miércoles, 3 de abril de 2019

ENEAS Y VIRGILIO

Eneas es hijo de la diosa Afrodita y el
troyano Anquises. Es, en la litada, uno de los grandes combatientes
del lado troyano. Demuestra su valor en múltiples combates,
y resulta especialmente protegido por algunos dioses.
(En el canto V, cuando se encuentra enfrentado a Diomedes, es
socorrido por Afrodita y por Apolo; en el XVIII, será Poseidón
quien lo rescate con una nube mágica del avance mortífero de
Aquiles.) Pero la grandeza mítica de Eneas está marcada por su
trayectoria posterior a la destrucción de Troya. En la noche del
incendio y la conquista aniquiladora, Eneas abandonó la ciudad
llevando consigo a su padre Anquises y a su hijo Ascanio.
Tras una esforzada odisea Eneas arribará con sus exiliados troyanos
a las costas del Lacio y allí fundará la ciudad que luego
será Roma.
Para nosotros la leyenda de Eneas está definitivamente ligada
a una epopeya más duradera que el bronce, un poema cuya
huella en la tradición literaria europea ha dejado en sombra
todo lo anterior. Del mismo modo que Edipo es el inolvidable
héroe trágico del Edipo rey de Sófocles, Eneas es —desde la
aparición del gran texto virgiliano— el protagonista de la Eneida
de Virgilio. Y es desde ese texto clásico como debemos rememorar
su figura de héroe piadoso y político. La genial reelaboración
de la materia mítica en esa epopeya, que es el mejor
ejemplo de una épica culta y no popular, una obra refinada y
construida de encargo, muestra bien cómo un mito puede
cobrar una nueva dimensión en la literatura.
La Eneida cobra sus perfiles más definidos al ser situada en
su contexto histórico. No sólo porque, como en otros poemas
épicos latinos, contenga referencias ocasionales a un pasado
histórico próximo, sino porque Virgilio ha adaptado el mito a
un presente moldeado por la política de Augusto. Su poema
proyecta las intenciones imperiales de éste sobre un escenario
mítico, para dar a la empresa imperial un halo fatídico. Intenta
justificar el destino de Roma como cumplimiento de un plan divino
que comienza con la actuación de Eneas, el piadoso héroe
fundador y cumplidor del fatum, y que culmina bajo la égida
de Augusto. El poema lo comenzó Virgilio el año 29 a. de C.
cuando se proclamaba el triunfo de Octavio y se acepta como
príncipe de Roma al vencedor de Accio, al tiempo que este
restaurador manifiesta su celo conservador y religioso y hace
consagrar el gran templo de Apolo en el Palatino. El fundador
del nuevo orden, que toma el título de Augusto, de resonancias
religiosas fuertes, instó entonces a su poeta predilecto a consagrar
a la mítica fundación de Roma un poema épico, que
celebrara la fundación de la ciudad por designio divino.
Desviando la atención del mito de Rómulo y Remo (que no
convenía evocar, ya que el asesinato de un hermano por el otro
podía suscitar el recuerdo de la guerra fratricida reciente en al
que Octavio había acabado sangrientamente con su cuñado y
camarada Marco Antonio), Augusto había elegido como un
héroe emblemático y providencial a Eneas, el fundador de la
familia Julia, con la que entroncaba su propio linaje. La epopeya
de Virgilo no arraiga en un mito romano o itálico arcaico,
como otros poemas del género, ni presupone una tradición
oral popular. Surge intencionadamente como un relato docto,
con una estructura formal muy cuidada y sobre la estela de los
poemas de Homero. De sus doce cantos, los seis primeros forman
una réplica de la Odisea —con la huida de Troya, arrasada
por los aqueos y las aventuras del errante príncipe exiliado hasta
su arribada al Lacio—, mientras que los seis últimos —batallas
y asedios en Italia hasta el duelo final en que Eneas da
muerte a Turno— son un correlato latino de la litada. Las reminiscencias
homéricas son ecos buscados por el poeta, que no
quiere rivalizar con el patriarca Homero, sino caminar a su
sombra por la senda prestigiosa de sus hexámetros. En los cantos
II y III cuenta Eneas en la corte de Dido en Cartago sus
aventuras, tal y como lo había hecho Ulises en la corte de
Feacia (en Odisea, cantos IX-XIl). En el canto VI Eneas desciende
—con la rama dorada y aconsejado por la sibila de Cumas—
al mundo de los muertos, como hiciera Ulises en el canto XI de
la Odisea. La imitación y el reflejo del poema homérico sirve
también para destacar en sus contrastes lo que Virgilio quiere
resaltar como propio de su héroe.
Ese doble rostro de la Eneida, su atención a los modelos
homéricos como paradigmas del relato, y su concepción profética
y simbólica de la trama mítica, se advierte sobre todo en
esa visita de Eneas al Hades. Es un tema tradicional que Virgilio
ha colocado en el centro del poema. Pero mientras que
Ulises va al Hades a consultar a Tiresias sobre el camino de regreso
a Itaca, aprovechando la breve estancia para charlar con
sus antiguos compañeros en ese sombrío y nostálgico ámbito,
Eneas tiene un propósito mucho más trascendente y más
«nacional».
Todo el episodio está muy bien escenificado. La entrada de
Eneas en ese mundo de ultratumba es mucho más solemne que
la travesía de Ulises. El paisaje que rodea la entrada a la caverna
de la sibila de Cumas es impresionante y lúgubre. Penetra
Eneas con el ramo dorado en la mano como un áureo salvoconducto,
como los iniciados en los misterios órficos con sus
áureas laminillas fúnebres. En ese fantasmagórico ámbito se va a
encontrar no sólo con figuras de su propio pasado —los héroes
troyanos y la amante Dido, ahora desdeñosa— sino también,
cuando avanza con su padre por los Campos Elíseos, con las
grandes figuras de la historia de la futura Roma, hasta Augusto.
La visita al mundo de los muertos abarca no sólo el pasado,
sino atisbos futuros del glorioso destino de Roma, en un cua
dro profético. Eneas se siente comprometido en ese plan nacional
que dará al pueblo romano y sus jefes el dominio del mundo.
Así sabe que su destino personal se trasciende en esa misión
de caudillaje de todo un pueblo y sale como trasfigurado de
la visita al Hades. Algo que no tiene precedente ni paralelo en la
Odisea. Ahora el héroe ve claro su destino y acata piadosamente
ese destino como un deber. El héroe «piadoso», pius Aeneas,
asume, con una lúcida sumisión, su papel, con un am orfa ti estoico
y ejemplar. Encarar la construcción del Imperio como una
necesidad histórica, en el que los caudillos sucesivos se vieran
como instrumentos de la voluntad divina, era lo que Augusto
quería. Eneas era un instrumento divino, como él mismo, héroe
piadoso, pius, en cuanto cumplía con su deber familiar, dux
fatalis en cuanto encarnaba la decisión de la divinidad.
Esa concepción del héroe determina el desenlace del episodio
amoroso más famoso de la Eneida: el encuentro con la reina
de Cartago, la apasionada Dido. La figura de Dido, que
pudo acaso tomar Virgilio de algún escritor anterior (Tímeo,
Nevio o Varrón), es la de la bella princesa que acoge al héroe
peregrino con amor. Cuenta con precedentes homéricos, como
Circe y Calipso. Y míticos, como Ariadna o Medea. Dido es
una reina seductora, una tentación erótica a la que el héroe
debe hacer frente. Desde el punto de vista de la tradición literaria
la figura más cercana es la de Medea, tal como la pinta el
helenístico Apolonío Rodio en el libro III de sus Argonáuticas.
Virgilo conocía bien a este poeta y Dido guarda algunos reflejos
de la enamoradiza Medea, pero Dido podía evocar también
a los contemporáneos la silueta de la peligrosa Cleopatra, que
desvió a Marco Antonio. El talante de Eneas como elegido
para una misión política trascendente le lleva a abandonar a
Dido sin muchos remordimientos. (También Teseo abandonó
a Ariadna de modo furtivo.) Dido se suicida mientras Eneas
navega rumbo a Italia.Y es su maldición la causa mítica de
la secular enemistad de Roma y de Cartago (que se saldará con la
destrucción de esta ciudad). Es justamente su sentido de la piedad
lo que hace a Eneas tan despiadado con el amor de la bella
cartaginesa.
El protagonista de la Eneida da un ejemplo moral. Es piadoso
y justo, como no lo fueron Aquiles ni Ulises. «No hubo
otro más justo que él por su piedad ni más grande por sus hazañas
guerreras», escribe Virgilio (i, 544).
Ese aspecto moral del héroe sirve bien a la propaganda
augústea. Piedad familiar evidente es la de quien salió de Troya
con su mujer, su padre y su hijo. Por el camino sufrió perdida
de los dos primeros. (La pérdida de su mujer .es muy oportuna
para el matrimonio posterior de Eneas con Lavinia, que le asegura
el trono del Lacio.) Su padre, ya muerto, le acompaña en
la visita a los Campos Elíseos, y es sintomática esa piedad filial.
Recordemos cómo es normal que la figura del padre del héroe
se quede ensombrecida en los mitos. (Como Peleo, padre de
Aquiles, o Laertes, padre de Ulises, por ejemplo. Ya O. Rank lo
explicó bien en El nacimiento d el héroe. ) En cambio las madres
divinas, como Tetis o Afrodita, suelen acudir en auxilio de sus
hijos en momentos de apuro. Ulises encuentra en el Hades a su
vieja y afectuosa madre (que no era diosa, desde luego). Eneas
reencuentra a su padre y Anquises le sirve de guía en el paseo
del Más Allá.
La continuidad familiar de la gen s Julia vinculaba a Julio
César y a su heredero Augusto con Eneas, a través de su hijo
Julo; y, a través de Eneas llegaba a la misma diosa Venus Afrodita.
En el templo romano de Marte Vengador, erigido en memoria
del asesinado Julio César, estaban representados todos
los antepasados de la familia imperial, destacando a Eneas. Su
imagen desfilaría entre las de los antepasados ilustres de la
familia en el apoteósico cortejo fúnebre del emperador Augusto
años más tarde. Gracias a Virgilio el mito de Eneas se configuró
como un gran mito político sin perder su atractivo poético.
Pero no deja de ser una paradoja que un poeta tan delicado,
lírico, sensible y melancólico contribuyera con esta epopeya a
la propaganda nacional y a la próxima deificación del taimado
y maquiavélico Augusto.
¿Por qué quiso Virgilio, en sus últimos días, quemar el manuscrito
de su Eneida, en cuya composición llevaba trabajando
más de diez años? La explicación más habitual, aunque no la
más verosímil, dice que estaba insatisfecho de su realización y
prefería aniquilar el texto que dejarlo con algunas pequeñas
imperfecciones. Pero es raro que sólo por eso quisiera destruir
la obra ya construida para pervivir aere perennius. Pensemos en
otras hipótesis. Imaginemos que Virgilio —en esa noche que
H. Broch novelará con espléndido y trágico lirismo en La
muerte de Virgilio (1946)— comprendió que la literatura, para
la que había vivido, no justificaba una vida y que la gloria post
m ortem no valía la pena. Y que el sacrificio de su laborioso
poema, en los umbrales del misterio que iba a traspasar, podía
ser una valiente muestra de magnanimidad.
No es probable que Virgilio, de suave talante y ánimo epicúreo,
se sintiera atormentado por temores religiosos y tratara
de borrar su obra por escrúpulos místicos, como hizo N. Gogol
cuando quemó el manuscrito de la segunda parte de Las almas
muertas. Pero tal vez pensó que la sumisión al plan de Augusto
había sido excesiva. Quizá en la soledad de su lecho dé agonía
pensó que la sumisión de Eneas a un destino imperial, con la
renuncia a un amor libre y a una ventura personal, todos esos
trazos morales que perfilaban su trayectoria ejemplar no debían
ser predicados. Acaso pensaría entonces que Eneas no debió
de renunciar a su amor con Dido y que el programa heroico
envolvía una falsificación. Tal vez quiso negarse a seguir el juego
a la propaganda oficial en esos últimos momentos.
Así que tal vez entonces trató de destruir su manuscrito.
Pero fue tarde. Sus amigos rehusaron cumplir sus deseos. El
taimado Augusto velaba por la conservación del poema y difundirlo
para exaltación de Roma y de sí mismo.
El caso es que nunca sabremos cuántas dudas y recelos
asaltaron a Virgilio en sus últimos momentos. Sabemos que fue
tímido, celoso de su intimidad, ambiguo en sus pasiones, de salud
delicada y humor melancólico. Su sensibilidad y su sentido
musical del verso le predisponían a ser un gran lírico. Su temperamento
le alejaba de los ejercicios de las armas y de la política
activa. Es extraño que este gran poeta, tan sensitivo, tan refinado
en sus lecturas y sus palabras, tan delicado en la composición de
sus versos, acabara celebrado como un poeta épico, por un largo
relato de heroicos furores y de propaganda imperial, como un
émulo romano de Homero.

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