea, XI, cuando Ulises visita el
Hades, está el culto a los héroes, de gran extensión y arraigo
en toda Grecia. En torno a los sepulcros de uno y otro héroe,
en santuarios y parajes consagrados a su memoria, se mantenía
una veneración perdurable. De los héroes se esperaba una cierta
respuesta, en momentos de apuro podían reaparecer como
fantasmas. Podían venir en ayuda de los suyos en la batalla
(como se apareció Teseo en Maratón contra los persas), o dar
un susto nocturno a algún viajero imprudente. Mucho puede
decirse del culto a los héroes (Sobre ello remito a los clásicos
libros de J. Burckhardt, Historia de la cultura griega, — tomo II,
pp. 271-336, de la versión castellana, 1974—, y de E. Rohde,
Psique, —3a edición española, Málaga, 1995—). Según Hesíodo
los hombres de la raza de oro se transformaron al morir en
daímones, y es probable que también algunos héroes, los mejores,
gozaran de un estatuto de supervivencia parecido. Eran
hemitheoí, «semidioses», pero la barrera de la muerte los apartaba
de los dioses y los unía decididamente con los humanos.
Hay una gradación de poder entre dioses, héroes y hombres.
Los espléndidos guerreros de la épica, que en el combate
llegan a enfrentarse a los mismos dioses —tal como Diomedes
en Iliada V—, pero están condenados a morir, tarde o temprano
(y más bien temprano incluso los más grandes). Pervive, sin
embargo, el recuerdo de sus hazañas, en el mito y la memoria,
gracias a su fama memorable, su kléos, en la poesía y el culto.
«Himnos, soberanos de la lira, ¿a qué dios, a qué héroe, a
qué hombre ensalzaremos en el canto?» pregunta Píndaro al
comienzo de su Olímpica II. El gran lírico celebra en sus epinicios
a sus contemporáneos victoriosos en juegos atléticos. Pero
esos humanos reciben sus alabanzas enlazadas a recuerdos de
héroes y dioses. El paradigma heroico actúa en el trasfondo del
elogio. Los héroes son también los protagonistas de las narraciones
épicas y de las tragedias clásicas. Las primeras se ocupan
de rememorar sus famosas hazañas —es decir, del kléos—,
mientras que las tragedias representan el sufrimiento —páthos—
que marcó su final trágico (cuando lo hay). La grandeza
del héroe provoca a veces su desmesura —hybris— y esa excesiva
soberbia y arrogancia atrae sobre él la destrucción —áte—,
según un esquema trágico conocido.
Poemas heroicos los hay en muchas culturas. La épica tiene
por doquier un fondo parecido: los héroes muestran su coraje
singular en terribles combates, en fiestas de sangre, furia y polvo,
bajo la mirada de los dioses y para admiración de los oyentes.
(En su excelente estudio Heroic P oetry, C. M. Bowra ha
analizado los motivos recurrentes de esa poética en varias literaturas.
Respecto de los episodios un tanto arquetípicos de la
carrera heroica, remito al sugerente libro de J. Campbell El
h éroe de las mil caras. Psicoanálisis d el m ito) Para definir a los
héroes podemos recordar un fragmento de Heráclito (29 DK),
que dice: «Los mejores exigen una cosa por encima de todas:
gloria imperecedera entre los mortales». Esa fama imperecedera,
aénaon kléos, está en correspondencia al honor, timé, botín
merecido de los héroes magnánimos, como advierte Aristóte
les. El honor es superior a la vida en la consideración heroica.
Por él van los héroes a sus audaces empresas, desafiando los
riesgos del camino y la misma muerte.
Mientras que los dioses, inmortales por esencia, observan y
alguna vez visitan el mundo terrestre sin riesgos, los héroes empeñan
su destino en la aventura. No pueden escapar a su sino
mortal. En vano Belerofonte intentó asaltar el Olimpo en su caballo
alado Pegaso. En vano Sísifo el astuto vadeó de regreso
una vez el Aqueronte, frontera entre el mundo de los vivos y el
de los muertos. Pronto le alcanzó el castigo de Zeus relegándolo
de nuevo al Hades. Pero el héroe elige una vida corta y gloriosa
antes que una larga y silenciosa. La elección de Aquiles
marca la pauta. Sólo algunos héroes muy excepcionales han logrado
la inmortalidad divina: Dioniso, Heracles y Asclepio
ascendieron a dioses.
Muchos semidioses son hijos de un dios o una diosa. Como
Aquiles, hijo de la diosa marina Tetis y del héroe Peleo, o Eneas
hijo de la diosa Afrodita y el troyano Anquises, o Heracles, hijo
de Zeus y de la reina tebana Alcmena. Otros tienen su parentesco
divino más lejano, como Ulises o Héctor.
Hay una ética heroica: el vivir peligroso en busca del honor
y el servicio a los otros. Por la patria combate ya un héroe como
Héctor, más moderno. El héroe es paradigma del valor. Incluso
para alguien tan poco crédulo en mitos como el viejo Sócrates.
En un célebre texto de la Apología escrita por Platón (28b y
ss.), explica:
[...] Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado
a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir?».
A ése yo le respondería unas palabras justas: «No tienes razón, amigo,
si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en
cuenta el riesgo de vivir o morir, y no el examinar solamente, al actuar,
si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre de
bien o un malvado. De poco valor serían, según tu idea, cuantos semidioses
murieron en Troya, y especialmente el hijo de Tetis, que, ante
la idea de aceptar algo deshonroso, despreció él, peligro hasta el punto
de...». Y Sócrates recuerda la decisión de Aquiles de preferir una
muerte pronta con tal de conseguir gran honor. Que el ilustrado ateniense
se acoja a tal ejemplo muestra bien la perdurabilidad de esa
ética.
En contraste cabe preferir una vida larga. Es la elección que
hizo Fineo, un rey tracio, dotado para la profecía. Apolo irritado
con él lo dejó ciego. Y arrastró una tenebrosa vejez, atormentado
por las Harpías, en la ribera cercana al mar Negro.
(Los Argonautas al visitar la zona le liberaron de tan monstruosas
y rapaces bestias.) Su destino, como el del adivino Tiresias,
y como el del aedo ciego, es el opuesto al del héroe. Inhábil
para la aventura y la guerra, no recibe el reflejo glorioso de las
armas, sino que está envuelto en una ambigua respetabilidad.
Se defiende mediante su saber ambiguo y sus palabras aladas
en los márgenes del ámbito heroico.
La muerte alcanza siempre al héroe y puede ser memorable.
A veces es lo único que se recuerda de él, como en el caso
de Protesilao, el primer aqueo muerto apenas puso el pie en la
orilla de Troya. Otros sufren una muerte traicionera cuando regresan
al hogar después de sus hazañas, como Agamenón y
Heracles. Aquiles morirá alcanzado en el talón por una flecha.
Ulises, lejos del mar, en un encuentro extraño.(A manos de su
hijo Telégono, que no lo reconoció a tiempo, según el poema
épico de la Telegonía. ) Otras veces el héroe elige su muerte en
el suicidio, como hace Ayante. Lo que, en cualquier caso, define
al héroe no es el triunfo final, ni mucho menos el final feliz,
sino el arrojo personal, la voluntad de aventura, el desprecio a
los riesgos, la apuesta por el honor, el apetito de gloria, el lanzarse
a la acción extraordinaria, «ser siempre el mejor y mos
trarse superior a los otros» (como dice Aquiles en litada, XI,
784) es la más clara divisa heroica.
La variedad de figuras heroicas en el mundo helénico es
muy grande. Esos héroes que hemos citado son los más destacados
de su clase, pero el repertorio es muy vario. (Lo señaló
muy bien A. Brelich en su libro Gli eroi greci. Un problema storico-
religioso, Roma, 1978). Junto al tipo guerrero (Aquiles) está
el del héroe solitario que va eliminando monstruos y abriendo
caminos (Heracles) y el intermedio (Ulises). Pero hay héroes
relacionados con la competición atlética (como Pélope o los
Dioscuros), o con la mántica (como Melampo), o con el arte de
curar (como Asclepio) y héroes inventores (como Palamedes)
y héroes locales de limitado arrojo, a los que se recuerda sólo
en un santuario o una tumba. Todos destacan por su ateté, su
excelencia en uno u otro respecto.
Pero muchas veces puede señalarse algún rasgo típico,
como es el de un origen marcado por cierta rareza. Otto Rank
en su libro El nacimiento d el h éroe comparaba los nacimientos
e infancias singulares que anuncian un destino heroico, en un
repertorio que va desde el origen de Moisés, abandonado a las
aguas del Nilo, al de Jesús, hijo de una virgen y de un Dios que
delega en un dudoso padre terrenal. Un nacimiento furtivo y la
inferioridad del padre respecto a la madre, virgen o diosa, y
una infancia alejada del hogar, el abandono del niño al azar de
un río o un mar, y luego la ayuda de un preceptor o educador
excepcional, son elementos repetidos de muchos mitos. En la
historia de Aquiles se cumplen muchos. Hijo de una diosa, que
lo abandona pronto, educado por el centauro Quirón, destinado
a ser mejor que su padre, Aquiles es un héroe marcado para
al gloria. También Heracles, Teseo o Jasón.
La personalidad de un héroe se dibuja sobre el repertorio
de hazañas a su cargo. Las hazañas, erga, definen su trayectoria
vital, su btos. Pero al lado de la perspectiva épica hay, en la cultura
griega clásica, el enfoque trágico, atento a la peripecia final
de la existencia heroica, que suele ser de catástrofe. En el marco
cívico del teatro ateniense consagrado a Dioniso, se representan
las pasiones y desastres de los héroes, para lección y reflexión
de los espectadores, es decir, de toda la ciudad. Los
mitos alertan sobre los riesgos de la condición humana. La excesiva
areté concluye en ese cambio de fortuna que, como advirtió
Aristóteles, provoca en el público una catarsis del terror -
y la compasión, sentimientos que inspiran los destinos de los
grandes héroes que desfilan ante los ojos de los ciudadanos en
las fiestas dionisíacas. Agamenón, Edipo, Heracles, Penteo y
otras grandes figuras míticas salen a escena para dar cuenta de
sus terribles padecimientos, páthe, que son una muestra a la
vez de la grandeza y fragilidad de la condición heroica, es decir,
de la condición humana en su más alto grado de nobleza.

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