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martes, 2 de abril de 2019

El monje con las lágrimas

Herman Hesse

Cuando yo era novicio, cierto monje me contó una historia de un fraile. Un día
estaba rezando ante un altar, y el Señor le dotó de tal modo de la gracia de las
lágrimas, que humedeció hasta el suelo. Entonces (luego se demostraría que fue por
influencia del Diablo) un fatuo sentimiento de gloria se apoderó de él, de modo que
se dijo a sí mismo: «¡Oh, ojalá alguien viera cuán agraciado estoy!».
Pronto se mostró aquél que le había inspirado esto, se paró a su lado y miró sus
lágrimas muy compadecido. Pero apareció en la figura de un monje negro. Alzando
los ojos, el orador, a partir de un terror interno y por la negrura del vestido, se dio
cuenta de que el otro era un diablo y el causante de su presunción; y ahora echó con
la virtud y con el signo de la cruz a quien había llamado con su pecaminosa vanidad.
Por tales peligros, Dios ordena a los oradores encerrarse en su camarín a puertas
cerradas, lo cual significa eludir los elogios humanos.

La penitencia del noble

Herman Hesse

Cierto caballero llamado Heinrich, de Bonn, participó una vez en nuestros
ejercicios cuaresmales de contrición. Regresado a su tierra, se encontró un día con
nuestro abad Gevard y le dijo:
—Señor abad, vendedme la piedra que está entre tal y cual columna de vuestro
oratorio; por ella os daré todo lo que me pidáis.
—¿Para qué la necesitáis? —preguntó el abad.
—Quiero colocarla en mi cama —contestó aquél—. Pues tiene la propiedad de
que un insomne no necesita más que poner su cabeza en ella para dormirse de
inmediato.
Eso se lo había infligido el Diablo durante aquella penitencia cuaresmal: toda vez
que al ir a la iglesia para rezar y se sentaba en aquella piedra, le asaltaba el sueño. De
modo similar, un noble que había estado en Himmerode con el mismo fin penitente,
habría dicho:
—Las piedras del oratorio del convento son más blandas que todas las almohadas
de mi casa.

De la desventaja del predicar

Herman Hesse

Durante una festividad, el abad Gevard, antecesor del actual, nos dio una
prédica en el cabildo. Entonces se dio cuenta de que los más, sobre todo algunos
convertidos, estaban durmiendo e incluso roncando. De pronto exclamó a viva voz:
—¡Oíd, hermanos, oíd! Os contaré un cuento nuevo y bonito. ¡Había una vez un
rey llamado Arturo… —pero en vez de proseguir en este punto, dijo—, mirad,
hermanos, qué triste! Mientras hablaba de Dios os dormíais. Pero en cuanto comienzo
a narrar frivolidades, todos despertáis, aguzáis los oídos y atendéis.
Yo mismo estuve presente en aquella oportunidad.

De la tentación de lo prohibido

Herman Hesse

Hay en la diócesis de Colonia dos familias nobles, orgullosas y poderosas por
su grandeza, fortuna y fuerza. Una de ellas proviene de Bachem, la otra de
Gürzenich. Una vez hubo entre ellas unas querellas tan violentas y mortales, que
nadie —ni siquiera su propio obispo— pudo calmarlas; antes bien, las hostilidades
volvían a estallar una y otra vez en forma de robos, asesinatos e incendios. Y los de
Gürzenich erigieron en el bosque de sus tierras una casa sólida, no por miedo a los
enemigos, sino para juntarse todos en ella, hacer un alto y combatir a los otros aún
más encarnizadamente en ataques conjuntos. Tenían un siervo llamado Steinhard, a
quien le habían confiado la llave de la fortaleza.
Pero éste, incitado por el diablo, les envió en secreto un emisario a los contrarios
y les prometió entregarles a sus amos junto con la casa. Sin embargo, los de Bachem
temían una traición y dieron poca importancia a sus palabras. Pero después que les
hubo enviado el emisario otra vez y luego una tercera, llegaron un día armados y, por
temor a una trampa, en gran número, y esperaron al siervo cerca de la casa. El traidor
salió a verlos y, cuando continuaron mostrando recelos, los convenció quitándoles las
espadas a sus señores, que estaban durmiendo dentro de la casa, y llevándolas afuera.
Los hombres armados prorrumpieron en la casa y mataron a todos; tal cual se lo
habían jurado, al siervo lo acogieron entre ellos. Más adelante este miserable,
preocupado por su abominable acción y lleno de miedo, se dirigió a la Santa Sede,
confesó su culpa y se le impuso una penitencia adecuada. Pero sucumbió al tentador y
no cumplió su penitencia. De nuevo fue corriendo a la sede del Papa y asumió otra
penitencia que tampoco cumplió. Esto se repitió varias veces. Ahora el padre
confesor le tomó aversión a aquel sujeto; quería desembarazarse de él, y al ver que
seguía igual, le dijo:
—¿Conoces algo que puedas asumir como penitencia y además cumplirlo?
—Jamás he podido comer ajo —contestó el hombre—. Sé con seguridad que si el
castigo por mis pecados fuera comer ajo, jamás lo quebrantaría.
El padre confesor respondió:
—Ve, y en el futuro, y como castigo por tus grandes pecados, jamás te estará
permitido comer ajo.
El hombre abandonó la ciudad, vio unos ajos que crecían en un jardín, y por
designio del Diablo comenzó a desearlos en el acto. Se detuvo, los miró y se vio
fuertemente tentado. Las ansias crecientes le impidieron seguir su marcha, aunque no
se atrevía a coger el ajo prohibido. ¿Qué más he de decir? Al final, la seducción del
paladar fue más fuerte que la obediencia; el hombre entró al jardín y comió. ¡Cuán
extraño! Mientras el ajo le había estado permitido, por bien cocido y preparado que
estuviera, jamás había podido probarlo; pero ahora lo comía, en contra de la
prohibición, crudo e inmaduro. Tras haber caído tan lamentablemente en la tentación,
regresó muy embarazado a la curia y narró lo que había hecho. El padre confesor lo
rechazó entonces con gran indignación y le prohibió que siguiera molestándolo. No
sé qué ha sido finalmente de ese hombre.