En una célebre obra del gran fabulista clásico Apuleyo se narra la atractiva
historia de un rey que tenía tres hijas. Las dos mayores estaban casadas y
gozaban de la estima y el respeto de sus maridos respectivos pero, la menor —
de nombre Psique—, permanecía aún bajo el mismo techo que sus progenitores.
La hermosura de la joven benjamina era superior a la de sus hermanas y al resto
de las muchachas del reino. Tenía muchos pretendientes que la admiraban y la
miraban con vehemencia, mas pasaba el tiempo, y nadie se atrevía a solicitarle
relaciones formales. El exceso de hermosura —si es que tal expresión se me
permite—, que detentaba la figura de la joven Psique, lejos de decidir a sus
solícitos enamorados, los espantaba; y ninguno se atrevía a pedirla en
matrimonio, pues todos temían el rechazo de la bellísima muchacha. La
preocupación de los padres de Psique iba en aumento, y el anhelo por casar a su
hija menor crecía de día en día. Por fin, decidieron acudir al oráculo en busca de
consejo y ayuda. La respuesta que recibieron de la sibila encargada de transmitir
el mensaje del oráculo los dejó, al mismo tiempo, perplejos y asustados.
Y es que Psique, vestida con sus mejores galas, tenía que ser conducida
hasta la cumbre casi inaccesible de un lejano monte, y abandonada a su suerte.
Con harto dolor de su corazón, los padres de la hermosa muchacha
cumplimentaron, hasta en los más mínimos detalles, la orden del oráculo.
Bañaron el esbelto cuerpo de la joven, lo ungieron con humectantes aceites y
olorosos perfumes, la vistieron como a una novia y, una vez conducida hasta el
lugar indicado por el oráculo, la abandonaron.
CEFIRO VIENTO
El viento bonancible que provenía del Oeste era siempre bien recibido por
los antiguos pues, en su buenandanza, siempre arrastraba tras de sí buenos
augurios, y mejores nuevas, que iba depositando en todo tiempo y lugar. Se le
conocía con el nombre de Céfiro y estaba considerado, además, como uno de los
más fieles mensajeros de los dioses.
Según el relato de los hechos, Psique se hallaba ahíta de soledad, temor y
temblor —pues el oráculo también había predicho que un monstruo vendría a
buscarla—, en la nebulosa cumbre de aquella desconocida montaña a la que la
habían traído sus progenitores, cuando llegó el viento Céfiro —que cumplía una
orden de Eros/Cupido, dios del amor— y, con suavidad, la envolvió entre su
bruma para transportarla hacia otro lugar mucho más hermoso y luminoso; la
muchacha tuvo miedo a lo desconocido, no pudo resistir la impresión, y se
desmayó. Mas, después de un tiempo prudencial, Psique despertó y no acertaba
a salir de su asombro, pues se hallaba en una gran sala de paredes relucientes,
adornadas con fino marfil y pulido mármol. Echada sobre un lecho de plumas,
Psique aparecía con el semblante apacible y sereno; su cuerpo era todavía más
hermoso que en todos los instantes anteriores de su vida. La tranquilidad de
aquel idílico lugar sólo era interrumpida por misteriosas voces que avisaban a
Psique de que eran sus sirvientes y se ponían a su disposición. Cuando la
muchacha quiso saber dónde se hallaba, le respondieron que en el más hermoso
de los palacios del más grande de los amadores que hasta entonces hubiera
conocido. Observó, también, una vez hubo salido de su asombro, que ninguna de
las puertas tenía cerradura, y que todas se abrían a su paso; por tanto, considero
Psique que no se hallaba prisionera, lo cual la reconfortó considerablemente.
LA NOCHE MÁS HERMOSA
Muy poco duraba el día en aquel suntuoso palacio y, cuando llegó la noche,
y ya la hermosa joven se había recogido en sus aposentos, sintió junto a ella la
presencia sutil de un enamorado que la llenó de caricias y la colmó de ternura:
era Cupido. Este, a preguntas de Psique sobre su personalidad, rogó a la hermosa
muchacha que se conformara con gozar de su presencia y con estar a su lado,
pero que no tratara de desvelar el misterio de su vida. No obstante, la
recomendación más encarecida de Cupido a su amante Psique fue la de que no
tratara de ver nunca su rostro pues, de lo contrario, se romperla todo lazo entre
ambos y una gran desdicha los alcanzaría.
Cupido siempre abandonaba aquel nido de amor cuando llegaba el alba y,
aunque a Psique le hubiera gustado tenerle a su lado también durante el día, sin
embargo, respetaba las razones de su misterioso consorte y no se le pasaba ni
por la imaginación desatender las recomendaciones de aquél.
Había transcurrido tanto tiempo desde que la joven Psique saliera de la casa
de sus padres que, un buen día, le entraron ganas de visitarlos. En cuanto tuvo
ocasión, se lo consultó a Cupido y, éste, desaprobó la pretensión de su
compañera. Pero, como Psique no escuchaba de labios de Cupido razón alguna
que la convenciera de lo contrario, volvió a insistir sobre la conveniencia de
viajar hasta la casa de sus progenitores. Cedió por fin Cupido y, su joven y
hermosa mujer, fue a visitar a su familia.
EL ROSTRO DE UN EFEBO
No bien hubo llegado Psique a la casa de sus padres, cuando ya toda su
familia estaba esperando a la hermosa muchacha, para agasajarla y para oír
directamente de sus labios todo aquello que hasta entonces consideraron
rumores infundados.
Sus progenitores repararon que el aspecto de la joven era aún más radiante
que antaño, cuando les cupo la obligación cruel —derivada de su consulta al
oráculo— de abandonarla en un lejano e inaccesible monte. Sus padres y sus
hermanas se alegraron de ver tan sana y tan llena de vida a la bella Psique, y se
maravillaron de todo cuanto le había acontecido; escuchaban con gran atención
los diversos relatos que la joven iba hilvanando de forma espontánea y, sus
hermanas — acaso por efectos de la envidia que iba prendiendo en ellas, a
medida que Psique daba más detalles de lo que le había acontecido—, instaron a
la muchacha a que viera el rostro de su esposo, y le argumentaban que acaso no
se dejaba ver porque tenía una cara monstruosa y horrorosa, tal como ya había
adelantado el oráculo en su mensaje. Picada por los torcidos juicios de sus
hermanas, Psique aceptó la lámpara que ellas le dieron y prometió encenderla en
el momento oportuno para, así, desvelar de una vez por todas aquella espe cie de
secreto que su querido marido guardaba tan celosamente. Además, ya Psique
estaba harta de pasar el día a solas, sin la dulce compañía de su esposo, y
pensaba que conociendo su fisonomía le obligaría a permanecer todo el día en el
suntuoso palacio que les servía de morada. Y es que el amor que Psique/Alma
profesaba a Eros/Cupido, avivaba en ella el deseo de verle a la luz del día, de
fijar sus ojos en su figura, la cual se le antojaba a Psique muy hermosa.
DESPEDIDA
Llegó el día de su partida y, la hermosa muchacha, se despidió de los suyos
entre bromas y veras y les aseguró que siempre los llevaría en su recuerdo. No
sin cierta zozobra, emprendió el largo camino hasta el palacio de su misterioso
esposo. Aún era de día cuando llegó, por lo que sólo los sirvientes salieron al
encuentro de Psique. Esta se encerró en su aposento a la espera de la llegada de
la noche, que le traería el más valioso de los regalos, es decir, la presencia de su
querido esposo Cupido, al que ya la joven Psique echaba mucho de menos.
Efectivamente, con inusitada precisión, en cuanto Helios/Sol llegó a su
ocaso y las sombras de la noche se extendieron por doquier, la hermosa
muchacha sintió a su lado la presencia cálida de su querido esposo que, pleno de
ternura, le mostraba una vez más las mieles del amor. Pasaron los primeros
momentos de fogosidad y la calma vino a adueñarse de ambos protagonistas;
mas, mientras uno dormía felizmente satisfecho, el otro fingía descansar. Pasó
un tiempo prudencial y Psique, decidida a llegar hasta el final con su plan,
encendió la lámpara que sus hermanas le regalaban para semejante menester.
Dirigió la mortecina luz hacía el lado en el que yacía confiado su esposo y, al
momento, vio junto a sí el cuerpo y el rostro hermoso, de uno de los más jóvenes
y bellos efebos que imaginarse pueda. Nerviosa y aturdida, ante la inesperada
visión, Psique no pudo evitar que de su lámpara cayera una gota de aceite
hirviendo que fue a estrellarse en la misma cara de Cupido. Este despertó al
instante y desapareció como por ensalmo.
AMOR AUSENTE
Desde el instante mismo en que Psique vio la cara de Cupido, ya no volvió
a conocer momentos de dicha ni de felicidad. Ya no moró en el antiguo palacio,
ni le sirvieron doncellas y, lo que fue peor aún, perdió a su amor, que no era otro
que el Amor con mayúscula, es decir, un monstruo, como el propio oráculo
había predicho, pues abandonaba a vivir solitarios a quienes previamente había
enseñado la dulzura de vivir en compañía.
Narran las crónicas que, a raíz de los desgraciados sucesos reseñados, la
joven Psique se vio sola y vagando por el mundo sin que nadie la ayudara en su
infortunio. La propia Venus —diosa del Amor—, que siempre había sentido
celos de la hermosa muchacha, aprovechó esta ocasión que le brindaba el
destino y obligó a Psique a realizar tareas y trabajos desagradables, duros y
difíciles para que su hermosura se ajara y se agostara. Y, así Psique se vio
sometida a vejaciones tales como perseguir carneros salvajes para esquilarlos y
cardar e hilar su lana; hacer montones con semillas de diferentes plantas para, a
continuación, separarlas por clases y especies; llenar de agua pesados cántaros, o
voluminosas cántaros, en fuentes guardadas por gigantescos dragones que
espantaban con sus bocanadas de fuego a toda criatura que osara acercarse, etc.
EL OSCURO REINO DE HADES
Pero, con todo, la más desagradable tarea que Venus impuso a Psique
consistió en obligar a la muchacha a bajar al Tártaro, a los dominios abisales de
Hades/Plutón, para recoger de manos de Perséfone —mujer, a la fuerza, del dios
de los Infiernos, pues la había raptado cuando la joven, acompañada por la ninfa
Liana, recogía flores en las selvas sagradas de Sicilia— un frasco de la Juventud
que, en ningún caso, debería abrir la joven recadera, ni tampoco aspirar sus
esencias.
Cuando ya se hallaba en el camino de vuelta, la muchacha no pudo resistir
la tentación y abrió el frasco de las esencias; al instante se esparció por el aire un
extraño perfume que tenía la propiedad de adormecer a toda criatura viviente. La
propia Psique sufrió aquellos nefastos efectos y, en unos momentos, quedó
sumida en un profundo sueño del que nunca despertaría por sí misma. Fue
entonces cuando Cupido, que todavía seguía enamorado de la bella Psique,
acudió en su ayuda y, al verla dormida, la pinchó con sus flechas para
despertarla al Olimpo para rogar al poderoso Zeus que le permitiera hacerla su
esposa. Aunque Psique pertenecía a la raza de los mortales, el rey del Olimpo
concedió a Cupido los favores que pretenda y, éste, se casó con la hermosa
Psique que, desde entonces, gozó del Amor de Cupido y alcanzó la inmortalidad.
También, y por mediación del propio Zeus, la bella diosa Venus se reconcilió
con Psique.
Artistas clásicos, y de todos los tiempos, han plasmado en sus obras el mito
de Cupido y Psique. Esta aparece, con relativa frecuencia, dibujada con cara de
niña y tocada con unas alas de mariposa; en torno a ella, cual imágenes vivas del
propio Cupido revolotean pequeños amorcillos que impregnan al conjunto de un
encanto lúdico.
HERO Y LEANDROS
La historia mítica de la célebre pareja, formada por Hero y Leandros, se
forjó en la oscura noche de los tiempos, cuando el embravecido océano se tragó
la vida de uno de los dos amantes para, llegada la mañana y la calma, arrojar su
cuerpo a los pies del otro que ya desesperaba ante su ausencia. El dios Neptuno,
dueño y señor de las aguas, ¿cómo permitiría tan execrable crimen? Acaso los
mortales no deban fiarse de los dioses pues, en realidad, nada malo hacía
Leandros cruzando cada noche el mar, para reunirse con su amada Hero, y
retornar al lugar de origen cuando el alba era llegada.
El relato de los hechos lo narra el gran cantor Ovidio con la fuerza lírica
que le caracteriza. La tragedia de Leandros y Hero comienza, no obstante, de
forma feliz. Aquél era un joven valeroso que vivía en una ciudad situada en el
lado asiático del estrecho de los Dardanelos. Mientras que la segunda era una de
las más hermosas sacerdotisas que formaban la corte de la diosa del amor, y
vivía en otra ciudad situada en la zona europea del estrecho. Ambos se querían
por encima de fronteras convencionales o geográficas y hacían todo lo posible
por reunirse diariamente.
LA TEMPESTAD
Era Leandros quien, henchido de valor, cruzaba a nado cada noche las frías
aguas del Helesponto para encontrarse con su amada. Esta, desde la otra orilla,
mantenía siempre avivada la llama de un farol, colocado en la torre más alta de
su propia morada, para orientar a su amante. Mas, una noche tormentosa, en la
que el mar aparecía embravecido, y soplaba un viento huracanado, el farol de
Hero se apagó y la muchacha no pudo encenderlo. Mientras tanto, Leandros
nadaba sin rumbo alguno, y era zarandeado con fuerza por el temporal hasta
que, cansado y exhausto, se ahogó sin ver la luz que, en vano pretendía encender
su amada. A la mañana siguiente, Hero se hallaba en la atalaya atisbando el
horizonte y como intuyendo un mal presagio, cuando descubrió, allá abajo, el
cuerpo exánime de su amado flotando sobre aquellas fatídicas aguas. La joven
no pudo sobreponerse a su desdicha y, presa de desesperación, con el sólo
propósito de reunirse con su amado, se tiró al mar desde la alta torre en que se
hallaba subida, y se ahogó.
LEYENDA DE FAON Y SAFO
En la mítica isla de Lesbos vivía un viejo de piel arrugada y enjuta, y tan
lleno de achaques, que parecía imposible conocer su edad. Su nombre era Faón
y tenía una barca con la que se ganaba la vida transportando personas y enseres
hasta las cercanas costas de Asia.
En cierta ocasión, se acercó a la barca de Faón una mujer de aspecto
avejentado, que cubría su desmirriado cuerpo con sucios harapos, y que venía a
solicitar los servicios del anciano barquero, pues tenía necesidad de pasar al
Continente cuanto antes. Faón, que había tomado a aquella mujer por una
pordiosera necesitada, se prestó a socorrerla en todo lo posible y, no sólo la
acomodó en su barca, sino que también la ayudó pecuniariamente para que, así,
pudiera seguir su camino. El viejo Faón recibió a cambio una cajita con
ungüento que, al decir de la extraña mujer, era una especie de elixir de la
juventud, pues tenía la propiedad de volver tersa y joven la piel de quienes se lo
aplicaran. No hizo mucho caso el viejo barquero a las palabras de la
desconocida, pero aceptó su regalo con muestras de agradecimiento.
FAON EL JOVEN
De regreso con su barca hacía Lesbos, Faón, acaso para matar el
aburrimiento, decidió aplicarse en su arrugado rostro aquella maravillosa crema
—siguiendo las instrucciones de la pordiosera— y su asombro fue mayúsculo
pues, al instante, la piel de su cara se trocó tan lisa y llana como la de un niño,
Probó a embadurnarse todo el cuerpo y, en unos momentos, se volvió tan lozano
y joven como un efebo. Se preguntó, entonces, quién sería la mujer indigente
que había llevado en su barca y llegó a pensar que se trataba de alguna deidad,
pues tanto poder no podía ser detentado por persona mortal alguna.
Efectivamente no andaba muy descaminado Faón en sus apreciaciones, ya que
aquella mujer que transportó en su barca era la mismísima diosa Venus, que se
había disfrazado de menesterosa para probar la sensibilidad del barquero ante la
desgracia ajena.
Pasó el tiempo y todas las mujeres se enamoraban de aquel hermoso joven
en que Faón se había transformado. Pero hubo una, en especial, que intentó
conquistar el corazón de Faón porque se había enamorado de él; se trataba de la
joven y hermosa poetisa Safo.
MORIR DE AMOR
Sin embargo, Faón hacia oídos sordos a toda pretensión y, cansado de
recibir tanto agasajo por parte de las muchachas de Lesbos, decidió abandonar
aquella región y establecerse en Sicilia. Pero, Safo, que ya no podía soportar la
ausencia de aquel amor, hasta entonces no correspondido, siguió a Faón hasta su
actual residencia y, una vez allí, le declara su amor y le recita suaves odas y
tiernos versos, compuestos por ella misma, por ver si así consigue ablandarle el
corazón. Mas, Faón el joven, se vuelve cada vez más arisco y desprecia sin
contemplación alguna el amor de la desdichada Safo, la cual decide poner fin a
su vida a causa de tanto desamor y desaire por parte del orgulloso efebo; la
muchacha sube decidida hasta la cima de una peña del monte Léucade y, sin
pensárselo dos veces, se arroja al mar desde lo alto para desaparecer, al instante,
entre las oscuras aguas del agitado océano.
Todo Lesbos lloró la muerte de Safo y, en su memoria, se erigieron templos
por toda la isla, en los que se le rendía culto y se le ofrecían sacrificios rituales,
cual si de una deidad se tratara. Además, se acuñó moneda con la efigie de la
desdichada muchacha, como recuerdo de su auto-inmolación en aras del amor
fallido.
Entre las capas populares de Grecia creció la admiración por aquella
muchacha que había sido capaz de morir de amor. Y, entre la población culta, se
valoraron y recitaron sus odas y elegías, especialmente aquellas que tenían como
tema principal la pasión amorosa. Incluso su nombre figuró al lado de las nueve
musas y, el halo de lirismo que desprendían las composiciones de tan singular
poetisa, se extendió por todos los rincones de la isla de Lesbos. Por doquier se la
veneraba a causa de sus versos cargados de sensibilidad y henchidos de ardor y
pasión, lo cual llevó a la población a considerarla como la "décima musa".
LEYENDA DE ALCIONEO
Existen varias versiones a propósito de la personalidad de Alcioneo y muy
poco se parecen unas a otras, A nosotros nos interesa, de manera especial, la
historia amorosa de Alcioneo, por ser la que más cuajó, y la más conocida, entre
amplios grupos populares de la antigüedad clásica. Sin embargo, conviene que
enumeremos algunas otras versiones del mito de Alcioneo que también son
relativamente conocidas.
Por ejemplo, hay dos versiones de la leyenda de Alcioneo que lo presentan
como un ser desproporcionado, como un gigante. Su valor y fortaleza eran de tal
calibre que, según la leyenda, se atrevió a plantar cara a los dioses y a librar con
ellos cruentas batallas. Se le reconocía como líder y caudillo de los hijos de
Gea/Tierra y Urano/cielo, es decir, de los Gigantes. Su talla era descomunal, y
estaba dotado de una resistencia física difícil de abatir. Hasta tal punto que,
como narran las crónicas, los propios dioses tuvieron que pedir ayuda al gran
héroe Hércules/Heracles. Este entabla con el gigante una dura lucha, que
comienza en un solitario lugar del istmo de Corinto, y consigue traspasar su
fornido cuerpo con una enorme flecha impregnada en la sangre venenosa de la
Hidra de Lerna —monstruo de innumerables cabezas que, apenas eran cortadas,
volvían a reproducirse— pero, curiosamente, el gigante Alcioneo no sufre daño
alguno; antes bien se levanta reconfortado y vuelve a la lucha. Arranca dos
enormes peñascos de la tierra y los lanza contra Hércules con la intención de
aplastarle, pero no lo consigue porque el avisado héroe había huido hacia la
región de Beocia pues, según le había informado la diosa Atenea, era el único
lugar en el que se podía vencer a Alcioneo. Las dos enormes piedras quedaron
delimitando el istmo de Corinto, como prueba de la lucha entre tan feroces
contrincantes. Ciertas narraciones de la presente leyenda, identifican al gigante
Alcioneo con uno de los numerosos ladrones que, por aquel tiempo, merodeaban
y operaban en el istmo de Corinto.
PERSECUCION
Detalles aparte, lo cierto es que Alcioneo persiguió a Hércules hasta Beocia
y allí lo atacó rabiosamente. Aunque otras versiones explican que fue Hércules
mismo quien trasladó a hombros a Alcioneo desde Corinto hasta Beocia para,
así, poder acabar con él, puesto que en la región del gigante no era posible darle
muerte, ya que la Tierra —su madre— lo hacía revivir de nuevo.
La lucha entre ambos colosos tuvo un desenlace fatal para Alcioneo que, en
cierto modo, ya se encontraba bastante debilitado por efecto del veneno que
contenía la flecha que llevaba aún clavada en su cuerpo. El héroe Hércules se
mostró implacable para con su enemigo y, en cuanto vislumbró signos de
abatimiento en él, le lanzó un enorme y certero mazazo —pues la maza era uno
de los atributos que caracterizaban al héroe Hércules, y una de sus más temibles
armas—que acabó con la vida del temible gigante Alcioneo. En realidad, parece
inexplicable que los dioses del Olimpo tuvieran necesidad de aliarse con un
mortal como Hércules, para poder vencer al gigante Alcioneo; mas, así son
narrados los hechos en la época clásica. Se dice también que, en cuanto las hijas
de Alcioneo se enteraron de la muerte de su padre, decidieron arrojarse al mar y
convertirse, así, en criaturas marinas, especialmente en peces alciones —nombre
con que se conoce, también, al Martín Pescador—; de entre todas las hijas de
Alcioneo fue Palene, convertida en agua de sus otras hermanas, quien vivió de
forma muy especial la muerte de su padre. Ante tan nefasta noticia, la muchacha
se vio invadida por el dolor y la desesperación más agudos y, no pudiendo
sobreponerse a la pérdida de su padre Alcioneo, se tiró al mar y, al instante,
quedó convertida en un escamoso y escurridizo alción.
VENGANZA CRUEL DE HERA
No obstante, hay un relato de la vida de Alcioneo que apenas tiene nada en
común con lo hasta aquí expuesto. Según una tradición griega, Alcioneo era un
hermoso joven que moraba en la ciudad de Delfos, famosa porque en ella tenía
su sede el oráculo de Apolo.
En una de las montañas cercanas a la mítica ciudad de Delfos había una
caverna oscura que servía de refugio a un monstruo de enormes proporciones y,
al que la población temía porque, según una tétrica leyenda, raptaba a los niños
de los contornos para chuparles la sangre. Al parecer, el bestial monstruo era la
personificación de una antigua doncella que, asediada con insistencia por Zeus,
consintió yacer con el poderoso rey del Olimpo, lo cual provocó la ira de la
celosa Hera — esposa de aquél— quien, de forma fulminante, convirtió a la
infeliz doncella en el horroroso monstruo Síbaris.
LA FUENTE DE SIBARIS
Era tal el daño que aquel terrible animal infligía a la población de Delfos
que, como último recurso, decidieron consultar al oráculo de Apolo. Este
respondió que, para aplacar al sanguinario Síbaris, había que llevarle un joven
efebo de la ciudad de Delfos, y abandonarlo a la entrada misma de la pestilente
madriguera del monstruo, para que fuera sacrificado por éste. El joven elegido
fue Alcioneo que, sin protesta alguna por su parte —puesto que tal era la
recomendación de la sibila—, se dejó conducir hasta el lúgrube lugar señalado
por el oráculo.
Cuando la comitiva había llegado a la entrada de la gruta, salió de entre los
presentes un muchacho joven, llamado Euríbato, que se ofreció a ser canjeado
por Alcioneo, pues se había enamorado de él apasionadamente. Todos los aquí
congregados se quedaron perplejos ante la petición del muchacho y, sin más
preámbulos, aceptaron su ofrecimiento. Euríbato sutituyó a Alcioneo, como
víctima propiciatoria y, al ver que este último le miraba con temura, y que de sus
ojos caían lágrimas de agradecimiento, pensó que el amor todo lo puede y, en
vez de dejarse morir pasivamente, penetró con decisión en la hedionda cueva y
atacó al monstruo. Lo arrastró hasta la salida y aplastó su disforme cabeza contra
el saliente de una roca; la bestia reculó como por ensalmo y se precipitó para
siempre en la hon dura abismal de la gruta. Nunca más se supo de Síbaris pero,
en el lugar en que Euríbato le estrelló su cabeza, nació un manantial del que
brotaron las más frescas y cristalinas aguas de toda la región de Delfos. En
memoria de todos los hechos allí acaecidos se llamó aquel lugar Fuente de
Síbaris. Y, más tarde, cuando los Locros —pueblo al que pertenecía Euríbato—
se establecieron definitivamente en Italia, fundaron una cuidad a la que, en
recuerdo de la efeméride reseñada, pusieron por nombre Síbaris.
ANAXARETA: CORAZON DE PIEDRA
Otra de las leyendas clásicas que se hicieron populares en los vetustos
tiempos míticos, fue la de Ifis y Anaxáreta. El primero era un muchacho joven y
lleno de vida que cometió el error de enamorarse de la segunda. Anaxáreta
despreció siempre a Ifis y rechazó, con insistencia, toda pretensión de
transformarse en amante del muchacho.
Ambos jóvenes eran chipriotas y, Anaxáreta tenía por antepasados a
importantes personajes históricos, tales como Teucro, considerado como el
fundador de Salamina de Chipre. La joven era tan orgullosa, que no sólo hacía
oídos sordos a los ruegos de su abnegado admirador, sino que también se
mofaba de él en cuantas ocasiones se le presentaban.
Un aciago día, el muchacho, perdida ya toda esperanza de ser, no ya
aceptado por Anaxáreta, sino escuchado, tomó una radical determinación y se
ahorcó en el dintel de la puerta misma de la casa en la que su despreciativa
amada moraba. Más, se da el caso, que no por ello sintió la joven chipriota dolor
o misericordia algunos; antes al contrario, los relatos del luctuoso suceso
explican que Anaxáreta dio muestras de una sorprendente pasividad ante la
aparatosa muerte de quien había sido su más contumaz pretendiente. Como si la
muchacha tuviera el corazón de piedra, exclamaban sus conciudanos.
Tanto es así que, al pasar el entierro del joven Ifis, la muchacha
contemplaba el cortejo desde su ventana con toda tranquilidad. Entonces, Venus
—la diosa del amor—, irritada ante la frialdad, y la ausencia de sentimientos, de
que hacía gala Anaxáreta, convirtió a ésta en una estatua de piedra.
EL AMOR DE PIGMALION
Acaso una de las leyendas de amor más inverosímiles y extrañas de la
época clásica, sea la de Pigmalión y su estatua favorita. Según la tradición
popular, Pigmalión era un soberano cretense muy aficionado a la escultura: todo
su tiempo libre lo dedicaba a labrar la piedra, hasta que un día halló que había
esculpido una figura femenina tan hermosa que ya no pudo separarse nunca de
ella. Hasta rogó, e invocó, a los dioses del Olimpo que le permitieran casarse
con aquella estatua de piedra que, por lo demás, era una fiel imitación de la
diosa Venus y, por eso mismo, tenía que ser la diosa quien decidiera lo que había
que hacer al respecto.
Pasaba el tiempo y Pigmalión se sentía cada vez más atraído por aquella
efigie que consideraba su obra maestra. Estaba ya como trastornado y pedía
insistentemente a la propia Afrodita/Venus que le buscara, para hacerla su
esposa, una mujer idéntica a la que él había hecho de mármol. Un día que
Pigmalión se hallaba ensimismado mirando aquella obra maestra observó que se
movía y que —¡oh, prodigio!—, bajaba de su pedestal de mármol y se acercaba
a su hacedor con la misma prestancia de un ser vivo. Sin salir de su asombro,
Pigmalión se vio en brazos de aquella mujer que era una réplica fiel de la
estatua que él había esculpido. ¿Que había sucedido?; pues que la diosa
Afrodita/Venus había decidido dar satisfacción a Pigmalión y, para ello, nada
mejor que convertir su estatua en una mujer real, a la que se la impondrá el
nombre de Galatea. Después de los sucesos reseñados, Pigmalión y Galatea se
casaron, vivieron felices y tuvieron una hija llamada Pafo; ésta era tan bella que
hasta el propio Apolo la pretendió.
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