viernes, 5 de abril de 2019

La maldición de la laguna

La laguna se convirtió en el lugar seguro donde guardar los tesoros de los
chibchas a la llegada de los españoles. Es este un tópico frecuente en América y en
todo el mundo ante la llegada de sus conquistadores; sin embargo, puede tener cierto
valor de realidad si aplicamos un porcentaje corrector a la imaginación de los
españoles. Simón refiere que sólo el cacique de Simijaca mandó tirar a esta laguna
unos cuarenta quintales de oro fino, en vísperas de la ocupación peninsular, y supone
que otros caciques hicieron algo semejante, rogando a la cacica que les librase de la
invasión. Sin llegar a exageraciones, parece probable que, efectivamente, muchos
indios prefirieran entregar sus tesoros a la laguna antes que a los españoles.
Guatavita fue, desde entonces, una laguna maldita y nadie logró encontrar sus
riquezas. El primero que lo intentó fue el capitán Lázaro Fonte, perteneciente a la
misma hueste conquistadora de Jaime de Quesada. Gastó su dinero inútilmente en
extraerlas, sin apenas provecho. Luego vino Hernán Pérez de Quesada, hermano del
conquistador, quien intentó desaguar la laguna y logró rebajar su nivel unos diez pies.
En sus márgenes aparecieron objetos de oro por valor de unos cuatro mil pesos de oro
fino. El tercero fue un mercader español llamado Antonio de Sepúlveda, que residía en
Bogotá. Fue a España y logró una cédula real que le facultaba a desaguar la laguna.
Se estableció en Guatavita, donde montó una enorme empresa de ingeniería para el
desagüe. Logró rebajar el nivel del agua y halló numerosas piezas de oro y algunas
esmeraldas de valor. Lamentablemente, sobrevino un invierno muy duro (aguaceros)
que cegaron el desaguadero hecho. Sepúlveda gastó su dinero y murió en la pobreza
más absoluta en un hospital, lo que entonces era signo de indigencia.
En 1625, una compañía de 12 mineros del real de Mariquita pidieron al presidente
Borja autorización para desaguar la laguna. Se les concedió, pero el proyecto se
malogró también. Pasaron los años y el Nuevo Reino de Granada dejó de ser español,
después de la memorable batalla de Boyacá, dada el 7 de agosto de 1819. Unos diez
meses después, el 16 de junio de 1820, se registró en la notaria primera de Bogotá
una compañía comercial de varios criollos, cuyo objetivo era desaguar la laguna de
Siecha, situada al sureste de Guatavita, y encontrar sus tesoros. Uno de los 16 socios
de la compañía era el general Francisco de Paula Santander, padre de la patria
colombiana. Otro, París, quien dirigió los trabajos de desagüe en 1821. En octubre de
1823 le ayudaban ya el capitán inglés C. S. Cochrane y el señor Rivero; en mayo
siguiente llegaron los coroneles Hamilbon y Cambell. No se logró el éxito esperado y,
además, sobrevino la muerte de varios trabajadores, lo que obligó a abandonar las
obras. A mediados del siglo XIX, otro español intentó lo mismo, y fracasó. A
principios del siglo XX, inició sus trabajos el inglés W. Cooper, socio de la compañía
Contractors Ltd., que se liquidó en 1914 a causa de la primera guerra mundial.
Cooper logró hallar igualmente varias piezas de oro y cerámica, pero tampoco tuvo
éxito.
En 1967, la población de Guatavita y sus alrededores, todo el valle del Tominé,
fue inundado por las aguas del embalse de Guatavita y presa de Sesquilé, la segunda
obra hidráulica de Colombia, que se hizo con objeto de controlar el caudal de agua
del río Bogotá y el consumo de las centrales hidroeléctricas del salto del
Tequendama.

El trasfondo veraz de una leyenda
La laguna de Guatavita fue realmente una de las más importantes de la
confederación de Bogotá, junto con las de Guasca, Teusacá y Siecha (llamadas hoy
lagunas de Siecha, en Guasca) y Ubaque. Había otras muchas lagunas, como las de
Fúquene, Cucunubá, Suesca, Churuguaco, Tibabueyes, Tena, Ubalá y la de Palacio,
próxima a Cucunubá. En todas hicieron los chibchas sus ceremonias de purificación,
pues eran lugares sagrados. Posiblemente, como siempre ocurrió con los santuarios,
algunas se ponían de moda en determinado momento, mientras las otras decaían.
La de Guatavita estaba situada en un ambiente especialmente propicio para
suscitar el fervor religioso. Rodeada de montañas y a 3.100 metros de altura sobre el
nivel del mar, sus aguas eran más puras o menos contaminadas. La palabra
contaminación la usamos en el sentido religioso que tuvo entre los indios de lengua
chibcha: agua que no ha estado en contacto con los hombres ni con los animales, y

que, por tanto, es pura y sirve para lavar las culpas.

Dos indios kougi de Sierra Nevada, en las proximidades de Santa Marta,
descendientes de los antiguos taironas

Dibujo de una escultura colombiana
Que en Guatavita se celebraron ceremonias de purificación está fuera de toda
duda. En ellas solía ofrecerse lo más valioso, pues Dara lograr el favor excepcional
de los dioses o espíritus hay que darles algo estima ble. Se ofrecerían, así, alimentos y
esmeraldas, pero sobre todo, oro. Este metal era muy estimado por los chibchas por la
sencilla razón de que era escaso. Lo conseguían por intercambio con pueblos de la
otra margen del Magdalena, donde SÍ abundaba (territorio de Antioquia). Les
cambiaban el oro por la sal, producto éste muy abundante en la sabana, donde había,
y hay, minas de sal gema. Resultó, de esta manera, que una tierra rica en sal, pero
pobre en oro, se convirtió en símbolo de riqueza aurífera, porque sacrificaba
precisamente lo que no tenía; lo más valioso. De aquí vendría la perplejidad de los
españoles y el mito. Al no aparecer el oro, siguieron buscándolo por todas partes y la

leyenda del país rico se convirtió en mito andante, como veremos.
Figurilla de oro perteneciente al llamado tesoro de los quimbayas
(Museo de América, Madrid)
Señalemos, finalmente, que de las lagunas de Cundinamarca se han extraído
numerosas piezas de oro. En la de Siecha, en Guasca, se encontró en 1856 un disco
de oro de 268 gramos y 19 kilates, en el cual se representa la ceremonia de El
Dorado; una balsa con los indios, etcétera. La pieza está en el museo de Berlín.
En 1970 se halló otra balsa de oro con la ceremonia de El Dorado, que es la que se
exhibe en el museo del oro de Bogotá, como pieza maestra de la orfebrería mwiska.
Mide 19,6 centímetros de largo, por 10,2 centímetros de ancho. En la laguna de
Guatavita se han hallado numerosos objetos de oro, entre los cuales des tacan un
pectoral de 242,10 gramos y un collar de 67,56 gramos, con láminas colgantes.
Por todo lo cual, podemos concluir que la leyenda que dio origen al mito de El
Dorado tiene un fondo de veracidad. En el territorio de los indios mwiska se hacían
ofrendas a los espíritus o dioses de las lagunas, muchas de ellas de oro. Es probable
que esto fuera general en todas las lagunas, aunque algunas de ellas atraerían más la
atención de los penitentes, como parece ser el caso de Guatavita, En cuanto a la
ceremonia del indio Dorado, puede ser también usual en varias lagunas, sin descartar
la posibilidad de que en Guatavita revistiera mayor solemnidad, en relación con la
historia referida. La extraordinaria altura de dicha laguna, el he cho de que el dragón
o serpiente (signo de la fertilidad) se comiera los ojos de la niña (los ojos habían visto
el sol o la serpiente y debían, por ello, ser extirpados), que cargaba con la
culpabilidad del delito materno y el brillo dorado del oro, que se ofrecía al sol
naciente, nos indica un culto solar muy poco estudiado.
El país de los indios que ofrendaban oro a sus lagunas era, por otra parte, muy
rico, ya que abundaban en él los alimentos, las esmeraldas y algo que los humanos
han valorado más que ninguna otra cosa, por ser necesario para la vida, la sal. Los
mwiska trabajaban sus minas de sal gema y hacían unos panes que intercambiaban
por alimentos de tierra caliente, algodón, oro, etcétera. La fama de tal nación corrió
de boca en boca por los páramos andinos y bajó por los ríos que se dirigían a la
vertiente atlántica a través de los llanos. Lo que los españoles no pudieron sospechar
es que aquel país riquísimo, donde los hombres ofrecían oro a sus dioses de la aguas
no tenía ni una sola mina del precioso metal: ni siquiera ríos de arenas auríferas. Así,
de la ceremonia nació la leyenda, y de ésta, el mito.

Figurillas votivas de estilo mwiska
(Museo del Oro, Bogotá)
Pese a que la leyenda del cacique Dorado y el mito que generó se ubicaron en un
sitio muy concreto de la geografía americana, como fue el territorio ocupado por los
indios mwiska de lengua chibcha (básicamente las confederaciones tribales de
Bogotá y Hunza), las circunstancias hicieron que se convirtiera en errante, en
inalcanzable, en verdadero mito. Se debió esto a que El Dorado engendró un mito
reflejo en la región de los llanos que se llamó el Meta y a que algunos españoles
pensaron que un país de la canela, del que también hablaban los naturales de Quito,
debía ser el mismo del indio Dorado, ya que la canela y las especies eran entonces las
mercancías más valiosas. El mito del Meta y el país de la Canela se convirtieron así,
en compañeros de viaje del mito Dorado, y ayudaron con él a la función histórica de
descubrir y conquistar esa parte norte de Sudamérica, que los españoles llamaron la
tierra firme, y que correspondía a lo que hoy son los territorios venezolano,
colombiano y guayanés. El Dorado y sus complementos del Meta y del país de la
Canela viajaron por las tres cordilleras andinas, por los ríos que iban al Orinoco y por
el mismísimo Amazonas.

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