miércoles, 3 de abril de 2019

FRANKENSTEIN.

A diferencia de otros mitos populares
modernos, como el del vampiro Drácula o el del Golem, el
de Frankenstein no surge de una leyenda anterior a la novela
que lo difundió, sino que es, por entero, una invención romántica
de su autora, Mary W. Shelley. La novela Frankenstein
o e l n u evo P rom eteo se publicó en 1818, cuando Mary
tenía veinte años, con un breve prólogo de su marido, que
cuidó de la edición y copió y revisó a fondo el manuscrito.
Percy B. Shelley, uno de los más grandes poetas del romanticismo
inglés, fogoso ilustrado y de ideas revolucionarias,
amigo de lord Byron y autor del gran poema dramático Prom
eteo liberado (1819), supo advertir el primero la fuerza literaria
del estupendo texto. Frankenstein es una narración fantástica
y de terror, una ficción escrita cuando el género de la
novela gótica ya declinaba. Pero la joven Mary W. Shelley logró
en esta su primera novela (que escribió a los diedocho
años) forjar un relato de una singular e impresionante potencia
mítica. Desde su aparición la novela consiguió un gran
éxito de público, aunque no el aprecio de la crítica literaria
más académica, que encontró el estilo del cuento demasiado
extraño, chillón y fantasioso.
Frankenstein se convirtió en un mito de difusión popular.
Todavía hoy, cuando el cine lo ha divulgado con mucho mayor
alcance que la literatura, a costa de adulterar un tanto las líneas
y matices del texto original, se nos presenta como un relato de
enorme impacto mítico, inolvidable y conmovedor. El gran
público conoce el relato por alguna versión fílmica, y unos
pocos por la novela original. (Cerca de cien películas se han
proyectado sobre el famoso y desdichado monstruo; y todos
hemos visto unas cuantas.) Esa difusión del argumento nos
exime de dar un resumen de la trama. Pero sí debemos advertir
que la mayoría de versiones fílmicas moralizan demasiado y
simplifican un tanto el argumento, haciendo del monstruo
creado por Víctor Frankenstein un ser mucho más torpe y maligno
que el que se describe en la novela de Mary W. Shelley.
(El lector interesado en la versión literaria original puede leerla
en la excelente traducción de Isabel Burdiel —Madrid,
1996—, muy bien acompañada de un informadísimo e inteligente
prólogo.)
En cuanto al título, recordemos que Frankenstein es el apellido
del creador del hombre artificial, el joven científico Víctor
Frankenstein, mientras que su criatura no tiene nombre alguno,
y luego se ha quedado con el de su progenitor. El doctor
Frankenstein es «el nuevo Prometeo», según la versión que
veía a este personaje griego como el creador de los hombres.
(Justamente en esa época romántica y napoleónica el mito de
Prometeo había reverdecido con gran ímpetu en toda Europa,
como puede verse en el muy preciso estudio de R. Trousson, Le
mythe de Prométhée dans la Littérature europ éen n e, que analiza
los muchos textos relevantes de la época.) El afán prometeico
de crear un nuevo ser semejante a los creados por los dioses, se
une a un cierto impulso fáustico, pues se trata de producir un
ser humano nuevo con los medios del saber científico, y no ya
por medio de la magia (como es el caso de la creación del Golem).
El doctor Frankenstein quiere crear un hombre mejor,
más perfecto, y dar vida a su criatura para admiración de las
gentes. Ahí hay un impulso diabólico, y el motivo de la fabricación
de un hombre artificial tiene antecedentes míticos. Curiosamente
no hay ningún tono religioso ni antirreligioso en la novela
de Mary Shelley. El lector reconoce pronto bajo la trama el
esquema del créador que será pronto derrotado por su criatura
artificial, que le sale imperfecta y muy peligrosa. El inventor
debe luego destruir a su propia criatura, porque amenaza la
vida de los suyos y de él mismo.
El monstruo creado por Frankenstein —que luego se quedará
con el nombre de su «padre»— no es en la novela tan torpe
ni tan mudo como en el cine. Lo que espanta a su creador y
le hace rechazarlo es su extremada fealdad, a pesar de que ha
reunido despojos muy hermosos (de cadáveres distintos) para
configurar su figura. De ahí que lo rechace, pero por una cuestión
estética y no moral. El monstruo es exteriormente muy
feo, pero se mueve bien, razona bien, es muy sensible, reclama
afecto, y exige luego una compañera femenina para cplmar su
terrible soledad. Frankenstein se niega, temiendo que una mujer
artificial pueda resultar aún más peligrosa que él. Y entonces
el monstruo mata a la prometida de su creador, en la noche
de bodas. El hombre artificial es enormemente patético en su
queja, y es su fealdad y el desprecio de su creador lo que le impulsa
al crimen. Su creador, después de perder a su amada, angustiado
por los remordimientos, se dedica entonces a perseguirlo
para acabar con él, y esa persecución constituye la
última parte del relato. La búsqueda concluye cerca del Polo
Norte, donde el doctor Frankenstein muere extenuado y después
su oponente, el monstruo malvado, llora por él y desaparece
entre la fría niebla a fin de suicidarse. (En el cine la perse
cución del monstruo suele ser mucho más tumultuosa y más
breve, más melodramática y mucho más espectacular.)
Pero, volviendo al texto original, recordemos las quejas del
hombre nuevo, feo y sin nombre, en diálogo con su creador.
Cuando Víctor Frankenstein intenta matarlo y con furia le llama
«aborrecible monstruo» y «demonio infame» y «diablo inmundo
», él le contesta: «¿Acaso no he sufrido bastante que
buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una
sucesión de angustias, y la defenderé. Recordad que me habéis
hecho más fuerte que vos; mi estatura es superior y mis miembros
son más vigorosos. Pero no me dejaré arrastrar a la lucha
contra vos. Soy vuestra obra y seré dócil y sumiso para con mi
rey y señor, pues lo sois por ley natural. Pero debéis asumir
vuestros deberes, lo que me adeudáis. Oh, Frankenstein, no
seáis ecuánime con todos los demás y os ensañéis sólo conmigo,
que soy el que más merece vuestra justicia e incluso vuestra
clemencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. Debía
ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis
toda dicha. Doquiera que mire, veo felicidad de la cual
sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso;
el sufrimiento me ha envilecido. Concededme la felicidad,
y volveré a ser virtuoso».
Y el pobre monstruo cuenta sus penalidades y se justifica
ante su creador. Su maldad viene de sus sufrimientos; es el
cruel entorno quien lo ha convertido en maligno, es el desprecio
del creador y su espantosa fealdad lo que le condena. El
monstruo de Mary Shelley, a diferencia del gigantón brutal y
mudo de las películas, habla y razona muy bien.
Es fácil dar una lectura moralista a la catástrofe del científico
Frankenstein. Paga así su violación de las leyes naturales y
sociales que desafió al intentar dar vida, satánica y prometeicamente,
a un ser nuevo, al margen de los creados por la natura
leza y la divinidad. Es un aprendiz de brujo de ideas progresistas
que ha transgredido los límites y debe pagar por ello. Es así
todo un símbolo de la época. El mito resulta, sin duda, más
simple que la trama dialéctica de la novela, pero se presta a
nuevas relecturas e interpretaciones. Y Frankenstein es un relato
inolvidable, intensamente mítico.

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