En tiempos muy remotos, allá en un pequeño reino de las verdes tierras de Irlanda,
vivía el rey Lir con su esposa Gisela y sus cuatro hijos, la princesita Finóla y sus tres
hermanitos, Aed, Fiachra y Conn.
Eran unos reyes felices que amaban a sus hijos y amaban a su reino; y sus
súbditos y sus hijos les amaban a su vez.
El reino de Lir había atravesado años venturosos. Las semillas se multiplicaron
ciento por uno porque el sol lució a su tiempo y a su tiempo llegaron las lluvias y se
calmaron los vientos. Y los graneros estaban llenos y los ganados pacían en las
colinas salpicando de puntos blancos y movibles la mullida alfombra de verdor. Y las
esquilas del ganado eran música en los oídos de las gentes.
Y también el mar, los ríos y los lagos, volcaban su carga plateada en las redes de
los pescadores y los cazadores que al amanecer iban al monte regresaban, ya
anochecido, con muchas menos flechas en su carcaj y hermosas piezas sobre los
hombros.
Los días festivos el rey Lir, su esposa Gisela y los principitos se reunían con la
gente del pueblo y, juntos y felices, transcurría la jornada.
—Nuestro rey sí que es un rey —decían sus súbditos—. No se encierra tras las
tapias de su jardín y las paredes de mármol de su palacio, sino que viene a nosotros y
se entera directamente de nuestros problemas y comparte nuestras preocupaciones y
las soluciona en la medida de sus posibilidades.
Era un buen rey, el rey Lir.
Pero además, la gente del reino se sentía muy complacida de la belleza de la
reina, de las rosas de sus mejillas, de que ninguna de las reinas de los reinos vecinos
pudiera comparársele. Y también se mostraban muy orgullosos de los cuatro
príncipes; de que fueran sanos, alegres, bellos y afectuosos; de que Finóla, su
princesa, riera y cantara con ellos y jugase con sus perros, sus palomas y sus
corderos.
El reino de Lir no podía seguir siendo siempre un reino feliz porque en la Tierra
hay que pagar tributo al dolor. Y todo empezó cuando la reina dejó de sonreír y se
mostró huraña y perdió las rosas de sus mejillas. No acudía a mezclarse entre la
gente, como antaño. Paseaba solitaria y melancólica hasta el rincón más alejado del
parque y, junto a la orilla del lago, les hablaba a los cisnes. Eran cuatro cisnes de
esbeltos cuellos, de dorados picos, de plumas suaves de deslumbradora blancura, de
movimientos majestuosos y lentos.
—Voy a morir —les decía la reina—. Y nadie lo sabe sino yo. Deseo que la gente
lo ignore y siga siendo feliz. Sí, que sean felices mis súbditos, el rey y los príncipes…
sólo vosotros lo sabéis, vosotros que sois cuatro, como mis hijos; que, como mis
hijos, alegráis la vista y desconocéis el mal.
Los cisnes, para animar a la reina, trenzaban bellas figuras sobre las aguas
azuladas del lago y dejaban en ellas estelas caprichosas.
Y fue pasando el tiempo y llegaron los grandes fríos. Pocos árboles conservaron
sus hojas y hasta los juncos crecidos a orillas del estanque perdieron parte de su
verdor. Pero nadie como la reina fue despojándose de su lozanía.
Una mañana de bruma plateada los jardineros reales la encontraron tendida junto
al estanque. Su cuerpo estaba frío como las aguas azuladas. Y su alma había volado
lejos del mundo perecedero.
Todo el reino de Lir lloró por ella con su rey. Y éste sintió tanta pena que perdió
de vista todo lo que no fuera su dolor. Buscaba a su amada Gisela en las avenidas del
parque y a orillas del estanque. Y daba de comer a los cisnes en su propia mano, para
que los cisnes le contaran todo lo que supieran de Gisela; aquello que habían hablado
con ella durante los tristes días del otoño.
Y, mientras tanto, los hijos de Lir vagaban por su gran palacio. No tenían sobre sí
la mirada atenta de una madre ni tampoco la del rey, absorto en su dolor. Aed, Fiachra
y Conn se hacían indolentes y perdían su antigua afición a aprender. «¿Para qué —se
decían— si nadie repara en nuestro esfuerzo?».
Sólo Finóla se afligía por lo que estaba ocurriendo y exhortaba a sus hermanos
para que aprendieran todas aquellas cosas que unos sabios venidos de muy lejos les
trataban de enseñar.
—No debemos hacer el bien y cumplir con nuestro deber sólo por la recompensa,
ni dejar de hacer el mal por temor al castigo…
Fuera del palacio, a lo largo y ancho del reino, tampoco las cosas iban demasiado
bien. Padecieron sequía cuando debió haber llovido y el grano se dio con tanta
escasez que no hubo medio de hacerlo durar; la hierba se agostó junto a su lecho de
tierra roja; el hambre y la peste diezmaban los ganados. Los primeros fríos
aparecieron adelantados y causaron su estrago entre los hombres y, principalmente,
los niños.
La gente se lamentaba:
—Nuestro rey Lir nos ha abandonado; ya no pena con nuestros pesares. Es
egoísta nuestro rey. ¿Qué va a ser de nosotros?
Hasta el mar se volvió avaro. O quizá fue culpa de la tempestad. El Mar de Moyle
se hizo hostil y en el Mar del Oeste las olas se levantaban tanto que jugaban a tirar los
barcos como si fueran de papel.
El alfarero se dormía junto a su rueda, porque nadie quería comprar. Y el herrero
alimentaba su fragua con usura, porque se tenía que calentar.
Y de todo, de todo, la gente culpaba al rey. Era, para el caso, como si ya no
tuvieran rey. Y entonces, agrupado el pueblo ante el palacio, pidió a gritos un marido
para su princesa real. Un hombre joven y fuerte que supiera gobernar.
Finola, que amaba al pueblo, prometió buscar un príncipe bueno, que fuera leal y
supiera gobernar.
Trascendió la noticia y fueron apareciendo en el reino de Lir los príncipes de los
reinos vecinos. Uno se jactó de su habilidad con el arco y el azor, otro de su arte para
componer canciones de amor. Y un tercero de sus vestidos bordados en oro. Y un
cuarto de su apostura…
Aed, Fiachra y Conn, a pesar de ser niños, de ser juguetones, observaban a los
pretendientes y movían la cabeza diciendo, no.
Los hijos de Lir querían un príncipe que se pareciera a lo que había sido el rey
antes de enfermar de melancolía. Pero el príncipe no aparecía y el hambre y el
descontento cundían.
Finóla se había llevado a sus hermanos junto a aquel estanque de los cuatro cisnes
que fue el preferido de la reina Gisela y donde ahora tanto acudía el rey.
—¿Os dais cuenta, hermanos? —dijo la princesa a los niños—. Un trono no
significa únicamente llevar corona de pedrería y manto de armiño. Y mandar en los
cortesanos y en el pueblo. Un trono ha de ser aceptado como un grande y hermoso
deber; como el sacrificio de día a día durante toda una vida. Y yo debo sacrificarme y
encontrar ese príncipe que pueda gobernar. Y más tarde, cuando seáis mayores,
también vosotros os habréis de sacrificar.
Se levantó un viento fuerte que rizó las aguas del lago y dobló las ramas tiernas
de los árboles. El cielo dejó de ser azul y se tornó oscuro y amenazador. Finóla tomó
a los niños de la mano y corrió casi como el viento buscando refugio bajo techo real.
Los cisnes, en el lago, juntaron sus cabezas. Habían oído muchas cosas y visto
muchas cosas. Y escapado otras veces, como ahora, de la tempestad. Extendieron sus
alas y alzaron el vuelo. Pasaron por entre nubes y al fin estuvieron en el más distante
confín del lago, donde siempre había calma y un hombre extraño, vestido con pardo
sayal, había hecho su hogar. Y, más que suyo, de todos los habitantes del lugar,
porque la casa era iglesia y en su interior el pobre tomaba asiento junto al rico y nadie
lo veía mal.
Aquel hombre de pardo sayal, el ermitaño, amaba tanto las cosas creadas por Dios
que trataba a los animales como hermanos y hasta entendía su lenguaje. Dio cobijo a
los cisnes durante la noche y les proporcionó alimento.
Por la mañana había salido el sol y pudo decir a los cuatro:
—Volved al confín del lago que está en el reino de Lir. Todo ha quedado en
calma.
Y dijo para sí: «Pongamos las cosas de los hombres en manos de Dios». Y luego
sonrió para sí y fue en busca de su ahijado, el joven Kevac, que no era príncipe, pero
sí apuesto y enérgico, valiente y humilde, inteligente y voluntarioso. El ermitaño
había encontrado a Kevac una mañana a orillas del lago, de esto hacía bastantes años,
cuando no tendría más allá de una semana de vida.
Desde entonces lo había cuidado. Y ahora, ya hombre, devolvía centuplicado al
ermitaño el afecto que de él recibió.
Kevac merecía ser príncipe, lo mismo que algunos príncipes merecían ser simples
hombres.
El ermitaño habló al muchacho y éste escuchó al ermitaño. Y partió para Lir, no
guiado por la ambición, sino porque el ermitaño le había dicho:
—Allí te necesitan. Porque en Lir no han oído la palabra del Señor. Y tú que sí la
has oído puedes hablarles de Él y enseñarles a llevar con resignación sus
sufrimientos. Tú sabes asimismo cuidar los árboles y escoger las semillas y curar a
los heridos y a los enfermos. Sabes de economía y ciencias. Ve, Kevac.
Aed, Fiachra y Conn quedaron maravillados oyéndole hablar de aquel Dios
misericordioso y justo que pedía a los hombres que se amaran como hermanos. Y la
bellísima Finóla comprendió al punto que era el hombre esperado y necesitado en el
reino de Lir y el que esperaba su corazón.
Kevac fue de casa en casa. En nombre de Dios consolaba al afligido y convencía
al opulento para que ayudara al menesteroso. Así el grano se repartió conforme a la
doctrina del Amor y pudo librarse victoriosamente la batalla contra el hambre.
Luego Kevac enseñó en Lir lo que a su vez le habían enseñado a él. Ayudó al
herrero en su fragua, al alfarero en su rueda; a los pescadores en los días de mar
bravia; a los cazadores en los momentos de peligro, frente a la pieza. A guardar y a
repartir en la justa medida.
Aed, Fiachra y Conn, el pueblo entero de Lir, rogaron a Kevac que fuera su
príncipe y gobernara; él, que les había enseñado a amarse como hermanos. El
muchacho accedió. Cuando regresó a la ermita, conducía a Finóla para que el
ermitaño les uniera en matrimonio. Tan sencilla fue la ceremonia que únicamente los
cuatro cisnes formaron la guardia de honor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario