Como en todas las civilizaciones antiguas, la cosmogonia ocupa la primera
parte de los textos sagrados egipcios, tratando de explicar con el portento y el
relato milagroso todo lo mucho que se escapa del reducido ámbito del
conocimiento humano. Para los egipcios, como para el resto de las grandes
religiones, la creación del Universo se hace de un solo acto de la voluntad
suprema, a partir de la nada, de la oscuridad, del caos original. Su creador se
llama Nun, era el espíritu primigenio, el indefinido ser que había tomado el
aspecto del barro. Este barro que aparece con tanta frecuencia en todas las
mitologías junto a los párrafos de las creaciones de dioses y hombres, la materia
prima por excelencia de los alfareros y (por asimilación) la materia lógica para
los dioses creadores, no era sino la tierra y el agua cercanas a los antiguos
pobladores del mundo. Por eso el barro Nun fue la cuna espiritual, la fuerza
primera en la que iba tomando forma el nuevo espíritu de la luz, Ra, el disco
solar, padre de todo lo que habita bajo sus rayos. De la voluntad de Ra van a
nacer los dos primeros hijos diferenciados de la divinidad, son Tefnet y Chu, ella
es la diosa de las aguas que caen sobre la tierra, y él es el dios del aire, y los dos
hijos van a estar con el gran padre Ra en el firmamento, compartiendo su gloria
y su poder y ayudándole en el largo y eterno viaje. Pero también Chu y Tefnet
van a continuar la obra iniciada por Ra, creando de su unión otros dos nuevos
hijos, los dos sucesores de la última generación celestial, el dios de la tierra Geb,
y su hermana y esposa, la diosa del cielo Nut, para que ellos releven a la primera
generación y creen la tercera, la que va a estar sobre la tierra de Egipto.
LOS HIJOS DEL CIELO Y DE LA TIERRA
Los hijos de Geb y Nut, los cuatro hijos del Cielo y la Tierra dos varones y
dos mujeres (aunque hay versiones que dan un quinto hijo, al que se llama
Horoeris), forman la primera generación de seres que viven sobre el suelo de
Egipto, los cuatro primeros dioses que se ocupan de esa tierra escogida y que
velan por ella, o que entran en el mundo egipcio para completar el binomio del
bien y del mal, de la vida y de la muerte. El primero de los varones y el mayor
de los cuatro, Osiris, es el dios de la fecundidad, la divinidad que representa y
sustenta la continuidad de la naturaleza; él es quien hace nacer la semilla, quien
la madura y quien agosta los campos; Osiris es el principio de la vida misma.
Isis, su hermana y esposa, reina en igualdad sobre el extenso dominio del Nilo,
en perfecta armonía con su hermano, formando la pareja positiva del binomio. Si
Osiris se encarga de proporcionar la vida a los humanos, Isis está siempre a la
zaga, tras la invención de todas las artes necesarias para desarrollar la vida,
desde la molienda del grano hasta las complejas reglas y leyes de la vida
familiar. Neftis, la segunda hermana y la más pequeña de todos, no pudo tener la
suerte de Isis, la fortuna de ser esposa del buen y hermoso Osiris; por eso Neftis
se quedó al margen de la felicidad; también por eso era la representación del
resto del país útil, la diosa de las tierras menos afortunadas, las tierras secas
junto a los campos de cultivo; las parcelas de secano que no tenían la suerte de
ser regularmente inundadas por el agua y el limo del río en sus crecidas anuales.
Set, el segundo varón y el tercero de los hijos, es la criatura que presagió su
destino al nacer prematuramente, puesto que abrió el vientre de su madre Nut,
haciéndola sufrir cruelmente; Set es el dios de la maldad, el espíritu negativo y
el representante del desierto sin vida, la personificación de la muerte.
LA LUCHA ENTRE EL BIEN Y EL MAL
Naturalmente, Set odia desde la infancia al primogénito Osiris; esta es la
fábula constante del buen hermano frente al malo; es la leyenda
ejemplarificadora del malo asesinando al bueno, tratando de evitar su neta
superioridad, intentando borrar con la muerte la distancia entre ambos. Pero
sigamos con la historia de los cuatro hijos de Geb y Nut, digamos que Set se
casó con su hermana Neftis, manteniendo la tradición iniciada por sus
antecesores divinos. Pero Neftis fue esposa del malvado Set también a su pesar,
porque ella amaba a Osiris, y de este matrimonio no surgió ningún hijo, porque
Set tenía que ser forzosamente estéril por su maldad. Pero no sucedió lo mismo
con Neftis, ya que ella sí que consiguió tener un hijo y, precisamente un hijo de
Osiris. Para conseguirlo, emborrachó a su hermano y yació en él. Ese hijo
nacería más tarde y sería conocido con el nombre de Anubis. Tanto amaba Neftis
a Osiris y tanto despreciaba a su marido que, cuando se produjo su asesinato, la
buena y desgraciada Neftis huyó de su perverso marido, para poder estar al lado
del amado, junto a su hermana Isis, ayudándola en el embalsamamiento. Tras
aquel momento, Isis y Neftis iban a permanecer siempre unidas a la muerte,
acompañando al piadoso difunto en su tumba, para proporcionarle la ayuda que
necesitara al otro lado de la muerte. Al asesinar a Osiris, Set sólo consiguió
divinizar aún más a su odiado hermano, porque el Osiris triunfante sobre la
muerte iba a establecerse como la personificación divina del ciclo, y volvería a
nacer y morir eternamente, reinando en la vida eterna del cielo y venciendo
sobre su traidor hermano en la tierra, al quedarse con sus posesiones y ser la
figura amada por las dos hermanas Isis y Neftis, la figura adorada y reverenciada
por todos los egipcios, la divinidad bondadosa que gobernaba las estaciones y el
benéfico Nilo en provecho de los hombres.
LA TRAICION DE SET
No le fue demasiado difícil a Set terminar con la vida de su buen hermano,
el gran rey Osiris, a pesar de la constante vigilancia que mantenía Isis sobre sus
idas y venidas, ya que ella sí que conocía bien a su malvado hermano y no
confiaba en absoluto en sus manejos. Después de intentar una y otra vez
asesinarlo sin éxito, finalmente Set urdió un plan que le permitiera burlar a Isis y
así mandó construir una caja muy rica y bella, con el tamaño exacto de su
hermano. Con la caja en su poder, Set organizó una gran fiesta, a la que invitó a
Isis y a Osiris, junto a otros setenta y dos personajes, que no eran otros que sus
aliados en el siniestro plan. Terminada la fiesta, Set comentó que había ideado
un juego, consistente en ver quién de todos los presentes cabía mejor en aquella
magnífica arca, y para el afortunado había reservado un grandioso premio. Los
invitados probaron suerte, pero ninguno daba el tamaño adecuado, así que le
tocó el turno a Osiris y él sí que llenaba por completo el hueco de la caja, pero
no había tal premio, los presentes se abalanzaron en tropel y encerraron al rey
dentro de ella; luego la lanzaron al Nilo y el río arrastró la caja y su carga hasta
el mar. Isis salió en persecución del arcón y Neftis se le unió rápidamente en la
búsqueda, mientras Set y sus seis docenas de compinches celebraban
precipitadamente la supuesta victoria del usurpador. Las dos hermanas mientras
tanto, daban con la caja en la que había sido encerrado Osiris y comprobaban
que ya no era sino un despojo. Con sus tristes lamentos y llantos, las hermanas
conmovieron a los dioses y estos decidieron volver de nuevo a la vida al
infortunado Osiris, mandándolas que amortajasen su cuerpo embalsamado en
vendas, dando así la pauta para el posterior rito funerario, o que reuniesen sus
restos para poder insuflar de nuevo la vida en su destrozado cuerpo, según la
versión correspondiente.
HORUS, HIJO DE ISIS Y OSIRIS
También se cuenta en otros relatos sagrados, que el arca había salido al mar
cuando Isis llegó a la desembocadura del Nilo, y no terminó su viaje sino en la
muy lejana costa de Fenicia, yendo a dar contra un tronco que crecía al borde
mismo del Mediterráneo, muy cerca de la ciudad de Biblos. El árbol,
milagrosamente, creció en un instante, englobando el féretro flotante en su
tronco para darle el postrer cobijo.
Movido por el destino, el rey de Biblos vio aquel gigantesco árbol y mandó
cortar su tronco y con él ordenó construir una columna para su palacio. Pero Isis
supo también el portentoso hecho y reemprendió el viaje, hasta llegar a la ciudad
de Biblos, en donde pidió ser recibida por el rey, para hacerle saber la razón de
su penosa expedición. El rey escuchó el relato de la reina y ordenó
inmediatamente que le fuera devuelto el cajón en donde reposaban las restos
mortales del buen Osiris. Concedido su deseo y con el cajón en su poder regresó
sigilosamente a Egipto, no sin antes tratar de ocultar de la maldad de Set el
cadáver del infortunado esposo. Pero Set, señor de la noche y las tinieblas dio
con él y volvió a tratar de terminar con la amenaza que representaba Osiris,
haciendo que sus restos fueran dispersados por todo el inmenso e intransitable
delta del gran río. De nuevo Isis emprendió la búsqueda de los restos de Osiris
en los pantanos del Nilo y, uno a uno, reunió otra vez el cadáver. Cuando los
hubo conseguido, tomo la forma de un gran ave de presa y se posó sobre los
despojos, batiendo sus alas hasta que con su aire benefactor insufló una vida
renovada en Osiris. El esposo resucitado la tomó y la buena Isis quedó preñada
de Horus, el hijo que habría de vengar al padre asesinado y restauraría el orden
divino en Egipto. Pero, mientras llegaba el momento del nacimiento de Horus,
Isis se ocultó de Set en los pantanosos terrenos del delta del Nilo.
LA VENGANZA DE HORUS
Osiris retornó al reino de los muertos, pero ya había dejado su semilla en
Isis y de ella nació Horus felizmente en Jemnis. Con la presencia devota de su
madre fue educado en el mayor de los secretos, preparándose con esmero y
paciencia al sucesor del rey asesinado en su escondite del Delta, mientras la
mágica Isis le cubría con la impenetrable coraza de sus conjuros, esperando
hasta que llegase la hora de la venganza definitiva. Y esta hora llegó, pero la
lucha entre Set y Horus iba a ser larga y angustiosa; una pelea que aparecía no
tener fin, en la que uno y otro contendiente inflingían tanto daño como el que
recibían de su adversario. Tan penoso era el combate, que Tot, el dios de la Luna
y la divinidad del orden y la inteligencia, se apiadó de los combatientes e
intervino para mediar en la disputa, llevando a ambos ante el tribunal de los
dioses y haciendo comparecer también a Osiris, para que todos puedan oír las
razones de uno y otros. El tribunal sentencia que en la causa entre Set y Osiris,
sea Osiris quien recupere el reino que tuvo en vida, y añada a su corona la parte
del país que originalmente correspondió a su hermano y asesino. En la larga y
controvertida vista de la pugna entre Set y Horus, que duró nada menos que
ochenta años, los jueces celestiales terminaron por fallar el pleito sobre los
derechos sucesorios a favor de Horus. El hijo póstumo de Osiris recuperaba lo
que correspondía por su linaje: la sucesión en el trono de Egipto. Así el hijo era
reconocido por la divinidad como el soberano indiscutible, dentro de la tradición
clásica que adjudicaba a los reyes y a los reinos un sentido de voluntad divina.
Por estas dos sentencias Set pierde su poder, conquistado con malas artes, pero
no es castigado, sino apartado del mundo; Set pasa a ser también una divinidad
necesaria al ser acogido por Ra, divinidad solar, para que se ocupe en los cielos
de alternar la noche con el día y deje que sean los reyes los que gobiernen sobre
la tierra. Horus, a su vez, engendra cuatro hijos: Amsiti, Hapi, Tuemeft y
Kevsnef; aunque no se especifica con exactitud quien puede ser la madre, si es
que existe tal (hay quienes dicen que son hijos de Horus y su madre Iris). Estos
hijos, que acompañarán a Osiris en los juicios a los muertos, también cuidan de
los cuatro puntos cardinales, y se ocupan de velar por las necesidades y la salud
de las entrañas de Osiris.
LA LUCHA ENTRE DIOSES Y REYES
Como suele contarse en todos los mitos, una vez pasada la primera época
de armonía, las criaturas terrestres, los seres privilegiados creados por la sola
voluntad de Ra, dios supremo, se alzaron contra su señor. Eran las sucesivas
luchas a muerte entre los enemigos de la tierra y las comitivas celestiales, luchas
tan feroces que fueron desgastando las energías de Ra, hasta hacerle perder su
fuerza y babear. Con esa baba caída de su boca, Isis formó un barro, y con él
construyó el áspid que —colocado al paso del dios— envenenó a Ra. Hecho
esto, Isis se presentó ante el doliente herido, prometiendo el antídoto a cambio
de que la divinidad revelara su nombre secreto. Ra se resiste mientras puede
aguantar le dolor terrible, Ra trata en vano de eludir la respuesta, pues sabe que
el nombre de la cosa y el poder sobre ella son una sola cosa. Pero, al final y
vencido por el creciente dolor, Ra tiene que doblegarse y decir al oído de Isis ese
nombre que ahora también ella va a conocer, comunicándole con ese acto su
fuerza total. Una vez vencido por Isis, el debilitado Ra va a ser también el
blanco de otros ataques de los seres humanos, y su venganza, a través de la diosa
Sejmet, la mujer-leona que encarnaba a la guerra, es tan terrible que casi termina
con la humanidad, aunque es mayor el amor que siente por su obra creadora,
apiadándose de los azotados humanos justo a tiempo, al enviar una lluvia de
cerveza roja que cubre toda la superficie del planeta, confundiendo a Sejmet,
quien la toma por sangre y trata de saciar su sed de muerte con ella,
embriagándose con el rojo líquido de tal manera que deja de ejecutar la
sentencia de muerte que Ra había decretado para los humanos. Después de este
acto de compasión hacia sus desagradecidos hijos de la Tierra, Ra se retira para
siempre de todo lo relacionado con los asuntos de la gobernación, cediendo al
hijo de su hijo Chu, al buen Geb, representante divino del planeta, el poder sobre
el globo terrestre y quienes sobre él habitan, personas, animales o vegetales,
pero sin abandonarle a su suerte, ya que Ra se compromete a ayudarle con sus
consejos y perpetua vigilancia.
EL SABIO DIOS TOT
Ya hemos conocido a Tot cuando intervino en los pleitos divinos entre
Osiris, Horus y Set, llevando su arbitraje al tribunal de los dioses, pero queda
por definir su origen, su poder, ya que él era el ser que reinaba sobre todo el
Universo con su sabiduría y ponía en él el orden. Al gran Tot se le identifica con
la posesión de todos los conocimientos mágicos y se le considera inventor de la
palabra, creador de la escritura, el ser superior que manejaba los conceptos y
poseía, pues, el poder sobre los seres y las cosas inanimadas. Por ese orden, era
el dios natural de los muy importantes y omnipresentes escribas de Egipto, el
grupo de los más significados funcionarios de todo el reino, de los hombres que
contaban y relacionaban todos los actos, los que catalogaban las pertenencias de
reyes y señores, y los que narraban las crónicas de cada época. Tot, por su parte,
estaba encargado, como escriba de escribas, en hacer la relación de los reyes
presentes, pasados y futuros. El conocía el destino de los vástagos reales y
señalaba cuál de ellos reinaría por la voluntad de los dioses sobre todo el
imperio del Nilo y cuanto duraría su feliz reinado. Tot determinaba así todo lo
que estaba escrito (por su misma mano) que debía suceder, él era la
personificación misma del destino omnisciente. Desposado con Maat, diosa de
la justicia e hija de Ra, formaba un matrimonio que comprendía todo el ámbito
de la justicia, pues él la ejercía sobre los dioses y los seres vivos, y Maat presidía
el juicio de los muertos, junto a Osiris. También se presenta a Tot casado con
otras dos esposas de ascendencia divina, Seshet y con Nahmauit, se le
consideraba como el padre de otros dos dioses menores, Hornub, hijo habido
con la primera, y Nefer-Hor, en su unión con la segunda, y gozaba de un mes
con su nombre, consagrado a él, situado al principio de cada año.
AMON, REY DE LOS DIOSES
Si importante era el alma universal de Tot, Amón se convirtió en el rey de
los dioses desde la capitalidad de Tebas, en el dador del poder divino a los
faraones y en el dios único y oficial de Egipto, reemplazándose desde el trono el
culto al cansado y debilitado Ra en el transporte del disco solar a lo largo del
arco celestial. Amón, con un criterio coherente con la importancia del astro
solar, pasó a ser el dios de la vida, de la creación, de la fertilidad. Cuando
desaparecía en el cielo visible, Amón pasaba a iluminar la noche de los muertos,
el otro lado de la vida. Después, con el reinado de Amenofis (auto-rebautizado
Ajenatón), Amón fue sustituido por Atón, un derivado del dios creador, Atum,
que de dador de la vida original, fue a convertirse en la representación del sol de
Poniente y de allí, por voluntad del faraón, en el dios único. Pero aun cambiando
de nombre seguía siendo el mismo dios solar, y poco costó —a la muerte del
herético rey Ajenatónde— volverle el viejo nombre y las antiguas atribuciones,
para recuperar su identidad inicial de Amón y rebasar los límites del imperio
egipcio, siendo adoptado como dios supremo en los pueblos colindantes de
Libia, Nubla y Etiopía, convirtiéndose en dios oracular en su gran templo
situado en medio de las arenas desérticas de Libia. El gran Amón, casado con la
diosa Mut, tuvo un hijo, Jons, que pasó de ser una divinidad lunar secundaria, a
convertirse en permanente acompañante de su padre en las diarias travesías a
bordo de la barca solar. Con Mut y Jons, se completa el panteón tebano y se
cierra por completo la sagrada trinidad de los dioses de Tebas, a semejanza del
trío formado por Osiris, Isis y Horus.
EL IMPONENTE MUNDO DE LOS MUERTOS
Si grande era el poder de los dioses y casi tanto el de sus designados, los
faraones, el mundo de la muerte era, en definitiva, el que gobernaba la vida de
los humanos, ya que toda la vida se orientaba a cumplir con el costoso rito del
enterramiento, de la preservación del cuerpo del difunto y del acopio de los
muchos bienes que debían acompañarle en su marcha hacia la vida eterna.
Además de todo este cortejo de muebles, barcas rituales, imágenes del muerto,
efigies de los dioses menores y mayores, alimentos, libros de oraciones y
consejos, debía permanecer el cuerpo, tan intacto como se supiera hacer, porque
todavía no se había llegado a abstraer la idea del "alma", y sólo se identificaba la
posibilidad de la vida tras la muerte con la conservación del aspecto humano.
Por ello, en los enterramientos más privilegiados, se conservaban embalsamadas
por separado, junto a la momia igualmente embalsamada, las vísceras del
difunto, ya que no resultaba posible, por su rápido deterioro, mantenerlas dentro
del cadáver. Aquí jugaban un papel decisivo los cuatro hijos de Horus, puesto
que —al igual que hacían con las entrañas de Osiris— ellos cuidaban del buen
estado de las vísceras humanas y las protegían de cualquier peligro que pudiera
amenazarlas. Las cuatro se repartían sus cometidos de la siguiente manera:
Amsiti estaba al cuidado de la vasija que contenía el hígado; Hapi velaba por la
urna en donde se encontraba el pulmón; Tuemeft vigilaba el estómago del
difunto; y, finalmente, Kebsnef cuidaba del vaso en el que se conservaban los
intestinos. Pero no estaban solos los cuatro hijos de Horus en estas
trascendentales tareas de ultratumba, ya que Isis acompañaba a Amsiti; Neftis
estaba con Hapi; Tuemeft cumplía su misión junto a Neit, la diosa de las aguas
del Nilo; y Selket, divinidad del Delta y quien había criado al gran Ra, estaba
con Kebsnef.
LA JERARQUÍA FUNEBRE
Osiris, con Horus, Tot y Maat y sus cuarenta y dos asesores especializados
en las cuarenta y dos faltas que debían ser calibradas, (siete veces seis, un
número doblemente mágico), presidía las ceremonias del estricto juicio a los
muertos.Ante él se pesaban las buenas y las malas obras del difunto, el alma o
resumen de su vida, y se enjuiciaba esa relación de pecados o virtudes. Pero no
se terminaba el trámite con el pesado y defensa del difunto, tras esa primera
parte, se pasaba a contrastar si lo expuesto había sido cierto y todo lo enjuiciable
había sido sacado a la luz. La veracidad del juicio del alma era verificada con el
pesado minucioso y preciso del corazón, colocado en la balanza frente a una
leve pluma, y bastaba que ese corazón, fuera quien inclinase la balanza en su
lado para que se condenara al muerto en la verdadera prueba final, siendo
condenado a padecer todos los sufrimientos posibles, inmovilizado en la
oscuridad de su tumba, o inmediatamente devorado su cuerpo por una terrorífica
divinidad, Tueris, una criatura con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo
que aguardaba pacientemente al mentiroso. Si todo estaba a favor del difunto,
Osiris lo premiaba con el renacimiento y el paso a la vida eterna. Pero junto a él
estaban otras dos divinidades especializadas en el ciclo de la muerte: Anubis,
hijo de Neftis y Osiris, aunque criado y educado por Isis, y Upuaut, un antiguo
dios de la guerra. Los dos aparecen siempre con cabeza de chacal, o de perro
(especialmente Anubis) acompañando a Osiris en el trance del juicio como sus
primeros auxiliares. Eran dos seres acostumbrados a cuidar de los muertos, uno
por haber ayudado en su día a embalsamar el cadáver de Osiris, y el otro por
haber tenido que hacerlo en tantas ocasiones, cuando guiaba las expediciones
guerreras y debía cumplir el ritual con sus guerreros fallecidos en combate.
EL NILO Y SU GUERRAS
Aunque fundamental para la vida en Egipto, el gran río, el Nilo, no llegó
nunca a tener una divinidad que lo representase en el panteón nacional en
igualdad de condiciones con los demás dioses, y sólo contó con el dios Hapi,
que no era el mismo que oficiaba como hijo de Horus, ya que este tenía rasgos
híbridos de mujer y de hombre y lucía ropas de barquero del río, teniendo su
morada en una caverna cercana a la primera catarata, a más de mil quinientos
kilómetros de la desembocadura. Otras partes del río tuvieron casi más
importancia que Hapi, como fue el caso de la gran corriente de agua que
conformaba el río —Satis— representada por una mujer tocada con la tiara
blanca del alto Nilo y el arco y las flechas en sus manos, que era esposa de la
divinidad de la primera catarata —Jnum— un dios con cabeza de carnero,
aunque hay que precisar que fueron cuatro los distintos Jnum venerados sobre
las aguas del Nilo. También era esposa del Jnum de la primera catarata la diosa
Anukit, la divinidad que representaba el estrechamiento del río a su paso por las
gargantas rocosas de Filae y Siena, o el dios de los lagos —Hersef— que
aparecía a los hombres con el cuerpo de un hombre y la cabeza de un borrego.
Sabek con cabeza de cocodrilo, era la divinidad de las inundaciones
benefactoras, hijo de la diosa Neit, protectora de las tierras fecundas del Delta.
Para las tierras secas de Egipto existía también una divinidad masculina
específica, Minu, relacionada con la protección de los viajeros que cruzaban las
solitarias y calurosas arenas del desierto, y encargado también de la fecundidad
de los campos y el ganado. Nejbet, como mujer tocada con la tiara blanca, o en
forma de buitre que volaba sobre la cabeza de los reyes, era la diosa protectora
del Alto Egipto. Hathor, además de ser la vaca creadora de todo lo visible y la
protectora de las mujeres y la maternidad, también estaba situada en el lindero
entre las tierras fértiles y las secas, ofreciendo desde las higueras el agua y el
pan a los muertos que a su terreno se acercaban para hacerles saber que eran
bienvenidos.
DIOSES Y ANIMALES
Si la alegre y feliz Hathor tenía la forma de una vaca, su animal compañero
debía de ser el muy relevante dios Apis, el buey divino adorado desde los
primeros tiempos de la existencia de Egipto, aunque no llegase a su categoría
celestial. No es de extrañar esta representación animal puesto que todos los
dioses egipcios tenían una característica animal que generalmente portaban en
sus figuraciones en lugar de la cabeza humana, ya fuera una de halcón, como en
el caso de Horus; de chacal o perro, como la que distinguía a Anubis; de leona,
como la que personificaba a la diosa Sejmet; de vaca, como a veces llevaban Isis
y Neftis; de macho cabrío, como podían lucir Ra y Osiris; la cabeza de gato que
diferenciaba a Bastet y a Mut; la de ganso que era la de Amón; el ibis y el mono
que encarnaban al supremo Tot; el escorpión que representaba al espíritu de la
diosa Selket, o el fénix triunfal, que era la mejor forma de dar a conocer la
eternidad del alma de los dos grandes dioses Ra y Osiris. Pero el buey Apis, sí
era un verdadero animal, seleccionado entre sus congéneres de acuerdo con unas
marcas sagradas que debían exhibir, para servir de centro de su culto, era
cuidado en su templo de Menfis durante veinticinco años, si llegaba a alcanzar
tal edad, después era ahogado y momificado, para dar paso a su sucesor. Pero
junto a la magnificencia del buey Apis, no hay que olvidar al escarabajo
sagrado, al Jepri, representación viva y múltiple del dios del sol, y venerado en
todos los rincones de Egipto, siendo una de las representaciones más frecuentes
de la divinidad solar, que forma parte esencial de la civilización egipcia, y que
está inmortalizado entre los signos elegidos para el lenguaje escrito.
EGIPTO, CUNA DE RELIGIONES
Como hemos podido ver, en el entorno de la muy importante civilización
egipcia se genera gran parte de los conocimientos que van a formar parte de las
culturas mediterráneas. Como es natural, también en Egipto se genera gran parte
de los mitos recogidos posteriormente por los pueblos cercanos, por hebreos y
cristianos en la Biblia y por los musulmanes en el Corán. Egipto es la cuna del
génesis hebraico, es la primera cultura que trata de sintetizar la creación del
mundo y su barro original, queda aceptado para explicar también los distintos
credos que se elaboran a partir del suyo. Egipto es, sobre todo, la cuna
indiscutible del monoteísmo, del sucesivo dios único; desde Egipto, esta
proposición sale hacia el norte con los hebreos que vivían y trabajaban para los
faraones; los cristianos la retoman y los musulmanes la elaboran con nuevos
datos, conservando el núcleo de los relatos bíblicos y añadiendo los elementos
cristianos posteriores en su singular recopilación del relato de los libros santos;
también allí, con Set y Osiris, está el origen del mito de Caín y Abel como lo va
a estar el de María, en los primeros siglos del cristianismo,desde la diócesis de
Alejandría, como madre del Jesús niño, a la que se pasa a denominar Reina de
los Cielos, aprovechando el fervor que esta imagen despierta en los fieles
egipcios, manteniéndola igual a Isis cuando se la adoraba con su hijo—hermano
Osiris en los brazos como prueba de su continuo renacimiento. Más importante
todavía, la vida después de la muerte, es otra de las grandes ideas, tal vez la
fundamental, sobre las que gira el espíritu religioso egipcio, y esa promesa de
vida eterna, más aún, de una mejor vida para los justos.
LA GRAN CREACION DE LA MITOLOGIA EGIPCIA
Si se quiere buscar la mejor aportación de la mitología egipcia a las
religiones posteriores, hay que buscarla en la gran esperanza que conlleva su
sistema de enjuiciamiento de los seres humanos. La recompensa inmensa que los
sucesivos dioses únicos (Jehová, la Trinidad, Alá) van a ofrecer a los hebreos, a
los cristianos y a los musulmanes, es la misma que se describe en Egipto con el
relato del juicio de Osiris y la posibilidad de la eternidad feliz, al salir de su
contexto faraónico original se democratiza y se hace accesible a todos los fieles
por igual, o, más concretamente, se ofrece con mayor seguridad a quienes más
han sufrido, a quienes menos han poseído y disfrutado en esta vida terrenal,
siendo la de Osiris la primera idea que el hombre se forja sobre la existencia de
un ser superior que ha de juzgar los méritos y deméritos de cada uno de
nosotros. Con Osiris están sus cuarenta y dos asesores, y de ellos nace y se
fortalece la idea del pecado establecido, la regla de la religión exacta y canónica,
que toma cuerpo en los libros que en el futuro quieren ser norma inapelable.
Para los cristianos, las triadas de los dioses egipcios (Osiris, Isis y Horus, o
Amón, Mut y Jons) se consolidan y mantienen en el concepto trinitario de su
dios. Egipto, incialmente aislado por el desierto y los terrenos pantanosos del
Delta, se abre a los griegos y a los romanos ya través de Roma, su última
dominadora, tras la guerra entre los dos grandes rivales en la lucha por el
Imperio, Julio César y Marco Antonio, junto a Cleopatra, la reina griega de los
últimos días de su existencia independiente y grandiosa, termina por exportar al
Oriente cercano y al Occidente entero la base de su ideario mítico, cuando
parece que su poder ya se ha extinguido para siempre.
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