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jueves, 14 de diciembre de 2017

El dorado

Muchísimos años antes de que los conquistadores españoles llegasen
a las tierras colombianas, existió una tribu muisca que
vivía en los alrededores de la laguna de Guatavita. Su cacique
era el más poderoso de todas aquellas regiones y ninguna otra
tribu se atrevía a hacerle la guerra, pues la fama de su valor
personal era tan grande, que todas las demás tribus estaban seguras
de salir vencidas en la lucha. A la vez existía la idea de
que un dios poderoso cuidaba del cacique, por lo que nunca podría
ser vencido. De este modo, la tribu Guatavita había subyugado
a las que vivían en sus proximidades, enriqueciéndose con los
numerosos tributos que éstas tenían que entregarle puntualmente.
El cacique vivía feliz con su mujer y una preciosa hijita a
la que adoraba; pero un día, la mujer dio señales de locura y,
aunque fueron momentáneas, la intranquilidad y la angustia desterraron
la felicidad de la casa del cacique. Éste, lleno de preocupaciones,
llamó una tarde al hechicero de la tribu.
-Dime, ¿qué he de hacer, qué remedios existen para que a mi
mujer no le repita la locura? -preguntó el cacique-. Tú viste
sus ojos, oíste sus palabras que nada decían. Dime, dime qué he
de hacer.
El hechicero permanecía silencioso e impávido ante las súplicas
del cacique. Después, le dijo:
-No has de hacer nada, sino dejarla con toda libertad, pero
tan sólo aparente. Ten siempre alguien que la vigile sin que ella
se dé cuenta, y nunca ni tú ni nadie vuelva a hablarle de lo que
ha sucedido. Procura que la tranquilidad reine a su alrededor y,
mientras tanto, la primera noche de luna llena encenderemos la
hoguera sagrada y pediremos a los dioses que la libren del maléfico
influjo que los astros han lanzado sobre su cabeza.
Así dijo el hechicero, pero sus palabras no devolvieron la calma
al cacique; sin embargo, desde aquel momento varias jóvenes
tuvieron como única misión dentro de la vivienda del cacique
la vigilancia de la mujer de éste.
Ella, como no recordaba nada de lo que la otra vez le había
sucedido, seguía viviendo feliz con su hija, a la que con frecuencia
llevaba a pasear hasta las orillas de la laguna, donde gustaba
de hacer lindas guirnaldas de flores con las que adornaba a la
pequeña.
Una tarde, mientras la niña jugaba, la madre se puso a mirar
fijamente las verdes e inmóviles aguas de la laguna. De pronto,
le pareció ver un enorme dragón que se deslizaba por el fondo,
pero su aspecto no le causaba ningún temor. Todo fue en un momento,
porque un rayo de sol, pasando entre las inquietas hojas
de los árboles, llegó hasta aquel lugar de la laguna e hizo desaparecer
la visión. La mujer siguió mirando durante mucho tiempo
e intentó desentrañar el oscuro fondo de las aguas, pero todo fue
en vano. Poco después, volvía silenciosa hacia el poblado acompañada
de su hijita. En su mente estaba fija la visión del dragón
verde, y la muchacha que de lejos vigilaba a la hermosa mujer
del cacique, no pudo sospechar, viendo sus correctos ademanes,
que un nuevo ataque de locura estaba a punto de estallar.
-¿Sabes que he estado en la laguna de Guatavita? -dijo a
su marido.
-No lo sabía -respondió él-. Pero ¿no estará un poco lejos
para llevar hasta allí a nuestra pequeña?
-No lo creas. La niña es la primera que desea ir a ese lugar.
Además, ¡si supieras lo que he visto!
El cacique se alarmó ante las últimas palabras, pero, fingiendo
una despreocupación que estaba muy lejos de sentir, le preguntó
:
-¿Sí? ¿Qué es lo que has visto?
Entonces ella se acaloró ante el recuerdo, y, mirando a todas
partes como si temiese ser oída por otras gentes, le dijo
apasionada y quedamente:
-En el fondo de la laguna he visto un dragón que se paseaba
por ella sin apenas mover las aguas. Sus escamas eran de un
verde brillante, como si todo el cuerpo estuviese cubierto de es-
meraldas. Hubo un momento en que me miró, pero su mirada no
era de maldad. Luego desapareció en un instante, y por más que
miré y miré el fondo de la laguna, no pude volverlo a ver.
-Más vale que no vuelvas por allí, no sea que ese dragón
tenga malas intenciones -le contestó el cacique.
Su voz vacilaba temerosa, pero ella, al borde de la locura,
no pudo comprenderlo, y le contestó:
-Ya te digo que tiene aspecto de bondad. Estoy segura de que
no me hará ningún daño.
Él no quiso contradecirla, pues vio que sus ojos eran dos oscuras
llamas, pero no se quedó tranquilo hasta que la vio dormida.
Sin embargo, aquel sueño fue turbio y agitado. Ya estaba
próximo el amanecer, cuando ella despertó y creyó ver en la penumbra
los ojos candorosos del dragón que le pedían seguirlo.
Se levantó, miró hacia todas partes sigilosamente y, cogiendo a
la hijita, que aún dormía, salió por la parte de atrás de la cabana
y se escondió durante unos minutos entre unos árboles cercanos.
Desde allí vio que todo permanecía en silencio, que nadie
había descubierto su salida. Entonces sonrió tranquila mientras
se calmaban los fuertes latidos de su pecho. Después, pensando
sólo en el verde dragón de Guatavita, huyó alocada, siempre con
su hija en los brazos, hasta llegar a la laguna. Se sentó en la
orilla y miró hacia el fondo. El dragón la miraba, le sonreía,
la llamaba. . . No pudo resistir más y, cegada por la locura, se
arrojó al fondo de las aguas.
A la mañana siguiente, la tribu de los muiscas estaba llena
de agitación. A todas las cabanas habia llegado la noticia de la
desaparición de la mujer del cacique y se recorrían con afán
todos los lugares en su busca. Sin embargo, el cacique recordó
lo que su mujer le había dicho sobre el dragón de la laguna,
y se dio cuenta de lo que había sucedido, y tuvo una certera sospecha.
Llamó a los sacerdotes y al hechicero de la tribu, les
contó lo que su mujer había visto en su alucinación, y, enseguida,
todos se fueron hacia la laguna de Guatavita. Miraron minuciosamente
todos los alrededores, siempre deseosos de hallar
cualquier indicio que no demostrase lo que se temía. Pero fue
inútil. Al fin, un agudo grito de terror del cacique hizo que todos
se reunieran a su alrededor y mirasen hacia el lugar donde
él señalaba: flotando sobre las aguas estaba una cinta con la
que su mujer se sujetaba las largas trenzas. Todos bajaron la
cabeza silenciosos. Después, siempre en el mayor silencio, volvieron
al poblado.
Desde que el cacique comprendió lo que había sucedido, cayó
en una profunda apatía, y ya no hubo cosa que le sacase de ella
o le prestase algún consuelo. Ni las soberbias ceremonias que
los sacerdotes de la tribu hicieron en honor de la desaparecida,
ni las danzas del hechicero en las noches de luna llena, ni siquiera
la noticia de que las tribus vecinas intentaban atacarlo
para librarse de su yugo, fueron capaces de hacerlo despertar del
letargo en que había caído.
No pasó mucho tiempo. Una mañana, todas las gentes dei poblado
despertaron sobresaltadas. Una de las tribus sometidas al
cacique muisca intentaba librarse de la opresión y había atacado
por sorpresa. Todos los guerreros se apresuraron a defenderse;
sólo el cacique recibió con la apatía habitual la noticia y
permaneció en su cabana sin intentar ni por un momento coger
el poderoso arco.
A duras penas, los guerreros muiscas vencieron a sus atacantes.
Después, aquellos que poseían una mayor autoridad, se reunieron
con el hechicero y los sacerdotes. Habló uno de los guerreros
:
-Hoy hemos vencido un peligro, pero ha sido sólo por un momento.
Si nuestro cacique sigue como hasta ahora, todas las tribus
dejarán de temer su brazo poderoso. Se unirán contra nosotros
y terminaremos siendo sus esclavos. Por otra parte, no
podemos nombrar nuevo cacique sin exponernos a la ira de los
dioses. Por tanto, hay que buscar el modo de que el cacique olvide
a su mujer y a su hija. Es preciso que nuestro cacique sea el
que fue hasta hace muy poco tiempo.
Calló el guerrero, y todos se miraron en una muda aprobación.
Había que sacar al cacique de su apatía, pero ¿cómo? De pronto
el hechicero, que conocía toda la historia del dragón, tuvo una
idea que no podía exponer ante los demás si no quería él mismo
caer en el descrédito. Pero era una idea que podía salvar al cacique
y a toda la tribu.
Entonces dijo!
-Mañana, en presencia de todos, haré una invocación a los
espíritus de la laguna, y quizás ellos nos den la solución que de-
seamos. Yo mismo me encargaré de lograr que el cacique esté
presente en la ceremonia. Los sacerdotes irán a buscarlo en el
momento que yo indique.
Todos temieron una negativa del cacique y, con esos temores
en el corazón, se dispersaron.
A la mañana siguiente, el hechicero se presentó ante el apagado
jefe, y sus primeras palabras cayeron en el vacío más absoluto.
Luego, le dijo:
-He hecho unas invocaciones a determinados espíritus y me
han revelado una tremenda verdad: el dios que domina las aguas
de Guatavita es un poderoso dragón.
Calló el hechicero, y pronto vio el efecto de sus palabras. El
cacique se puso muy rápido en pie.
-¿Es verdad lo que dices? -preguntó.
-Tan verdad como que esta noche voy a hacer ante todos los
sacerdotes y, ante ti mismo, si deseas acudir allí, una invocación
al verde dragón de la laguna, que se deja ver, muy de tarde en
tarde, sólo por algunos seres. Tu mujer ha sido uno de ellos.
-Entonces ¿podré saber algo de ella y de mi hija?
-No puedo asegurarte tanto -contestó astutamente el hechicero-,
pero lo intentaré -después, el hechicero se marchó, pero
ya había llenado de nuevos deseos el ánimo del cacique, deseos
que él procuraría animar en la tremenda ceremonia que había
imaginado.
Llegó la noche, y los sacerdotes fueron en busca del cacique
y lo acompañaron hasta la hoguera ritual, encendida en medio del
poblado. Todas las gentes estaban a su alrededor llenas de un
sagrado terror ante los hechos que se avecinaban. Entonces comenzó
al fondo un acompasado tam tam y los sacerdotes iniciaron
su contorsionada danza; en medio de ellos, el hechicero
con su atuendo giraba entre gritos y convulsiones. De pronto,
cesó la danza, el hechicero removió el fuego sagrado e hizo las
invocaciones que creyó precisas. Después, un pesado silencio se
cernió sobre todos los presentes, hasta que el hechicero se levantó,
fue hacia el cacique y le dijo:
-Entre nosotros está el espíritu del dios de la laguna, quien
me ha escogido para comunicarte que tu mujer y tu hija han
sido recogidas por él y llevadas a su mansión. Por eso, no intentes
nunca buscar sus cuerpos en el fondo de las aguas. Allí,
en su palacio lleno de oro y pedrerías llevan ellas una existencia
feliz.
El cacique sentía que su dolor se iba suavizando y, deseoso
de que no muriese aquel momento en que podía saber algo de su
mujer y de su hija, dijo al hechicero:
-Pregunta al dios, en mi nombre, qué debo hacer, por si acaso
he de ir a reunirme con ellas al fondo de la laguna.
El hechicero comenzó de nuevo sus gritos y contorsiones para
después permanecer inmóvil con los ojos estáticos. Luego dijo:
-Aún no ha llegado tu hora. Esto es lo que me dice el dios.
Lucha contra tus enemigos, gobierna a tus subditos y, cuando llegue
tu muerte, él te reunirá con las que amas. Mientras tanto,
todos los años irás a la laguna y harás esta ceremonia.
Y a continuación, le explicó lo que allí debía hacer.
Así fue como, con este ardid, cuyo secreto sólo él sabía, el hechicero
sacó al cacique de su apatía y lo tornó a su vitalidad
acostumbrada. Desde entonces, las tribus vecinas volvieron a temer
al cacique muisca, y siguieron sometidas sin hacer intento
alguno por liberarse.
Pasó algún tiempo, la tribu vivía en un momento de paz, y el
cacique creyó llegada la hora de ir a Guatavita y ofrecer al
dios de aquellas aguas la ofrenda debida. Para ello reunió gran
cantidad de oro y piedras preciosas -esmeraldas especialmentejunto
a enormes cantidades de terebinto y otras maderas olorosas.
Después, junto con el hechicero, los sacerdotes y los más
nobles de la tribu se dirigió, en medio del gran ceremonial, a
la laguna de Guatavita. Allí, jalonando la laguna, se habían
levantado numerosas hogueras, y el pueblo se apiñaba en sus
alrededores deseoso de no perder el más pequeño detalle. Una
balsa hecha de juncos y arreglada con lujo esperaba la llegada
del cortejo. El cacique venía resplandeciente al centro de
todos; su cuerpo había sido primero untado de aceite de trementina
y luego habían espolvoreado sobre él gran cantidad de oro
hasta quedar completamente cubierto del dorado metal. Y así
subió a la balsa, sobre la que ya ardían cuatro hogueras que perfumaban
el aire, pues estaban alimentadas con el terebinto y las
maderas olorosas que había reunido. Desde el centro de la balsa
cegaban los ojos de los espectadores los destellos de las innumerables
esmeraldas que el cacique iba a ofrecer al dragón
para contentarlo y halagar a su esposa, a la que creía viva en la
mansión del dios.
La balsa, cuyos remos eran movidos por los más nobles de la
tribu, avanzó en el silencio hasta el centro de la laguna. Allí,
mientras los sacerdotes entonaban cantos al dios de las aguas,
el cacique iba arrojando al fondo de ella toda la pedrería de la
balsa. Después, con ágiles movimientos, se lanzó a la laguna y
permaneció nadando hasta que todo el oro de su cuerpo se hubo
desprendido. Entonces volvió a la balsa, mientras el pueblo prorrumpía
en gritos de júbilo.
Desde entonces, todos los años se mantuvo aquel ceremonial,
que fue continuado por mucho tiempo entre los caciques muiscas,
surgiendo de este modo la leyenda de El Dorado.

La tierra desolada

En cierta ocasión, el bondadoso dios Chibchacum abandonó las
aguas profundas donde moraba y se dedicó a recorrer la tierra
que estaba próxima al mar. Era una tierra hermosa; las montañas
tenían altos picachos. El dios, complacido, pensó:
«Esta tierra es buena. Es una pena que nadie la habite.»
Y, desde aquel momento, en su mente se forjó la idea de crear
unos seres que la poblasen. Pero Chibchacum comprendió que a
aquel terreno le faltaba una cosa : los ríos y los arroyos, que sosiegan
la mirada. Entonces, subió a las cimas de las montañas y
con su poderosa vara hizo brotar el agua dulce que, corriendo
por las laderas, engrosó y formó ríos profundos que buscaron
el mar.
El dios sonrió feliz por lo que había hecho, pero dispuesto a
continuar su obra, hizo que las montañas mismas guardasen en
su interior metales preciosos, y que sobre el valle apareciesen
altos árboles llenos de redondos frutos.
Después esparció la simiente de la que brotó el género huma
no y, satisfecho, tornó a las aguas de donde había salido.
Al poco tiempo, el hombre poblaba aquella tierra, pero sucedió
que los que surgieron de la semilla que cayó en el valle, en
la región más próxima al mar, no quisieron en ningún instante
repartir sus tierras fértiles con aquellos otros hombres que vivían
más próximos a las montañas, por lo que éstos, temiendo
comenzar una guerra fratricida, pues el dios los había hecho buenos,
abandonaron la tierra y se dirigieron al interior del país.
Anduvieron muchas jornadas sin que encontrasen un lugar que
les fuese agradable. Ellos, que habían nacido en un sitio cálido,
se iban encontrando con los fríos intensos, con los fuertes vendavales
que venían de los altos picachos, que cegaban los ojos e
impedían el andar, y muchos perecieron en la empresa. El jefe
que los guiaba intentaba animarlos, poner un poco de esperanza
en sus apagados corazones; pero el desaliento se iba apoderando
de todos.
-Volvamos a la tierra de donde salimos -dijeron todos a su
jefe-; no podemos continuar, y si nuestros hermanos nos rechazan,
lucharemos. El gran dios sabe que nosotros no hemos deseado
la guerra.
Comprendió el jefe de aquellos hombres que tenían razón y,
contristado por las desgracias que afligían a su pueblo, decidió
volver, sin temor a lo que sucediese.
Cuando el poderoso cacique del valle tuvo noticias de que unos
hombres se aproximaban, preparó a los suyos y se dispuso a
hacer frente a todo el que llegase. Con gran sorpresa vio que eran
sus hermanos y, desde el primer momento, estuvo en guardia
contra ellos. Al fin, aquéllos descendieron al valle y muy pronto
los dos jefes se reunieron a deliberar.
-Ya veo que estás de vuelta -dijo el cacique poderoso-. ¿Qué
es lo que ahora deseas?
-No mucho. Algo que nunca debí abandonar y que dejé por
la dureza de tu corazón. A ti y a tu pueblo les sobra tierra y
frutos para alimentarse. Déjanos vivir sobre una pequeña porción
de terreno. El dios que nos creó se verá complacido.
El otro se rió al oír lo que decía. Veía que aquellos hombres
estaban cansados y empobrecidos mientras que él y los suyos
eran poderosos. Si comenzaban una lucha les sería fácil aniquilarlos,
pero en el fondo sentía temor. Sabía que Chibchacum era
bondadoso y que quería el amor entre los suyos, por lo que, temiendo
las iras del dios, no se decidió a hacer nada hasta no
consultar el caso con sus adivinos.
El brujo y los adivinos de la tribu organizaron rápidamente
un solemne cortejo, que se dirigió al río más ancho y profundo
que allí existía, pues en sus aguas moraba el dios Chibchacum.
Arrojaron sobre ellas las ofrendas rituales y consultaron al dios.
-En nombre de nuestro jefe y de nuestra tribu queremos saber
si podemos hacer la guerra a los que surgieron de la misma
simiente que nosotros.
Entonces ocurrió un hecho prodigioso como jamás se había
visto. El río hendió primeramente sus aguas y las levantó después
con fuerza poderosa como las olas de un mar pujante
Cuando las aguas volvieron a remansarse, sobre la orilla apareció
la ofrenda que el brujo había llevado.
-El dios rechaza nuestra ofrenda y nuestra petición. No comiences
una lucha fratricida -dijo el brujo a su cacique-, porque
seríamos aniquilados.
Las palabras del brujo y el hecho prodigioso que había presenciado,
llenaron de temor al cacique que, desistiendo de sus
propósitos, ofreció a sus hermanos una pequeña parte de la tierra.
Pero fue pasando el tiempo y el roce continuado fue haciendo
crecer nuevos odios y enemistades, aunque también nuevos amores.
Un día, hasta el cacique poderoso llegó la noticia de que su
hija amaba a un fuerte muchacho que pertenecía a la otra tribu, y
la noticia lo enfureció de tal modo, que decidió poner fin a aquella
situación fuese como fuese y, olvidándose en su cólera de los
deseos de paz del dios, preparó a sus hombres y se decidió
a atacar la tribu hermana.
Desde su morada profunda oyó el dios, a través de las aguas,
el rumor de las gentes inquietas y, deseoso de saberlo que sucedía,
armado de su vara poderosa, subió a la superficie clel río
una noche en que Chía, la diosa madre, iluminaba la tierra con
su redonda plenitud.
Caminó toda la noche, y vio, sin que su visita fuese advertida
por alguien, los rostros de los hombres dormidos y en ellos comprendió
lo que sucedía. Y así decidió acabar con la soberbia de
aquel cacique, dando a todo el pueblo un castigo tan ejemplar,
que quedase de él memoria para las generaciones venideras.
Fue hasta donde dormía la hija del cacique y deslizó un mandato
en su oído. Cuando la joven despertó al día siguiente, sintió
que algo extraño le ocurría, pero por más que intentaba comprender
lo que era, no lo conseguía. Aquella misma tarde cuando
fue, como otros días, a reunirse con su enamorado, al verlo
sintió que en su corazón tenía un secreto.
-Escúchame -dijo la joven-; en este momento tengo para ti
un mandato del dios de las aguas. Ahora sé que anoche ha estado
a mi lado y me ha confiado una misión.
Él miraba lleno de extrañeza, sin poder comprender nada de lo
que la muchacha le decía. Ella continuó:

-El dios me ha dicho: huyan los dos hacia el gran río sin pérdida
de tiempo, pues voy a dar a tu tribu un castigo ejemplar.
-¡No puede ser!
-Estoy tan segura de lo que digo, que me siento impulsada a
seguir el mandato de todas maneras.
-¿Estás dispuesta, entonces, a comenzar ahora mismo el camino?
-le preguntó él.
-No puedo desobedecer.
No hablaron más, e inmediatamente se pusieron en camino.
Los árboles daban sombra para caminar sin fatiga y les ofrecían
sus frutos jugosos y refrescantes. Podrían llegar sin temor hasta
el gran río, como el dios les había mandado.
Mientras tanto, el cacique, apasionado por los preparativos
para la lucha, no se dio cuenta de que su hija había desaparecido,
pero en cuanto lo supo, sospechando que había huido con
el joven, él mismo, acompañado de algunos de sus guerreros, salió
en su busca en cuanto pudo hallar el rastro que los enamorados
dejaban.
El cacique iba furioso, no sólo por el hecho de que su hija
huyese con quien a él no le era agradable, sino porque con eííó
interrumpía sus preparativos y daba lugar a que los de la otra
tribu se preparasen con más tiempo. Por eso caminaba deprisa y
su cólera no tenía límites.
Un día, a la hora en que el sol abrasaba la tierra, los dos
jóvenes descansaban, cuando el fino oído del muchacho percibió
unas lejanísimas pisadas. Escuchó atentamente sobre el suelo y
comprendió que eran perseguidos.
-Tenemos que seguir caminando -le dijo a ella-. Nos persiguen.
Rápidamente estuvieron de nuevo en camino, pero sabían que
era muy difícil borrar las pequeñas señales que quedaban a su
paso, y por lo tanto no había más que un medio de burlarlos:
llegar al río y pedir ayuda al bondadoso Chibchacum, pero aún
les quedaba mucho por caminar. Hicieron un esfuerzo y continuaron
la marcha, pero cada vez que el joven ponía su oído sobre
el suelo comprendía que sus perseguidores les iban ganando
camino.
-Temo que nos den alcance -dijo él- al llegar la noche.
Entonces ella se paró un instante, e imploró al dios de las
aguas:
-Yo te he obedecido, bondadoso Chibchacum; ven ahora en
nuestro auxilio, porque si no, pereceremos.
La poderosa Chía oyó la súplica, e iluminando el gran río
donde el dios habitaba, le comunicó la plegaria.
Chibchacum volvió con su vara potente sobre la tierra, y tocando
con ella la base de las montañas, hizo que éstas se desplomasen
y abriesen una sima inmensa en el suelo. Por un instante
brillaron los filones de oro y las verdes esmeraldas; y la roja
tierra del hierro poderoso mostró sus entrañas profundas antes
de sumergirse en la gran boca abierta. Los ríos se precipitaron
impetuosos y arrancaron con violencia los hermosos árboles,
llenos de frutos; la tribu del cacique poderoso se vio sumergida
en las aguas, todos los hombres fueron arrastrados hacia la gran
sima y allí perecieron. Sólo se salvaron los dos jóvenes que caminaban
hacía el río.
Desde entonces, la tierra que había sido fértil se convirtió
en árida y reseca; casi todos los árboles desaparecieron; sólo el
sel, a fuerza de siglos, con su poder creador hizo brotar algunos
de ellos, que remedan pobremente a los que existieron antes.
Desaparecieron también los ríos, tragados por la tierra, y sólo
a lo lejos quedó el gran río, el que después llamaron Magdalena,
y que ofreció un paso seguro a los dos enamorados.
De tanta riqueza quedó una: los maravillosos metales con que
Chibchacum, el dios bondadoso, enriqueció las montañas y que
ahora están bajo el suelo reseco y calcinado.