miércoles, 3 de abril de 2019

Caronte

Caronte rima bien con Aqueronte, el río infernal
que él cruza una y otra vez, llevando a las almas de los
muertos al reino de Hades. El río es una frontera inevitable y
rigurosa del otro mundo. Hay que pasarlo en su barca para
encontrar asilo fúnebre luego en los dominios de la muerte.
Caronte aguarda remo en mano a los continuos viajeros y espera
el pago convencional de la travesía: un óbolo de cobre. (Por
eso a los muertos se les entierra con esa moneda en la boca. Y
en los Diálogos de los muertos de Luciano puede leerse una discusión
del barquero con el cínico Menipo, que ni siquiera en
ese caso está dispuesto a pagar sus servicios.)
Antonio Machado en un soneto cuenta que soñó —influido
probablemente, supongo, por un famoso poema de Baudelaire
que narra el viaje infernal de don Juan— en que al embarcar en
el fúnebre trayecto se encontró con que Caronte tenía la formidable
figura de don Ramón del Valle-Inclán (y esperaba pagarle
con versos el barcaje) :
Yo era en mis sueños, don Ramón, viajero,
del áspero camino, y tú, Caronte
de ojos de llama, el fúnebre barquero
de las revueltas aguas de Aqueronte.
Uno puede soñar con un Caronte familiar, o bien de catadura
venerable o espantosa, pero el de los mitos griegos era un
barquero de aspecto tristón, como era de esperar, y de atuendo
poco augusto. Como vemos en las muchas estampas de época
clásica que lo retratan en vasijas funerarias. Por otro lado, es un
personaje que no tiene más historia que la de cumplir ese oficio
de barquero, como un funcionario de la ultratumba, un obrero
del Más Allá, que recibe un salario modesto. (Aunque con tanta
clientela, resulta bien remunerado.) Hasta la orilla donde el
barquero detiene su barca es el dios Hermes quien guía la procesión
de las almas (psychai) o los dobles fantasmales (eídola)
de los difuntos recientes.
En su libro Los caminos de la muerte (Madrid, 1995) Francisco
Diez de Velasco recoge muy bien los testimonios antiguos
sobre Caronte. Tomo unos párrafos de su documentado y ameno
texto: «El imaginario occidental desde el Renacimiento ha
forjado una idea del viaje de la muerte, en el cual resulta una
pieza recurrente el barquero infernal Caronte. No son desde
luego ajenos a esta predilección ni Virgilio ni Dante; la influencia
de la fuerza de su imaginación dio carta de naturaleza a un
genio que aun pagano fue representado sin problemas por Miguel
Angel en el mismo Vaticano, en la Capilla Sixtina, en la
poca amistosa postura de arremeter con el remo para expulsar
de su barca a la caterva de difuntos irrecuperables, mientras
suenan las trompetas del juicio final cristiano. Se trata de la
más conocida de una serie de pinturas, algunas de índole plenamente
sacra en las que tenía su lugar Caronte, símbolo del
viaje de la muerte, un motivo que se prodiga incluso en mayor
medida en las obras literarias.
Pero ese papel estelar no tiene su contrapartida en la literatura griega.
Caronte no aparece en Homero, al contrario de lo que ocurre con el
Sueño (Hypnos), la Muerte (Thánatos) y Hermes psicopompo. Caronte
no tiene mito destacable, sino sólo una función, un contenido
restringido a navegar por el camino de la muerte, sin un modelo
heroico del que poder tomar un punto de referencia. Y a pesar de ello
también en el mundo griego Caronte fue el genio más representado,
el psicopompo más aceptado. Imagen y texto se entreveran en el caso
de Caronte sin que se pueda llegar a determinar cuándo se expresó
su figura y si la mención literaria es anterior a la plasmación iconográfica
(pp. 42-43).
La imagen de Caronte, tal como aparece en muchos lecitos
atenienses de época clásica, es democrática: tanto por su aspecto
como por su actitud hacia los viajeros. Trata a todos por
igual y, al parecer, dialoga atento especialmente con las mujeres
jóvenes. Lleva barba negra y corta, para indicar su edad madu
ra, y un atavío pobretón: «Caronte se figura en la mayoría de
los casos vestido con la exómide, túnica corta que llevaban los
trabajadores manuales y tocado con A pilos, el gorro cónico de
piel de los marineros, en un atuendo, una pose y un trabajo que
lo asemejan a un remero ateniense, como los que determinaron
la victoria sobre los persas en Salamina y dieron a Atenas su poderío
naval, su prosperidad, su imperio y su democracia consolidada
». (Diez de Velasco, p. 56).

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