miércoles, 3 de abril de 2019

MITOLOGÍA LITUANA

Lituania, viejísimo país desde hace poco nuevamente independiente, comprendía, la
región situada alrededor del Niemen medio y de la parte baja del Vilija, tierras que
por el Oeste, son bañadas por el mar Báltico. Pueblo cuya antigüedad se pierde en los
siglos más remotos, como las vascos, los albaneses y los osetes del Cáucaso del
Norte, su pasado no es más conocido que el de éstos, puesto que no aparece en la
historia antes del siglo XIII. Cuanto se puede conjeturar, pues, sobre él, antes de esta
fecha, es su origen ario y la mencionada antigüedad; y ello, a causa de estar su lengua
primitiva estrechamente emparentada con el sánscrito. Luego, su historia hasta fines
del siglo XVIII en que Lituania fue casi enteramente anexionada por los rusos, fue una
serie de luchas con los caballeros Teutónicos al Oeste; y al Este y Sur, con los
tártaros: más un período de apogeo en el siglo XIV aprovechando la anarquía en que
estaba el pueblo ruso.
Tras la fugaz reaparición después de la Primera Guerra Mundial (1918), víctima
de la codicia de rusos y alemanes Hitler empezó por arrancarle brutalmente Memel
(en 1939), Lituania pasó de unas manos a otras, sufriendo, además de incontables
destrucciones, dos «depuraciones» rusas (una en 1940 y otra en 1944), durante las
cuales, más de 250.000 personas fueron deportadas; y una alemana que exterminó a
300.000. Se calcula en 200.000 el número de lituanios que pudieron escapar. Todo
para una población de poco más de dos millones de habitantes a la que, claro, no fue
difícil humillar por sus colosos vecinos.
El cristianismo no hizo su aparición en Lituania hasta mediados del siglo XIII.
Precisamente con el pretexto de imponerlo, los citados caballeros Teutónicos
recorrían a sangre y fuego el país. Pero, durante este medio siglo y todo el siguiente,
el XIV, la nueva doctrina, no hizo mella en el paganismo primitivo de los lituanios. En
algunas regiones este paganismo resistía aún al catolicismo en la época de la
Reforma. Y como al imponerse al fin fue destruyendo sistemáticamente cuanto
recordaba a la religión antigua, no se sabe de ésta sino lo que posteriormente han
dicho de ella los cronistas católicos. Según éstos así eran las primitivas creencias del
tan perseguido país.
Parece ser que los lituanos, que en tiempos remotos habitaron la región de la
antigua Prusia, carecían en principio de la noción de Dios. De pronto, consideraron y
veneraron, como tal, a todas las criaturas y fenómenos que les sorprendían o
atemorizaban; y a las que, por el contrario, creían favorables y benéficas. Ello les
llevó a rendir culto al Sol, a la Luna, a las estrellas, al trueno y a ciertos animales, y a
ciertos bosques, campos y aguas que consideraban sagrados, en los cuales no se podía
ni pescar en éstas, ni trabajar o hacer leña en aquéllos. La santidad de los bosques
sagrados era tal, que no tan sólo no se podía cazar en ellos, cortar leña, sino que un
hombre perseguido que conseguía refugiarse allí, estaba salvado. Este culto a los
árboles era normal si se considera que suponían unida a ellos la vida y la suerte de las
criaturas. Así, si tras la muerte de un hombre el árbol que había amado no se secaba,
era porque el alma del difunto había pasado a él. Y que las almas seguían viviendo
allí lo probaba el murmullo de hojas y ramas al ser movidas por el viento.
Cuando, más tarde, los católicos, los derribaban, se asombraban los lituanos de no
ver correr la sangre de los árboles sacrificados y de las raíces arrancadas.
Consecuencia al ser cortado un árbol particularmente venerado, donde moría el árbol
nacía la leyenda. Cuando el obispo Juan I, gran maestre de los caballeros de la Cruz,
ordenó derribar cierta encina, bajo la cual los lituanos se reunían para hacer sus
plegarias, se empezó a decir (Como lo atestigua Simón Grunau en su crónica) que tal
encina estaba tan cubierta de hojas y éstas tan verdes en invierno como en verano. Y
esto, a causa de que los espíritus que moraban en ella hacían el prodigio. Antes aun,
en 1258, otro obispo, Anselmo, dio orden de cortar otra encina sagrada. Según la
leyenda, el hacha sacrílega hirió al hombre a quien se había encomendado el
sacrilegio, matándole. Entonces el obispo empuñó él mismo el acero, pero en vano. Y
hubo que quemarla, puesto que el hierro no hacía mella en ella. El muérdago que
crecía en ciertos de estos árboles era el mejor talismán. El hombre que llevaba con él
una ramita, no solamente no podía ser herido, sino que estaba seguro de alcanzar con
su flecha a aquel contra quien la lanzaba «muérdago de la suerte».
Otro árbol, el sauce, era también adorado. Y su culto duraba aún a principios del
siglo XIX. A esta veneración va unida la leyenda de Blinda (palabra que en lituano
quiere decir precisamente sauce). Blinda era una mujer que poseía una particularidad
extraordinaria: podía dar a luz hijos, no solamente del modo natural, sino «por sus
manos, sus pies, su cabeza y demás partes de su cuerpo». La Tierra acabó por
envidiar fecundidad tan prodigiosa, y un día que Blinda cruzaba un prado que
acababan de regar, sus pies se hundieron en el suelo. La Tierra se apresuró a
sujetarlos, y de tal modo, que Blinda, incapaz de moverse se transformó en árbol.
Una bula del papa Inocencio III reprochaba a los lituanios la manía de rendir
culto a los animales. Otro antiguo cronista, Duisburg, escribe que este culto alcanzaba
«hasta a los sapos». Los alces, esos ciervos enormes de los países nórdicos con astas
como palas, eran objeto de una adoración particular, pues eran considerados como
servidores de dios y guardados en bosques especiales. Los uros, raza de bueyes
salvajes, hoy extinguida, eran patrones protectores del pueblo lituano, y su piel era
llevada por los guerreros al combate, como el amuleto más seguro. Según ciertas
creencias, se encuentran vestigios del antiguo culto a los perros, a causa de
suponérseles capaces de predecir el porvenir. Los animales de color blanco (caballos,
cabras, etc.) se consideraban como particularmente sagrados y eran ofrecidos en
sacrificio a los dioses. Los pájaros eran también para ellos seres superiores capaces
de predecir lo futuro. Ni que decir tiene que aparecieron al punto brujos, magos o
sacerdotes encargados de interpretar sus predicciones. Pero entre todos los animales,
ninguno tan venerado como la culebra. No había lituanio que no tuviese una en su
casa. Que era entronizada por el mago con todas las de la ley, y luego cuidada y
estimada como protectora de la casa.
En cuanto a las almas de los muertos, si unas iban a los árboles, otras pasaban a
los cuerpos recién nacidos, o al de animales diversos. También podían permanecer
entre los vivos compartiendo su vida con ellos. Por ello la costumbre de echar algo de
comida y bebida bajo la mesa, para alimentarles. Una leyenda cuenta, que en cierta
ocasión, varias almas, tras haberse enterado de lo que pasaba en el otro mundo,
volvieron a éste y se lo dijeron a cierto pariente. Cuando, a su vez, éste murió,
encontró expedito el camino que tuvo que recorrer para llegar adonde le estaba
destinado. Solía creerse, en efecto, que muchas almas iban a lugares cerrados con
puertas que era preciso saber abrir. Estas moradas últimas, tenían nueve puertas.
En ciertas tribus era también creencia corriente que, antes de ir al otro mundo, el
alma de cada difunto debía presentarse ante el gran sacerdote del fuego. Y el culto de
este elemento ocupaba un puesto tan importante en el paganismo lituanio, que le
costó a la Iglesia mucho trabajo desterrarle. En 1370 el patriarca Filoteo llamaba a los
lituanios adoradores impíos del fuego. Parece que no hace mucho aún, cuando las
mujeres de aquel país encendían los braseros, decían a modo de plegaria: «Santo
fuego: danos paz y alegría». Y, por supuesto, la incineración era la forma preferida
entre todos los ritos funerarios. Cuando con la nueva religión se empezó a enterrar los
cadáveres con vistas a la resurrección final, en vez de quemarlos, se formó la
siguiente leyenda: Un hijo había enterrado el cuerpo de su padre, pero el muerto no
hallaba paz en la tierra: los gusanos le devoraban. Le desenterró y le puso en el hueco
de un árbol: pero las abejas y moscas le importunaban continuamente. Entonces le
puso sobre una pira y le quemó. Luego, el hijo preguntó a su padre si ya estaba bien,
y éste respondió: «Al fin duermo dulcemente como en una cuna».
También la adoración de los cuerpos celestes era práctica importante entre los
lituanos. Como en este idioma el Sol (sanie) es palabra del género femenino, y, en
cambio Luna (ménuo), del masculino (igual que entre los germanos), el Sol era la
mujer o la novia y la Luna el marido o el novio. El país del Sol, estaba en la comarca
santa y feliz, es decir en Oriente (país de los antiguos lituanios), de donde salía en
una carroza centelleante tirada por un caballo de oro, otro de plata y otro de diamante.
En ella recorría el Mundo (plano y redondo), se acercaba por la tarde al mar, para
bañarse, y luego volvía a su palacio. La Luna era el dios soberano de la noche y el
ordenador del tiempo. Marido inconstante, no quería seguir a su esposa, el Sol, por
estar enamorado de la Estrella de la Mañana. A causa de ello, el dios Perkimas, la
cortaba con su afilada espada. La Estrella de la Mañana y la de la Tarde, figuran en
multitud de canciones de indudable origen mitológico Los demás astros eran hijos del
Sol y de la Luna, y llevaban en el Cielo una vida parecida a la de los hombres en la
Tierra. La Vía Láctea era llamada Paukscin Kelias, el Camino de los Pájaros. Y la
Tierra «la que hace levantarse las flores», o la «portadora de flores». La Tierra era
también considerada como protectora de los hombres y de su trabajo, y a causa de
ello venerada. Tenía innumerables hermanos, los Zampatis, cada uno de los cuales
protegía la casa de un hombre.
Igual que, como entre los eslavos, los lituanos tuvieron dos mitologías, o dos
religiones. Una rudimentaria religión del pueblo concretada en creencias y leyendas,
y otra superior especie de religión organizada a base de una jerarquía de dioses
mayores. Al llegar el cristianismo, ésta, que era la religión más aparente, bien que no
la más extendida, fue la primera que sucumbió. Y como los principios del catolicismo
fueron impuestos por los caballeros de la Cruz, espada en mano, no es de extrañar
que no se sepa casi nada del Olimpo lituanio. A causa, de ello hay que conceder
crédito a los antiguos cronistas, que, tampoco fueron muy explícitos. Se sabe por
ellos que entre los dioses lituanios mayores, tres eran particularmente venerados:
Patrimpas, Pikulas y Perkunas. De esta «trinidad», Patrimpas era el «dios del mar y
del agua»; el que, además, «daba al hombre cuanto necesitaba para satisfacer sus
necesidades más esenciales». Este doble papel, se explica teniendo en cuenta que
cierta filosofía primitiva consideraba al agua como la sustancia de donde provenían
todos los seres orgánicos; como el principio de toda naturaleza viviente (¡qué
pensamiento más científico!). Dueño Patrimpas de un elemento nobilísimo, base de
toda vida, era una divinidad elemental fuente generosa de la eterna juventud y del
crecimiento perpetuo de hombres, animales y plantas. Se le representaba, ora como a
un joven con la cabeza coronada de espinas; bien como una culebra, de cabeza
humana, que se erguía en espiral. Su emblema era un vaso lleno de agua, cubierto con
una gavilla de espigas y que servía de morada a una serpiente. Se le ofrecía ámbar.
Según ciertos cronistas, hubo un tiempo durante el cual se inmolaban en su honor
niños pequeños.
Pikulas era el dios del mal, del odio y de la muerte. Él era el encargado de hacer
caer a los hombres en todos los males y de que asimismo les sobreviniesen toda
suerte de calamidades y desgracias. Solía aparecerse, con frecuencia, a los humanos,
bajo los rasgos de un viejo de cara pálida mirada dura, y barba blanca. De presentarse
a alguno tres veces seguidas, era que alguna calamidad le rondaba. Sólo un sacrificio
en su honor podía evitarlo. Lo peor era que a veces pedía sangre humana. Su morada
era el Infierno. No obstante hay una leyenda en la que el endiablado Pikulas, por
amor, dejó de ser malo. Leyenda inspirada en la griega de Demeter y Perséfone.
Kruminé, reina y diosa, tenía una hija de maravillosa belleza llamada Nijola. La
amada vio un día una flor hermosísima, raro nenúfar que salía del agua, en el río que
corría junto al castillo de su madre. Y corrió a por ella. Pero al meterse en el agua,
poco profunda en aquel sitio, el lecho del río se abrió súbitamente, y se la tragó.
Kruminé, inconsolable, la buscó por el mundo entero. Al volver tan llena de lágrimas
y suspiros como cuando había partido, trajo con ella, no obstante, a falta de hija, lo
que había aprendido en su viaje: a cultivar la tierra, arte que enseñó a los lituanos.
Labrando sus súbditos un campo, Kruminé encontró una piedra en la que estaba
grabado el destino de su hija. Sabiendo entonces lo que había sido de ella, corrió al
mundo subterráneo de Pikulas, decidida a arrancarle a su hija. Pero al llegar vio con
sorpresa que Nijola, vuelta inmortal, estaba feliz y rodeada de hijos que se echaron
cariñosamente, a los pies de su abuela. Kruminé permaneció mucho tiempo en unión
de su hija. Cuando al fin volvió a la Tierra la encontró cambiada: ya no había
enfermedades, guerras ni hambre. Por todas partes reinaba la paz, la prosperidad y la
concordia, y todo era felicidad y alegría. Pikulas, por amor, se había vuelto bueno.
En cuanto a Perkunas, era el Júpiter tonante de los lituanos. El rey de los dioses
del Cielo y de la Tierra y el amo de la naturaleza. Los letones llamaban a Perkunas
Debbes bujo tajs («el que bate el tambor de los ciclos»). También era llamado
Vezzajs, o Vezzajs Tehvs (Viejo, o Padre Viejo). Aun hoy parece ser que cuando
truena, los campesinos lituanos dicen: «Es el viejo que murmura», o «El Viejo está
siempre allí», así hasta la divinidad más terrible ni parecía a los lituanios espantosa,
ni remota siquiera. Cuando las nubes negras amenazaban dejar caer granizo, decían,
«Perkunas, padrecito, no castigues mi campo y te daré una buena mitad de puerco
salado», ya que a fuerza de tocar el tambor al dios le entraba un hambre atroz.
Entre las divinidades secundarias estaban: Praamzis, divinidad, la más antigua,
dios del destino de hombres y dioses, que gobernaba el universo. He aquí una leyenda
a propósito de este dios que vuelve a recordar la del Diluvio Universal.
Contemplando Praamzis la Tierra cierto día, desde la ventana de su palacio, vio que
el mal la llenaba enteramente. Todo eran guerra, asesinatos, injusticias y crímenes.
Decidido a acabar con tanto mal, envió dos monstruos: el Agua y el Viento. Ambos,
cayendo sobre la Tierra, que era redonda y plana como un taler, la cogieron entre sus
manos y a fuerza de sacudirla durante doce días y doce noches, acabaron casi con
todos los seres. Praamzis, al asomarse otra vez a la ventana de su jardín, para tirar las
cáscaras de una nuez que se estaba comiendo, vio a un puñado de animales, que en
unión de varias parejas de hombres, se habían refugiado en la cima de la más alta de
las montañas, con la esperanza de que el agua, al menos, no llegase hasta allí. Como
ésta subía y subía, lleno de piedad escupió una de las cáscaras junto a ellos, que se
apresuraron a embarcarse. Pero como los elementos desencadenados amenazaban a
cada instante hacerles zozobrar, los llamó y volvió a encadenarlos. Vuelta la
normalidad, hombres y animales partieron en todas direcciones, menos una pareja
que se quedó allí y dio origen al pueblo lituanio. Pero como esta pareja eran muy
viejos y no podían tener hijos, tristísimos, pensando que nadie podría heredar sus
bienes ni nadie les daría las honras fúnebres debidas, a su muerte, rogaron a
Praamzis, que les envió a Linksminé, la Consoladora. Ésta les aconsejó que saltasen
por encima de los huesos que había en la tierra. Así lo hicieron y de cada salto de él,
salió un niño; de cada salto de la mujer, una niña. Doce fueron los saltos. No
pudieron dar más porque la alegría y la emoción se lo impidieron. Pero de aquellas
doce parejas salió el pueblo lituano.
Ukapirmas era la divinidad del tiempo. Virsaitis protegía las casas y los bienes
materiales. Kovas era el dios de la guerra. Tenía como emblema ora el caballo, ora el
gallo. Le ofrendaban armas que colgaban en la rama sagrada de cierto árbol. Ragutis,
aunque a primera vista parece el dios de la comida, lo era de la bebida (vinos,
cerveza, hidromiel). El día de su fiesta su imagen era llevada de un pueblo a otro en
un trineo. Gardaitas era el dios de vientos y tempestades. Los marineros se acordaban
de él, cuando estaba en peligro. Krugistxz el Vulcano lituano. Praurimé era la diosa
del fuego sagrado. Laimé era la divinidad de la dicha; Pilvité, la diosa de la riqueza,
del bienestar y de la prosperidad. Grubité, la diosa de la primavera y de las flores.
Verpeja, la Parca lituana. Cuando un hombre nacía, Verpeja empezaba a tejer el hilo
de su vida. Al final de este hilo había una estrella. Cuando el destino quería que el
hombre pasase al reino de Pikulas, la estrella se apagaba, caía, rompía el hilo y el
hombre moría.
Los Dievaitis, dioses inferiores o hijos de dios, eran también numerosos. Había, el
dios de las enfermedades, representado por una gran culebra. El diosecillo del amor,
que era, como siempre alado. El dios de los campos arados. El dios del umbral,
protector de las casas. El dios de la alarma de guerra. El dios del eco. El dios de
caminos y veredas, protector de los caminantes. Había, en fin, un diosecillo o espíritu
protector de los pinos, que habitaba en las raíces de uno de estos árboles y que
protegía especialmente a los hombres que eran desgraciados. Este dios mandaba en
numerosos espíritus subterráneos, especie de gnomos, enanitos barbudos que robaban
oro y plata a aquellos que les eran antipáticos para dárselo a los que, por el contrario,
les gustaban.
Los lituanos honraban a estas divinidades menores dejándoles al pie de los
árboles pan, cerveza y otros alimentos. También existía en el Panteón lituano
semidioses o héroes legendarios. El más famoso era quizá Kestutis, hijo del Gran
Duque, el cual, enamorado de cierta bella llamada Biruté, la raptó y la hizo su esposa
en pleno siglo XIV. Este sacrilegio tenía que ser fatal a Lituania. Así ocurrió, que el
hijo de ambos, Vitautas, fue el último gran soberano del país. Aunque pagana, Biruté
era venerada como una santa. Y se dice que aún a comienzos del siglo XX los
aldeanos de aquel país iban en peregrinación a la pequeña capilla que en su honor
existía en Palanga.

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