miércoles, 3 de abril de 2019

ATENEA, nacida de la cabeza de Zeus.

La diosa bella y revestida
de su flamante armadura, con su casco de bronce, su escudo
y su lanza, salió ya perfecta de la cabeza de Zeus. Tal como
los dibujantes suelen expresar el nacimiento de una fulgurante
idea en la viñeta de una ilustración cómica, la diosa salió de un
brinco de la melenuda cabeza del dios padre. Parece que intervino
como partero improvisado, con su hacha doble, el dios de
la fragua, Hefesto, que hendió de un golpe la testa divina. En
aquel parto prodigioso surgió la poderosa diosa de ojos glaucos,
blandiendo su lanza y dando el grito de guerra. Hija predilecta
del Altísimo, Atenea no tuvo madre ni infancia, sino que
es por entero la hija de su padre poderoso. (Antes de darla a
luz, el providente Zeus se había tragado a la diosa Metis, encin
ta ya de su simiente, pero es muy oscuro lo que pasó en el interior
del señor del Olimpo hasta que dio a luz en su extraño
parto por la cabeza a la bella recién nacida y, con todo, ya bien
crecida Atenea.)
La escena del nacimiento de Atenea fue objeto de múltiples
representaciones pictóricas y escultóricas. La más famosa de
estas escenas plásticas era obra de Fidias en el frontón oriental
del Partenón, su gran templo de Atenas. Esas imágenes se basan
en relatos clásicos, de los que vamos a recordar algunos.
Cuenta pues Flesíodo (en Teogonia, w. 924 y ss.):
Zeus mismo engendró de su cabeza a Atenea de ojos glaucos,
terrible, belicosa, conductora de ejércitos, invencible,
augusta señora a la que agradan tumultos, combates y batallas.
Y, en revancha, relata a continuación Hesíodo que Hera
parió a Hefesto por sí sola:
Y Hera dio a luz, sin trato amoroso al ilustre Hefesto,
—pues estaba furiosa e irritada con su esposo—,
al que destaca entre todos los Uránidas por sus hábiles manos.
En otros versos (fragmento 343) vuelve Hesíodo a contar
con algunos detalles más esa misma historia de los dos nacimientos
anómalos y contrapuestos:
A causa de esta disputa ella (Hera) engendró a su ilustre
hijo Hefesto, sin trato amoroso con Zeus poseedor de la égida,
al que destaca entre todos los Uránidas por sus hábiles manos.
Zeus, por su parte, lejos de Hera de hermosas mejillas,
se acostó con una hija de Océano y Tetis de hermosa melena.
Y engañó a Metis, pese a lo muy sabia que era,
la agarró con sus manos y la albergó en su propio vientre,
temiendo que diera a luz algo más poderoso que el rayo;
por eso el Crónida de elevado yugo que señorea en el éter
se la tragó de golpe, pero ella enseguida había concebido a Palas
Atenea, a la que el Padre de los hombres y los dioses alumbró
por su cabeza, junto a las riberas del río Tritón.
Metis, por su lado, se quedó oculta en las entrañas de Zeus,
ella, la madre de Atenea, artífice de justas sentencias,
la más sabia de los seres divinos y humanos.
La escena del nacimiento de Atenea está descrita desde
otro punto de vista, más atento al efecto de la aparición de la diosa
en el Olimpo, en el Himno hom érico en su honor (XXVIII,
4 y ss.):
La dio a luz el prudente Zeus,
de su augusta cabeza, y salió provista de su armadura guerrera,
de oro refulgente. El pasmo dominaba a todos los Inmortales
al verla. Y ella delante de Zeus, portador de la égida,
saltó impetuosamente desde su cabeza divina,
blandiendo su aguda lanza. El vasto Olimpo se estremeció
tremendamente bajo el ímpetu de la diosa de ojos glaucos,
y en torno chilló la tierra con son terrible, y se agitó el alto mar
revolviendo su oscuro oleaje, y la espuma salada se detuvo·
de pronto. Paró el brillante hijo de Hiperión sus corceles ,
de raudo galope un rato largo hasta que la joven doncella
Palas Atenea se desvistió de sus inmortales hombros
sus armas portentosas. Y se regocijó el providente Zeus.
El poeta Píndaro, en un breve fragmento (Olímpica, VII,
34-39) añade algo de luz y sonido a la escena y da algún detalle
más. Cuenta que intervino Hefesto y dice que el mágico parto
se dejó sentir en la isla de Rodas con una lluvia de oro: «Allí antaño
el gran rey de los dioses regó la ciudad con una nevada de
áureos copos, cuando gracias a las artes de Hefesto, al golpe de
su hacha forjada de bronce, surgió Atenea de un brinco y gritó
“ ¡alalá! ” con inmenso alarido. Urano y la madre Gea se estremecieron
de espanto ante ella».
La radiante lluvia de oro y el alarido dorio de la diosa con el
que Atenea, acorazada y eruptiva, surge, enhiesta desde la cabeza
del Olímpico Padre, animan en impresión vivaz la escena.
La oda de Píndaro (del 464 a. de C.) ofrece el mismo cuadro
que ya vimos en el Himno homérico. En uno y otro el súbito
aparecer de Atenea y su belicoso alarde provocan un espanto
cósmico: los elementos naturales y los dioses primigenios —el
Cielo y la Tierra Madre— se pasman ante la maravilla. Píndaro
añade ese chisporroteo de una lluvia de oro, unos fuegos artificiales
de origen divino, que envuelve a la isla de Rodas. (Pero
no fue la bella isla la que obtuvo el patrocinio de la diosa, sino
la ciudad de Cécrope, la famosa Atenas, a la que la diosa dio
nombre y ofreció como don y emblema el primer olivo, su
árbol sereno y provechoso.)
Píndaro da en rápida descripción la escena del nacimiento
de la diosa. No alude, en cambio, a la diosa Metis, tragada por
Zeus, que mencionaba Hesíodo y, más tarde, el resumen de
Apolodoro. Se trata de un elemento muy antiguo del mito. (Lo
encontramos también en algún folktale o cuento popular.) En
la panza del devorador, ya sea un dios —como Urano o Zeus—
o un monstruo —como el lobo de Caperucita Roja—, continúan
con vida los engullidos, y algunos pueden volver a la luz al
ser abierta la panza, o vomitados, como los Titanes. Pero Metis
se quedó dentro de Zeus, después del oscuro parto de Atenea,
que vino a salir por lo más alto del dios, la cabeza. Claro que
hubo que practicarle una peculiar cesárea en el cráneo. Y de
eso se encargó, en la versión más conocida, Hefesto con su
herramienta de trabajo, el pélekys, es decir, la doble hacha, o
acaso el martillo con que bate el metal sobre el yunque. Es ese
utensilio del dios, que le sirvió para remachar los grilletes con
que encadenó a Prometeo en las peñas del Cáucaso, y que aquí
sirve para liberar de su opresión interior a Zeus. En otras versiones
figura otro dios como liberador y partero de Atenea. Eurípides,
en un coro de su tragedia lón (452 y ss.), menciona en su
lugar a Prometeo. El coro de muchachas del servicio de la ateniense
Creusa invoca a la diosa patrona de Atenas, junto con
Artemis, como «las dos vírgenes venerables, diosas hermanas de
Febo». Y canta: «A tí, la desasistida de Ilitía en las angustias del
parto, Atenea mía, que fuiste alumbrada por obra del titán
Prometeo de lo más alto de la cabeza de Zeus, oh feliz Victoria,
acude a la pítica mansión [...]». (Ilitía es la diosa que auxilia a las
mujeres en los trances del parto, y aquí está ausente, en efecto.)
Apolodoro recoge las dos variantes, en Biblioteca, I, 3,6:
«Zeus se une a Metis [...], pero en cuanto ella quedó embarazada
se apresuró a tragársela, porque la Tierra le había advertido
que, después de parir a la hija que iba a nacer de ella, pariría un
hijo que llegaría ser soberano del cielo. Por ese temor se la tragó.
Cuando se presentó el tiempo del nacimiento, Prometeo
o, según otros cuentan, Hefesto le golpeó en la cabeza con un
hacha, y brotó de lo alto Atenea con todas sus armas, en la orilla
del río Tritón».
La escena esculpida por Fidias en el frontón oriental del
Partenón está reproducida en el brocal de un pozo que se conserva
en el Museo Arqueológico de Madrid. La pieza, —llamada
el Puteal de la Moncloa, por su anterior ubicación—, ofrece
una buena copia de la escena mítica, realizada hacia el siglo II
d. de C. (El original quedó destruido cuando voló en fragmentos
la cubierta del Partenón, en el siglo XVII.) En esa escena
figuran, a uno y otro lado de Zeus, sedente en su trono, en una
contraposición muy equilibrada, las figuras de Atenea y Hefesto.
Hefesto se aparta de Zeus, como queriendo huir, pero vuelve
la cabeza hacia atrás, con temor y fascinación ante la apari
ción de la bella diosa armada; en tanto que ella, Atenea, que
avanza en sentido opuesto, vuelve también su cabeza hacia
Zeus y Hefesto. Como Nicole Loraux comenta, Fidias ha representado
así a Hefesto «menos como partero que como partenaire
de la nueva diosa».
Veamos un momento la contraposición de esos dos dioses.
De un lado, el hijo de Hera, nacido por partenogénesis, de
otro, la hija del poderosos Zeus. (Notemos que la escena en
que Hefesto hace de partero con su hacha implica que no ha
nacido sólo de la diosa Hera, irritada por el nacimiento de Atenea,
y después del parto de Zeus,) Hefesto es el señor de las artes
del fuego y del metal, trabaja en la fragua y produce espléndidos
objetos, Atenea es patrona de los artesanos y del telar
destinado a las mujeres, lo que implica una cierta coincidencia
de ambos como maestros de la habilidad técnica. Son los representantes
divinos en el ámbito de la inteligencia, la m etis,
aplicada a las artes, y en Atenas se les consideraba asociados en
ese dominio.
Hefesto produce objetos maravillosos, daídala, y no sólo armaduras,
como la ofrecida a Aquiles. Fue él quien modeló a
Pandora, creada del barro. Fabricó también el fatídico collar
de Harmonía y otros artilugios mágicos, como la red en que
apresó sobre el lecho a su esposa Afrodita en abrazo adúltero
con el dios Ares. Es un dios ligador, encadenador (pues él encadenó
a Prometeo). También un buen liberador, en este caso.
Soberano del fuego y el trabajo de los metales, está marcado
por una cierta deformidad en sus piernas: es cojo, o más bien
patizambo. Homero explica que quedó baldado por su caída
en Lemnos, cuando Zeus lo arrrojó desde el Olimpo por haber
intentado intervenir en defensa de Hera en una pelea familiar.
Pero no es raro que un dios del fuego sea un tanto deforme,
grotesco y misterioso, diestro de manos y torpe de pies, Los
guerreros, como Ares y Aquiles, necesitan buena piernas, los
herreros habilidad y fuertes brazos. Atenea, en contraste, tiene
una figura perfecta, pero se muestra siempre acorazada. Patrona
de artesanos, tiene una noble y singular serenidad de aspecto
y de trato, y se presenta en su atuendo bélico de reflejos metálicos,
con sus ojos fulgurantes y verdosos bajo su casco de
bronce refulgente. Frente al dios del martillo, o del hacha, ella
blande la lanza y el escudo —la égida que luego adornará con
la cabeza de Medusa—, y sus ademanes guerreros tienen una
feroz elegancia.
Entre ambos dioses surgió al punto una truncada aventura
erótica. Porque Hefesto, apenas vio a la joven guerrera, se quedó
prendado de su belleza y, acaso como pago a sus servicios,
reclamó a Zeus la mano de la diosa. Pero Zeus dejó la decisión
en poder de Atenea y ella decidió permanecer para siempre
doncella. Decisión que el padre de los dioses ya había, sin duda
previsto, y que ya estaba sugerida en el mismo aspecto déla
diosa sin madre. A Atenea no le interesa el sexo ni el matrimonio.
En vano el ardoroso pretendiente la persiguió. Tan vehemente
fue su porfía que se derramó su semen por tierra, en la
vana persecución. La tierra acogió la simiente del dios y de ella
nació Eríctonio, vástago por lo tanto de Hefesto y de Gea, la
Tierra fértil. Atenea recogió al recién nacido, con un gesto casi
maternal, y lo entregó para que lo criaran a las hijas del ateniense
Cécrope. Ella, la Ateniense, virgen sin hijos por propia decisión,
llamada por Eurípides «madre de la ciudad (de Atenas)»,
alza en sus manos al hijo del dios y de la Tierra como si asumiera
el papel de padre adoptivo del niño.
Atenea es la Doncella, la Parthénos, por excelencia, que
renuncia al sexo y al matrimonio, pero no está desprovista de
gracia ni saber femenino, pues ella patrocina las labores del
telar y protege a las mujeres en trances de apuro. Tan pudorosa
y hostil a los amoríos como Artemis, tiene también un cortejo de
ninfas con las que acude a bañarse en las fuentes más famosas.
En una de esas ocasiones la vio Tiresias y quedó castigado con
la ceguera, según cuenta Calimaco en su Baño de Palas. Rechazó
los avances eróticos de su tío Poseidón, como los de Hefesto.
Con el dios del fuego, tan poco afortunado en amores, guardó
luego buenas relaciones de compadrazgo, en el taller y el Olimpo.
Al haber nacido sin una madre directa, ignora los goces de
la maternidad y también los deleites de Afrodita. Se dedica a
proteger las artes y la política, e interviene a favor de los héroes
más audaces y más astutos (como Perseo, Heracles, Teseo, Ulises,
etc.). Vela por una ciudad predilecta: Atenas. Frente a su
hermano Ares, el dios del furor guerrero, ella pelea con sabia
táctica y furia contenida, inteligentemente, y no con fuerza ciega.
Pallas es un epíteto suyo, la que blande la lanza y agita la
égida, que provoca el terror. Es la diosa más próxima a Zeus, su
padre, y cumple al instante los designios del Crónida. Tiene un
aire de walkiria, y recuerda en su aspecto a Brunhilda, la preferida
del dios germánico Wotan.
En su nacimiento, tal como se representa en el relieve del
Puteal de la Moncloa de acuerdo con el esquema clásico de
Fidias, aparece una pequeña figura de la Victoria y también,
colocadas en un lado, las tres Moiras, las diosas del Destino.
Con el nacimiento de Atenea se cumple el plan divino más excelso.
Es la diosa más moderna y más pura la que viene a la luz,
y lo impone el Destino.
El relato más conocido del nacimiento de Atenea es un breve
diálogo de Luciano, el gran satírico del siglo II d. de C. El
texto de Luciano (en sus Diálogos de los dioses, 8) cuenta el nacimiento
de Atenea en tono de farsa, como un suceso doméstico
del Olimpo. Zeus y Hefesto son los únicos actores parlantes
en tan breve mimo. Atenea es un personaje mudo, lo que en el
teatro griego se llamaba un kophdn prósopon. La prosa de Luciano
desmitifica, volviéndolo grotesco al traducirlo al ámbito
familiar, el milagro arcaico. Es el mismo truco que el hábil
humorista emplea en todos sus diálogos de los dioses (recordemos
que en otro de ellos está contado el otro parto maravilloso
de Zeus: el de Dioniso, salido de su muslo). Citemos unas
líneas de esa escena cómica:
HEFESTO: Mira Zeus que no hagamos un estropicio. Que el hacha es
afilada, y no te provocará un parto indoloro y con ayuda de Ilitía.
ZEUS: Basta con que atices sin temor, Hefesto. Yo sé lo que conviene.
HEFESTO: Contra mi voluntad descargaré el golpe. ¿Qué puede
hacerse cuando tú lo ordenas? ¿Pero qué es esto? ¡Una doncella armada!
¡Tremendo daño, oh Zeus, tenías dentro de tu cabeza! Con razón
andabas enfurecido en trance de engendrar de tu mollera a una muchacha
ya tan crecida, y además vestida de armadura. ¿Acaso tienes
ahí, sin saberlo, todo un campamento militar, y no una cabeza? Ella
brinca, baila la danza pírrica, agita el escudo y blande la lanza, y respira
entusiasmo, y lo mejor de todo es que, en un instante, se ha
hecho muy extraordinariamente hermosa y bien plantada. Tiene unos
ojos glaucos, pero hasta eso lo embellece su casco guerrero. Así que,
Zeus, en pago a mis oficos de partero dámela ya como prometida en
matrimonio.
ZEUS: Pides un imposible, Hefesto. Pues ella querrá permanecer
doncella para siempre.
Luciano transforma así en un sainete olímpico la famosa
escena. Como en otros ejemplos del mismo escritor, el maravilloso
suceso del mito se degrada en una caricatura de éxótico
encanto, de la que se ha esfumado del todo el respeto religioso
primitivo y el viejo misterio sacro. Evoquemos, como antídoto
a esa befa, la figura gloriosa de la Atenea clásica, pensativa o erguida
junto a un héroe, o tal como la evoca Homero o el ático
Solón, la sabia y grande diosa del Partenón.
(Un autor de la misma época de Luciano, Filóstrato el Viejo,
describe en sus Imágenes [II, 27] un cuadro algo más complicado
del nacimiento de Atenea. La descripción atestigua la pervivenda
de este tema mítico, muy bien representado en la pintura
desde la época arcaica, hasta el final del Helenismo.)

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