El poeta
Hesíodo cuenta dos veces el mito de Prometeo: una en el poema
de la Teogonia y otra en Trabajos y días. Es muy insólito que
un autor épico vuelva a tratar en sus obras un mismo tema, y
debemos preguntarnos por qué vuelve sobre él. Podemos observar
que en la segunda ocasión añade algunos detalles más al
episodio del mito que le interesa especialmente: la creación de
Pandora, la primera mujer, castigo impuesto por Zeus a los
hombres, beneficiados por el robo del fuego por Prometeo. En
el relato de Trabajos y días el poeta se interesa menos en narrar
la actuación del taimado Prometeo y más en contar las desdichadas
consecuencias que tuvo para los humanos, con la entrada
en escena de Pandora. (Otros autores que relatan el mito de
Prometeo, como Esquilo y Platón, han omitido ese episodio
final, el de la creación de la mujer, que en Hesíodo reaparece
contado con gran énfasis.)
Como es muy interesante el relato con sus detalles, veámoslo
tal como lo cuenta el viejo poeta (en Trabajos y días, pp. 50 y ss.):
Encolerizándose le dijo Zeus el amontonador de nubes (a Prometeo):
«Japetiónida, tú que sobre todos destacas en entender.de astucias,
te regocijas de haber robado el fuego y burlado mi entendimiento,
¡gran desdicha para ti mismo y para los hombres futuros! A ellos, a
cambio del fuego, yo les daré un mal con el que todos se gocen en su
ánimo, encariñándose en su propia desgracia.»
Así habló, y rompió a reír el padre de los dioses y los hombres. Y al
muy ilustre Hefesto le mandó que a toda prisa hiciera una mezcla de
tierra y de agua, que le infundiera voz y hálito humanos, y hermosa figura
de muchacha para que en su rostro seductor se asemejara a las
diosas inmortales. Y que luego Atenea le enseñara sus labores: a tejer
la tela de fino trabajo. Y que sobre su cabeza derramara la áurea
Afrodita la gracia y un irresistible anhelo y seductores encantos. E insuflarle
un ánimo cínico y un carácter voluble le encargó a Hermes, el
mensajero, el matador de Argos.
De tal modo habló y los otros dioses obedecieron al soberano
Zeus.
Al punto del barro moldeó una figura de candorosa doncella el
ilustre Patizambo, de acuerdo con los designios del Crónida. La vistió
y engalanó la diosa de ojos glaucos Atenea. Sobre su pecho dispusieron
las divinas Gracias y la venerable Persuasión collares de oro. Y
las Horas de hermosas melenas la coronaron con flores de primavera.
De ajustar a su cuerpo el tocado encargóse Palas Atenea. Y el mensajero
Matador de Argos implantó en su pecho falsedades, palabras de
engaño y un voluble carácter a instancias de Zeus, de sordo retumbo.
Infundióle el habla el heraldo de los dioses, y llamó a esta mujer Pandora.
Porque todos los moradores del Olimpo le dieron su don, desdicha
para los hombres comedores de pan.
Luego, una vez que hubo armado su trampa aguzada, irresistible,
envió el Padre hacia Epimeteo al ilustre Matador de Argos, el veloz
mensajero de los dioses, llevándole el obsequio. No recordó Epimeteo
que le había advertido Prometeo que jamás aceptara un regalo
de Zeus Olímpico, sino que se apresurara a devolverlo al punto,
para que no les sucediera algún desastre a los mortales. En aquel
momento lo aceptó, y sólo lo advirtió cuando ya tenía encima la desgracia.
El caso es que antes vivían en la tierra las tribus de los hombres lejos
de los males, tanto del penoso trabajo como de las dolorosas enfermedades,
que aportan la muerte a los humanos. Pero la Mujer, al
alzar con sus manos la gran tapa de su tinaja, los esparció y a los hombres
les procuró terribles males. Sola quedó allí, dentro, la Esperanza,
entre las densas paredes de la jarra, sin asomar por sus bordes, y
no salió volandera por la boca, pues antes cayó sobre ella la tapadera
de la tinaja (de acuerdo con el designio del amontonador de nubes,
Zeus).
Ahora innumerables calamidades van y vienen entre los humanos.
Llena está de males la tierra, y lleno el mar. Las enfermedades de día y
de noche a su capricho visitan a los hombres, y en silencio infligen sus
daños a los mortales, puesto que el providente Zeus les negó el habla.
Conque de ningún modo es posible zafarse del plan de Zeus.
Me ha parecido conveniente recordar el texto de Hesíodo
porque nos permite advertir bien los detalles en los que la creación
de esta primera mujer se distingue del episodio paralelo
del Génesis bíblico. Pandora es, como se ha dicho más de una
vez, la Eva griega, pero una vez observada esa semejanza de partida
(en ambos casos la mujer aparece después que el hombre, y
es la causa de los males para los humanos), es muy fácil observar
las diferencias, teniendo a la vista el texto hesiódico.
Por lo pronto, notemos tres bastante significativas. En primer
lugar, mientras que Yahvé crea a Eva porque no le parece
bueno para el hombre que esté solo, aquí los hombres ya existen
como una comunidad y Zeus crea a la mujer como un castigo,
o una especie de trampa en contrapeso a la aportación prometeica
del fuego. Segundo punto: mientras Eva es sacada de
una costilla del propio Adán, Pandora es una creación artificial
de los dioses, adornada con sumo esmero, es un ser más refinado
y complejo que los hombres desde su misma fabricación divina
como una criatura que —gracias a Afrodita— suscita el
apasionado deseo y que —gracias a Hermes— posee una peculiar
astucia y encanto, que es, a la par, gracia y capacidad de seducción...
En tercer lugar, se le ofrece a Epimeteo como un regalo,
y tal como va vestida, compuesta y alhajada es como una
novia, que lleva como presente de bodas su fatídica jarra de
males. En esos puntos está lejos de la Eva bíblica, mucho más
simple y menos refinada. Pandora es un producto muy bien
elaborado, planeada y construida como una muñeca animada
de interior peligroso, y de exterior muy atractivo, tanto por su
propia belleza corporal como por lo muy engalanada que
viene.
Es un ser menos natural que el hombre, en cuanto el relato
hesiódico muestra cómo está construida con fino arte, es decir
téchne, tanto por parte de Hefesto como de Atenea. Viene muy
programada para seducir y producir pasiones, pero también
para manejar con destreza el telar, ocupación esencialmente
femenina en el mundo griego. Posee, pues, unas aptitudes eróticas
y domésticas innatas, en virtud de esa colaboración de
varias divinidades en su compleja creación.
Pandora entra en la sociedad humana por un descuido de
Epimeteo, el hermano tonto de Prometeo, que la acepta, como
esposa sin duda (aunque eso no se diga). Es un mal amable,
una desdicha con la que se encariñan los hombres, un don ambiguo.
Así en el mito de Prometeo queda integrado un tercer
factor cultural; a la invención del sacrificio y la recuperación
del fuego se añade la introducción de la mujer en la familia por
el matrimonio.
Observemos que Hesíodo cuenta muy deprisa, y bastante
mal, el episodio de la famosa jarra de los males. Se trata de un
motivo mítico bien conocido, y el poeta puede permitirse ser
muy sucinto. El auditorio debía suplir lo que aquí falta: que la
jarra era un regalo taimado de Zeus y que la mujer por su natural
curiosidad iba a quebrantar la prohibición de no levantar su
tapa y derramar su contenido. Todo tabú en los cuentos está
hecho para ser violado. Y Zeus había previsto todo el final de
la historia. El poeta subraya muy bien que todo se realiza de
acuerdo con el plan de Zeus. (Lo que, de algún modo, exime
de parte de culpa a la ambigua Pandora.)
El motivo mítico de la famosa jarra o tinaja —que a partir
de la versión latina de Er asmo quedó convertida en «la caja de
Pandora»— ha tenido múltiples ecos en la tradición literaria
y plástica occidental. (De ellos se ocupa el detallado y bien
organizado estudio de Dora y Erwin Panofsky La caja de Pandora.
Aspectos cambiantes de un símbolo mítico, trad. esp. Barcelona,
1975.) Me parece más interesante ahora apuntar cómo,
en el romanticismo, Goethe dio una nueva versión, totalmente
opuesta a la del «misógino» Hesíodo, de la figura de Pandora,
la bella primera dama, la primera hipóstasis helena de ese
«eterno femenino» que el autor de Fausto enaltece expresando
no sólo un anhelo personal, sino también el espíritu de la época.
No intento seguir el rastro de las interpretaciones de Pandora
desde los griegos a los románticos —y me salto por tanto
ecos tan curiosos como La estatua de Prometeo de nuestro Calderón
y la Pandore de Voltaire—, sino que voy directamente a
glosar muy deprisa la significación del drama de Goethe El retorno
de Pandora (de 1808).
Aunque la obra quedó inconclusa, como otros intentos de
Goethe de tema griego, resulta muy interesante considerar el
argumento, por lo que tiene de reinterpretación del mito, cambiando
su sentido. Es una interpretación subversiva en lo que
afecta a los valores del mismo y muy especialmente al papel de
la mujer, considerada a una luz enteramente positiva, como un
elemento de belleza y esperanza sobre el belicoso mundo prometeico,
salvadora y pacificadora de un mundo violento en su
progreso despiadado. Era la tercera vez que Goethe se ocupaba
del mito de Prometeo, que le obsesionó muchos años, y esta
vez, ya con edad muy avanzada, lo leyó en una nueva clave. Me
limito a resumir la trama y a dar algunas indicaciones sobre su
sentido histórico. Comentar el texto en detalle no es propio de
este momento, pero el lector observará las innovaciones del
autor alemán en la recreación dramática.
Comenzaba la obra mostrando en escena a Epimeteo, solitario
en su vela nocturna. En un monólogo inicial el Titán evocaba
su relación con Pandora, que fue el amor que colmó su
vida, y que se ausentó después, dejándole melancolía y nostalgia.
En el diálogo con Fileros, el hijo de su hermano Prometeo
vuelve a recordarla. De ella tuvo dos hijas: Elporé (Esperanza)
y Epiméleia (Solicitud). La primera partió con su madre hacia
el mundo celeste. La segunda cuida al viejo padre. Alguna vez
acude Ekporé a su lado y le habla de la esposa ausente. Luego
aparece Prometeo, cuyo carácter rudo y decidido contrasta con
el de Epimeteo. Es el Titán de la acción frente al soñador. Prometeo
ha establecido su reino entre los hombres, fundado en el
trabajo de los metales y en el afán de progreso material. Sus
mejores súbditos son los obreros metalúrgicos, fabricantes de
instrumentos y de armas de guerra. El progreso técnico se realiza
a través de la guerra. En este primer acto se escenifica luego
el conflicto amoroso entre Fileros, hijo de Prometeo, y la
dulce Epiméleia maltratada por él, pero al final se reconcilian y
la Aurora anuncia su feliz matrimonio.
El segundo acto (del que sólo tenemos un esbozo) habría
representado el regreso de Pandora. Traída por el carro de Helios
desde Oriente, llegaba un arca maravillosa, que quedaba
en la escena. Prometeo pedía su destrucción, pero Fileros se
oponía. Al coro de herreros y guerreros, fiel a Prometeo, se enfrentaba
un coro de campesinos y pescadores, favorables a
conservar y abrir el bello cofre. Y Epiméleia profetizaba que
abriéndolo entenderían mejor los hombres el sentido de la vida
y lograrían un mundo mejor. En ese momento de máxima tensión
surgía esplendorosa la bellísima Pandora. Prometeo queda
solo en su terca oposición, y triunfa el partido de Epimeteo.
Toda la escena final está impregnada de simbolismo avanzando
hacia un happy end.
Mediadora entre los dioses y la humanidad, Pandora toma
al fin la palabra y, tras dar gracias a los dioses, prepara a los
hombres para la revelación del santo misterio del arca. Ésta se
abre y deja ver un templo cuyo interior está velado. El velo se
alza y deja ver por un instante a la multitud los poderes divinos
de la Ciencia y el Arte, que la cortina vuelve a ocultar. La unidad
definitiva de lo verdadero y lo bello, del conocimiento y la
creación artística, es la esencia misma de la religion goethiana:
es un misterio inconcebible al profano, inteligible sólo para los
iniciados; es la ley del mañana, la religión de la bella cultura
humana que va a suceder al realismo prometeico.
Tras de haber instituido entre los humanos el templo visible
de la religión de la Belleza, Pandora consagra como sacerdotes
del nuevo culto a la pareja feliz de Fileros y Epiméleia, en la
que se resuelve armoniosamente el dualismo y la disonancia
que simbolizan Prometeo y Epimeteo... Pandora «remonta de
nuevo hacia los dioses, llevando consigo a Epimeteo rejuvenecido.
Es la redención del idealista desdichado, viejo y cansado,
pero que, sin embargo, esperó hasta el fin y, finalmente, llegó al
puerto de la sabiduría suprema y de la felicidad gracias a la intercesión
del eterno femenino. La redención de Epimeteo forma
así, de algún modo, un correlato de la de Fausto» (H. Lichtenberg).
Si como obra de teatro El regreso de Pandora no ha cosechado
mucho elogios de la crítica, pues se trata en efecto de un
drama sobrecargado de simbolismos y alegorías, y falto de
auténtico nervio, nos parece muy significativo desde el punto
de vista de la reelaboración, o manipulación, del material mítico.
Ese drama es interesante en dos sentidos: en relación al
mito mismo y en relación a la propia vida de Goethe. Veamos
unas notas al respecto.
Goethe se acerca ya a los sesenta años cuando lo escribe, en
una época de melancolía, tras la muerte de su amigo. Schiller y
la invasión de Weimar por las tropas de Napoleón. Ve ya lejos
sus amores juveniles y borrosas sus ilusiones sobre el destino
de una Alemania de progreso ilustrado.
Vuelve al mito que le había obsesionado ya antes, pero con
un enfoque distinto, con un lirismo nostálgico. Reivindica ahora
la figura de Epimeteo, el soñador, el amante abandonado de
Pandora, solitario en el crepúsculo de su vida. Ya no puede, ni
quiere identificarse con el díscolo y soberbio Prometeo, su
héroe de antaño. Frente al Previsor progresista, rebelde contra
los dioses, prefiere el poeta al hermano torpe, al Retrasado,
Ep¿- m eteo, «el que piensa después». Culpable y cómplice de la
entrada de la mujer en el mundo, el envejecido Epimeteo tiene
aquí su momento de gloria. En la misma medida en que Pandora,
prototipo de una ingenua mujer fatal, no es ya vista como el
origen de las desdichas, sino, como prototipo del Eterno Femenino,
la introductora del Ideal, de la Belleza, de la Paz y la
Poesía. De su misterioso recipiente surgieron no los males hesiódicos,
sino —como ahora del arcón celeste— señuelos
arriesgados que como ideales y quimeras proyectan la existencia
hacia un nuevo horizonte. Es una concepción romántica la
que exalta la figura de Pandora, la primera mujer, la que lo da
todo, frente a la tradición griega misógina.
El viejo Goethe ya no se identifica con Prometeo. Este ha
encontrado una figura histórica que encaja en su molde mítico,
como portador de luz y fuego, progreso y destrucción, en Napoleón,
y esa identificación es asumida en la época. Pero le
queda el consuelo de verse como un remedo de Epimeteo, el
favorito de Pandora. Con una intensa melancolía, en un poema
breve de la Elegía de Marienbad, escrita ya en sus últimos años,
quince después de El regreso de Pandora, escribe unos versos
que quiero recordar:
Se me ha perdido el mundo, y yo mismo con él,
a mí, que fui antaño favorito de los dioses.
Me pusieron a prueba, me dejaron a Pandora,
en abundancia de dones y de riesgos.
Ellos me impulsaron hacia su boca generosa,
y ahora me apartan y empujan al abismo.
La última amada del viejo poeta —él con setenta y cuatro
años y ella sólo con diecinueve— es una renovada y huidiza réplica
de Pandora. No bajará del cielo la inmortal amada para
recogerle, como Pandora, en su drama, acudía hacia el viejo
Epimeteo. Ni siquiera Mefistófeles llegará a tiempo para un
fáustico pacto final. «Resignación» es el nombre del poema.
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